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Authors: Dan Simmons

Olympos (77 page)

BOOK: Olympos
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—No —dijo Harman.

Moira hizo un gesto hacia lo alto de la cúpula, pero Harman advirtió que en realidad señalaba el cielo y los anillos que aparecían ahora contra el azul oscuro.

—Un millón de bancos de memoria orbitales —dijo la mujer—. Cada uno dedicado a uno de vosotros, humanos antiguos. Y en muchas de las otras torpes máquinas orbitales, los aparatos de teletransporte con energía de agujeros negros mismos... satélites GPS, escáneres, reductores, compiladores, receptores y transmisores, allá arriba sobre ti cada noche de tu vida, mi Harman Prometeo, era una estrella con tu nombre.

—¿Por qué un millón? —preguntó Harman.

—Se pensó que era una población rebaño mínima viable —dijo Moira—, aunque sospecho que ahora sois bastantes menos. En mi época, sólo había nueve mil trescientos catorce de tu subespecie de humanos (los que tenían funciones nanogenéticas instaladas y activas) y unos cuantos miles de humanos antiguos-antiguos moribundos, como mi amado Ahman Ferdinand Mark Alonzo Khan Ho Tep, el último de su linaje, el último de su cuna real.

—¿Qué son los voynix? —preguntó Harman—. ¿De dónde vinieron?

¿Por qué actuaron como criados silenciosos durante tanto tiempo y luego empezaron a atacar a mi gente después de que Daeman y yo destruyéramos la isla de Próspero y la fermería? ¿Cómo los detenemos?

—Tantas preguntas —suspiró Moira—. Si quieres respuestas para todas necesitarás un contexto. Para conseguir un contexto tienes que leer estos libros.

Harman giró la cabeza miró arriba y abajo el interior curvo de la cúpula, repleto de libros. No sabía contar por metros cúbicos, pero imaginaba (a ciegas) que debía de haber al menos un millón de volúmenes en aquellos estantes.

—¿Qué libros? —preguntó.

—Todos estos libros —dijo Moira, alzando la mano para abarcarlo todo con un círculo—. Puedes, ¿sabes?

—Moira, no —repitió Próspero—. Lo matarás.

—Tonterías —dijo la mujer—. Es joven.

—Tiene noventa y nueve años —dijo Próspero—, es más de setenta y cinco años mayor que el cuerpo de Savi cuando lo clonaste para tus propios propósitos. Ella tenía recuerdos entonces. Tú los llevas ahora. Harman no es ninguna tábula rasa.

Moira se encogió de hombros.

—Es fuerte. Está cuerdo. Míralo.

—Lo matarás —dijo Próspero—. Y con él, a una de nuestras mejores armas contra Setebos y Sycórax.

Harman estaba muy furioso, pero también entusiasmado.

—¿De qué estáis hablando? —exigió, apartando la mano cuando Moira amenazó con tocarla de nuevo con la suya—. ¿Quieres que siglea todos estos libros? Harían falta meses... años. Décadas tal vez.

—No sigleer —dijo Moira—, sino comértelos.

—Comérmelos —repitió Harman, pensando: «¿Estaba loca antes de entrar en el ataúd temporal o la han vuelto loca los siglos de replicarla allí, célula a célula, neurona a neurona?»

—Comértelos —insistió Moira—. En el sentido en que el Talmud habla de comer libros: no leerlos, sino comerlos.

—No comprendo.

—¿Sabes lo que es el Talmud? —preguntó Moira.

—No.

Moira señaló de nuevo hacia la cima de la cúpula, situada unos setenta pisos más arriba.

—Ahí arriba, mi joven amigo, en una diminuta cúpula hecha del cristal más claro, hay un armario de oro y perla y cristal, y yo tengo la llave dorada. Da a un mundo y a una hermosa noche lunar.

—¿Como tu sarcófago? —preguntó Harman. Su corazón latía con fuerza.

—En absoluto. Ese ataúd era sólo otro nódulo de vuestra noria de faxes que me replicó a lo largo de los siglos hasta que llegara el momento de despertarme y trabajar. Estoy hablando de una máquina que te permitirá leer todos esos libros en profundidad antes de que la cabina
eiffelbahn
parta de la estación Taj dentro de... —miró su palma—, tres horas y cuarenta y ocho minutos.

—No hagas esto, Moira —dijo Próspero—. No nos servirá de nada en la guerra contra Setebos si está muerto o se convierte en un idiota babeante.

—Silencio, Próspero —ordenó Moira—. Míralo. Ya es un idiota. Es como si su raza entera hubiera sido lobotomizada desde los días de Savi. Bien podría estar muerto. De esta forma, si el armario funciona y sobrevive, podrá servirse a sí mismo y servirnos a nosotros.

Tomó de nuevo la mano de Harman.

—¿Qué es lo que más quieres en el universo, Harman Prometeo?

—Ir a casa a ver a mi esposa —dijo Harman. Moira suspiró.

—No puedo garantizarte que el armario de cristal, el conocimiento y los detalles que todos esos libros que mi pobre y difunto Ahman Ferdinand Mark Alonzo acumuló a lo largo de los siglos te permitan librefaxear de vuelta a casa con tu esposa... ¿Cómo se llama?

—Ada.

Las dos sílabas le dieron a Harman ganas de llorar. Llorar dos veces:

una por haberla perdido, otra por traicionarla.

—Con Ada —dijo Moira—. Pero sí puedo garantizarte que no volverás vivo a casa para verla a menos que aproveches esta oportunidad.

Harman se levantó y se acercó al saliente de mármol sin barandilla, a noventa metros sobre el frío suelo marmóreo de abajo. Contempló el centro de la cúpula, casi a doscientos metros por encima de su cabeza, pero no vio más que una especie de bruma donde las últimas pasarelas de metal convergían como negras telarañas casi invisiblemente finas.

—Harman, amigo de Nadie... —empezó a decir Próspero.

—Cállate —le dijo Harman al magus de la logosfera. Se volvió hacia Moira—. Vamos.

57

—Nos he teletransportado cuánticamente siguiendo tus directrices —dice Hefesto—, pero ¿dónde, en el nombre de Hades, estamos?

—En Ítaca —responde Aquiles—. Una isla rocosa y escarpada, pero buena cuna para los niños que quieren ser hombres.

—Más parece y huele como un estercolero caliente —dice el dios del fuego, cojeando por el sendero polvoriento y lleno de rocas que conduce por una empinada pendiente más allá del prado ocupado por cabras y vacas hasta el lugar donde las tejas rojas de varios edificios resplandecen bajo el implacable sol.

—He estado aquí antes —dice Aquiles—, la primera vez fue cuando era un chiquillo.

El héroe lleva el pesado escudo atado a la espalda, la espada segura en la vaina que pende de su cinturón. El joven no suda por la escalada ni por el calor, pero Hefesto, cojeando tras él, rezonga y transpira. Incluso la barba del artificiero inmortal está húmeda de sudor.

El sendero, empinado pero estrecho, termina en la cima de la colina, ante varias grandes estructuras.

—El palacio de Odiseo —dice Aquiles, corriendo los últimos cincuenta metros.

—Palacio —jadea el dios del fuego. Llega cojeando hasta el claro, ante las altas puertas, apoya ambas manos en su pierna lisiada y se dobla como si fuera a vomitar—. Más parece una puñetera pocilga en vertical.

Los restos de una fortaleza pequeña y abandonada se alzan como una piedra cuadrada cincuenta metros a la derecha de la casa principal, en el promontorio que da al acantilado. La casa en sí (el palacio de Odiseo) está hecha de piedra más nueva y madera más nueva, aunque las puertas principales (abiertas) están compuestas por dos antiguas placas de piedra. Las losas de terracota de la terraza están hechas de material caro colocado con gusto, obviamente el trabajo de los mejores artesanos y albañiles, aunque también resulta evidente que no los han limpiado ni fregado desde hace tiempo, y todas las paredes exteriores y las columnas están pintadas de colores vivos. Enredaderas falsas llenas de pájaros y nidos corren en espiral por las blancas columnas, a cada lado de la entrada, pero también crecen parras reales que invitan a pájaros auténticos y acogen al menos un nido visible. Aquiles ve pintorescos frescos en las paredes del vestíbulo, a la sombra, tras las puertas principales, que han quedado entornadas.

Aquiles echa a andar pero se detiene cuando Hefesto lo agarra por el brazo.

—Aquí hay un campo de fuerza, hijo de Peleo.

—No lo veo.

—No lo notarías hasta que chocaras con él. Estoy seguro de que mataría a cualquier otro mortal, pero aunque tú eres el de los pies ligeros que tiene lo que Nyx llamó cociente de probabilidad de singularidad, el campo te tiraría de culo al suelo. Mis instrumentos miden al menos doscientos mil voltios dentro y suficiente amperaje para causar auténtico daño. Échate atrás.

El barbudo dios-enano juguetea con las cajas y las retorcidas formas metálicas que cuelgan de las diversas correas de cuero y bandas de sus pesados chalecos, comprueba diales, usa una varita con mandíbulas de caimán para unir algo que parece un hurón metálico muerto a una extensión del campo invisible, y luego enlaza cuatro aparatos romboides con cables de colores antes de pulsar un botón de bronce.

—Ya —dice Hefesto, dios del fuego—. El campo ha caído.

—Eso es lo que me gusta de los sumos sacerdotes —dice Aquiles—, no hacen nada y luego alardean.

—No se te habría pasado por la puñetera cabeza que no era puñeteramente nada si hubieras topado con ese campo de fuerza —gruñe el dios—. Era obra de Hera, basada en una de mis máquinas.

—Entonces te doy las gracias —dice Aquiles, y atraviesa la entrada entre las losas de piedra y pasa al vestíbulo y el hogar de Odiseo.

De repente hay una especie de gruñido y un oscuro animal se abalanza desde las sombras.

La espada aparece en un instante en la mano de Aquiles, pero el perro ya se ha desplomado sobre las polvorientas losas.

—Es
Argos
—dice Aquiles, palpando la cabeza del animal prostrado y jadeante—. Odiseo entrenó a este sabueso cuando era un cachorrillo hace más de diez años, pero me han dicho que tuvo que dejarlo cuando se marchó a Troya antes de poder llevarlo a cazar jabalíes o ciervos salvajes. El hijo de nuestro astuto amigo, Telémaco, tenía que ser su amo en ausencia de Odiseo.

—Hace semanas que no tiene amo ninguno —dice Hefesto—. El chucho ha estado a punto de morirse de hambre.

Es cierto;
Argos
está demasiado débil para sostenerse en pie o mover la cabeza. Sólo sus grandes ojos implorantes siguen la mano de Aquiles mientras el héroe acaricia al animal. Las costillas del perro destacan bajo su pelaje sin brillo como los maderos de la quilla de un barco sin terminar bajo un lienzo viejo.

—No ha podido salir del campo de fuerza de Hera —murmura Aquiles—. Y me apuesto a que no había nada de comer dentro. Probablemente ha bebido agua de la lluvia y los charcos, pero no ha comido nada.

Saca varias galletas de la bolsita que llevaba dentro del escudo (galletas traídas de la casa de Hefesto) y le da dos al perro. El animal apenas puede masticarlas. Aquiles coloca otras tres galletas junto a la cabeza del animal y se incorpora.

—Ni siquiera un cadáver del que alimentarse —dice Hefesto—. Con los humanos desaparecidos por todas partes en tu Tierra excepto alrededor de Ilión... desaparecieron como puñetero humo.

Aquiles rodea al dios cojo.

—¿Dónde está nuestra gente? ¿Qué habéis hecho con ellos tú y los otros inmortales?

El artificiero alza ambas manos.

—No fue cosa nuestra, hijo de Peleo. Ni siquiera del gran Zeus. Otra fuerza cambió esta Tierra, no nosotros. Los dioses del Olimpo necesitamos a nuestros adoradores. Vivir sin nuestros devotos, nuestros idólatras, nuestros constructores de altares sería como si un narcisista (y conozco bien a Narciso) viviera en un mundo sin espejos. Esto no fue cosa nuestra.

—¿Esperas que me crea que hay otros dioses? —pregunta Aquiles, la espada medio alzada.

—Las pulgas grandes tienen pulgas pequeñas, y las pulgas pequeñas tienen pulgas más pequeñas aún que las muerden, y las pulgas más pequeñas tienen pulgas todavía más pequeñas, y así hasta el infinito, o una chorrada por el estilo —dice el barbudo inmortal.

—Calla —dice Aquiles. Acaricia una última vez la cabeza del perro, que ahora mastica decidido, y le da la espalda a Hefesto.

Atraviesan el vestíbulo hasta el salón principal (la sala del trono como si dijéramos) donde Aquiles fue recibido años atrás por Odiseo y su esposa Penélope. Telémaco, el hijo de Odiseo, era entonces un niño tímido de seis años que apenas fue capaz de inclinarse ante los mirmidones reunidos y luego se marchó rápidamente de la mano de su aya. La sala del trono está vacía.

Hefesto consulta una de sus cajas-instrumento.

—Por aquí —dice, guiando a Aquiles hasta una sala más larga y oscura. Es el salón de banquetes, dominado por una mesa baja de diez metros de largo.

Zeus está tendido sobre la mesa, con los brazos y piernas abiertas. Está desnudo y ronca. El salón de banquetes es un desastre: copas, cuencos y utensilios desperdigados por todas partes, flechas desparramadas por el suelo, ya que un gran carcaj ha caído de la pared, a otra pared le falta un tapiz que asoma bajo el dormido padre de los dioses.

—Es Sueño Absoluto, en efecto —gruñe Hefesto.

—Eso parece —comenta Aquiles—. Me sorprende que las vigas no se desplomen por los ronquidos.

El asesino de hombres pisa con cuidado las puntas de las flechas aserradas dispersas por el suelo. Aunque pocos guerreros griegos lo admiten, la mayoría usan sustancias letales como veneno para las puntas de sus lanzas y flechas, y lo único que Aquiles, hijo de Peleo, sabe por las predicciones del Oráculo y su madre Tetis es que la causa de su muerte será porque una flecha envenenada horadará la única parte mortal de su cuerpo. Pero ni su madre inmortal ni los Hados le han dicho jamás exactamente dónde o cuándo morirá, o quién disparará la flecha letal. Sería demasiado absurdamente irónico, piensa Aquiles ahora, pincharse un talón con una de las viejas flechas caídas de Odiseo y agonizar antes de poder despertar a Zeus y exigirle que salve a Pentesilea.

—No, quiero decir que Sueño Absoluto es la puñetera droga que ha usado Hera para dejarlo fuera de combate —dice el artificiero—. Es una poción que ayudé a desarrollar en forma de aerosol, aunque Nyx fue la química original.

—¿Puedes despertarlo?

—Oh, creo que sí, sí, eso creo —dice Hefesto, sacando bolsas y cajas de los lazos atados a su chaleco de cuero y sus arneses. Se asoma a las bolsas, rechaza algunas cosas, coloca frascos y pequeños aparatos en la mesa del tapiz arrugado junto al gigantesco muslo de Zeus.

Mientras el barbudo dios-enano prepara sus cosas, Aquiles echa su primera ojeada de cerca a Zeus, el padre de todos los dioses y hombres, el que domina las nubes de tormenta.

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