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Authors: Dan Simmons

Olympos (21 page)

BOOK: Olympos
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Y allí arriba, en la cima (la cima boscosa), bajo la brillante égida que ahora reflejaba el sol del final de la mañana, había criaturas vivas. Y no sólo criaturas vivas sino dioses. Los dioses. Guerreando, respirando, luchando, planeando, apareándose, no muy diferentes a los humanos que Hockenberry había conocido en su vida anterior.

En ese momento, todas las nubes de depresión que se habían acumulado alrededor de Hockenberry durante meses desaparecieron, como los hilillos de nubes blancas que podía ver soplando desde el Olimpo mismo mientras los vientos de la tarde llegaban desde el océano norte llamado mar de Tetis. Y en ese momento, Thomas Hockenberry, catedrático en clásicas, se sintió pura y completamente feliz de estar vivo. Eligiera participar en la expedición a la Tierra o no, advirtió, no se hubiera cambiado por nadie de ninguna otra época ni ningún otro lugar.

Mahnmut hizo virar el moscardón hacia el este del monte Olympus camino del Agujero Brana e Ilión.

17

Hera saltó desde el campo de exclusión que rodeaba el hogar de Odiseo en Ítaca directamente hasta la cumbre del Olimpo. Las faldas boscosas y los edificios de blancas columnas que se extendían desde el enorme lago Caldera brillaban con la luz baja del sol, ahora más lejano.

Poseidón, el que hace temblar la tierra, se TCeó cerca.

—¿Está hecho? ¿Zeus duerme?

—Los únicos truenos que crea son sus ronquidos —dijo Hera—. ¿En la Tierra?

—Todo va tal como planeamos, hija de Cronos. Todas estas semanas de susurros y consejos a Agamenón y sus capitanes han conducido al momento esperado. Aquiles está ausente, como siempre, bajo nosotros, en la llanura roja, de modo que el hijo de Atreo alza ahora mismo sus furiosas multitudes contra los mirmidones y los otros que son leales a Aquiles y se han quedado en el campamento. Luego marcharán contra las murallas y puertas abiertas de Ilión.

—¿Y los troyanos?

—Héctor aún duerme junto a los huesos quemados de su hermano, tras su noche de vigilia. Eneas está bajo el Olimpo, pero no emprende ninguna acción contra nosotros en ausencia de Héctor. Deífobo sigue con Príamo, discutiendo las intenciones de las amazonas.

—¿Y Pentesilea?

—Hace menos de una hora que despertó y se aprestó, igual que sus doce compañeras, para su combate mortal. Salieron cabalgando de la ciudad hace un ratito y acaban de atravesar el Agujero Brana.

—¿Va con ella Palas Atenea?

—Estoy aquí. —Atenea, gloriosa con su dorada armadura de batalla, acababa de TCearse y cobrar solidez junto a Poseidón—. Pentesilea ha sido enviada a su perdición... y la de Aquiles. Los ojos mortales en todas partes se hallan en estado de absoluta confusión.

Hera tendió la mano para tocar la muñeca enfundada en metal de la gloriosa diosa.

—Sé que esto es difícil para ti, hermana de armas. Aquiles ha sido tu favorito desde que nació.

Palas sacudió su brillante cabeza cubierta por el casco.

—Ya no. El mortal mintió al decir que yo había matado y me había llevado a su amigo Patroclo. Alzó su espada contra mí y todos mis parientes e iguales olímpicos. No me parecerá pronto cuando sea enviado a los oscuros salones del Hades.

—Es a Zeus a quien aún temo —intervino Poseidón. Su armadura de batalla era de un verdigris mar profundo, con complicados dibujos de olas, peces, pulpos, leviatanes y tiburones. En su casco enmarcaban sus ojos las pinzas alzadas de un cangrejo.

—La poción de Hefesto mantendrá roncando como un cerdo a nuestra temida Majestad durante siete días y siete noches —dijo Hera—. Es vital que consigamos nuestros objetivos en ese tiempo: Aquiles muerto o exiliado, Agamenón convertido de nuevo en líder de los argivos, Ilión derrotada o, al menos, la guerra reemprendida sin ninguna esperanza de paz. Entonces Zeus se enfrentará a hechos que no podrá cambiar.

—No por ello su cólera dejará de ser terrible —dijo Atenea. Hera se echó a reír.

—¿Osas hablarme a mí de la cólera del hijo de Cronos? En comparación con la de Zeus la cólera de Aquiles es la pataleta de un niño malcriado. Pero déjame a mí al Padre. Yo me encargaré de Zeus cuando nuestros planes estén cumplidos. Ahora debemos...

Antes de que pudiera terminar, otros dioses y diosas empezaron a materializarse en el largo jardín, delante del Salón de los Dioses, a la orilla del lago de la Caldera. Carros voladores completos, con hologramas de esforzados corceles tirando de ellos, aparecieron desde los cuatro puntos cardinales y aterrizaron hasta que los prados cercanos estuvieron llenos. Los dioses y diosas gravitaban en tres grupos: los que se acercaron a Hera, Atenea, Poseidón y los otros campeones de los griegos, los que formaron tras el brillante Apolo (principal campeón de los troyanos), Artemisa, hermana de éste, Ares y su hermana Afrodita, su madre Leto, Deméter y otros que habían luchado durante mucho tiempo por el triunfo de Troya, y un tercer grupo de indecisos. La convergencia cuántica y la aparición de carros duraron hasta que hubo cientos de inmortales congregados en los largos jardines.

—¿Por qué está aquí todo el mundo? —preguntó Hera, divertida—. ¿No hay nadie que proteja hoy los bastiones del Olimpo?

—¡Calla, urdidora! —gritó Apolo—. Este plan para derrotar Ilión hoy es tuyo. Y nadie encuentra a nuestro señor Zeus para que lo detenga.

—Oh —dijo Hera, la de los níveos brazos—, ¿está tan asustado por los acontecimientos que no ve el señor del arco plateado que debe correr con su padre?

Ares, el dios de la guerra, recién salido de las tinas de curación y resurrección, por tercera vez ya tras sus aciagos combates con Aquiles, se situó junto a Febo Apolo.

—Mujer —le espetó el impetuoso dios de la batalla, adoptando toda su estatura, más de cuatro metros y medio—, continuamos tolerando tu existencia porque eres la incestuosa esposa de nuestro señor Zeus. No hay ningún otro motivo.

Hera se rió de manera calculadamente enloquecedora.

—Esposa incestuosa —se burló—. Palabras irónicas de un dios que se acuesta con su hermana más que con ninguna otra mujer, sea diosa o mortal.

Ares alzó su larga lanza. Apolo tensó su poderoso arco y preparó una flecha. Afrodita apuntó con el suyo, más pequeño pero no menos letal.

—¿Incitaríais a la violencia contra nuestra reina? —preguntó Atenea, interponiéndose entre Hera y los arcos y la lanza. Todos los dioses de la cumbre habían levantado al máximo sus campos de fuerza personales al ver las armas dispuestas.

—¡No me hables de incitar a la violencia! —gritó Ares, rojo de rabia, a Palas Atenea—. Qué insolencia. ¿Recuerdas que hace meses acicateaste al hijo de Tideo, Diomedes, para que me hiriera con su lanza? ¿Y cómo arrojaste contra mí tu propia lanza inmortal y me heriste creyéndote a salvo oculta en tu nube?

Atenea se encogió de hombros.

—Fue en el campo de batalla. Me hervía la sangre.

—¿Ésa es tu excusa por haber intentado matarme, puta inmortal? —rugió Ares—. ¿Que te hervía la sangre?

—¿Dónde está Zeus? —exigió saber Apolo, señor del arco plateado.

—Zeus no tendrá nada que ver con los hechos de hombres o dioses durante muchos días — dijo Hera—. Tal vez no regrese nunca. Lo que suceda a continuación en el mundo de abajo, lo decidiremos nosotros en el Olimpo.

Apolo tensó el arco con la pesada flecha buscadora de calor, pero no lo alzó todavía.

Tetis, diosa del mar, nereida, hija de Nereo (el auténtico Viejo del Mar) y madre inmortal de Aquiles con el mortal Peleo, se interpuso entre los dos airados grupos. No llevaba armadura, sólo su sofisticada túnica que parecía hecha de dibujos entretejidos de algas y conchas.

—Hermanos, hermanas, primos todos —empezó a decir—, detened esta muestra de petulancia y orgullo antes de que nos hagamos daño a nosotros mismos, a nuestros hijos mortales y ofendamos de manera fatal a nuestro Padre Todopoderoso, que regresará, no importa dónde esté, regresará, mostrando en su noble ceño la ira por nuestro desafío y con los rayos de muerte en sus manos.

—Oh, cállate —exclamó Ares, cambiando la larga lanza a su mano derecha para arrojarla—. Si no hubieras sumergido a tu llorón mocoso mortal en el río sagrado para convertirlo en casi inmortal, Ilión habría triunfado hace diez años.

—Yo no sumergí a nadie en el río —dijo Tetis, adquiriendo su completa estatura y cruzando los brazos levemente escamosos sobre el pecho—. Mi querido Aquiles fue elegido por los Hados para su gran destino, no por mí. Cuando era un recién nacido, y siguiendo el imperioso consejo de los Hados que recibí mentalmente, coloqué de noche al niño en el Fuego Celestial, purgándolo mediante su propio sufrimiento, ¡pero ni siquiera entonces, que era sólo un bebé, mi Aquiles no lloró! de las partes mortales de su padre. Por la noche lo marcaba y quemaba terriblemente. Durante el día curaba su cuerpo quemado y ennegrecido con la misma ambrosía que usamos para refrescar nuestros propios cuerpos inmortales... sólo que esta ambrosía era más efectiva gracias a la alquimia secreta de los Hados. Y hubiese conseguido hacer a mi bebé inmortal, asegurar a Aquiles la inmortalidad divina, si no me hubiera descubierto mi esposo, el simple humano Peleo, quien, al ver a nuestro único hijo retorciéndose y rebulléndose y ardiendo en las llamas, lo agarró por el talón y lo sacó del Fuego Celestial sólo minutos antes de que el proceso de deificación hubiera terminado.

»Luego, ignorando mis objeciones como hacen todos los maridos, el bienintencionado pero entrometido Peleo llevó a nuestro bebé a Quirón, el más sabio de toda la raza de los centauros, el que menos odiaba a los hombres, tutor de muchos héroes, quien atendió a Aquiles durante la infancia, curándolo con hierbas y pócimas que sólo conocen los sabios centauros, y luego lo fue fortaleciendo nutriéndolo con hígado de león y tuétano de oso.

—Ojalá hubiera muerto en las llamas el pequeño bastardo —dijo Afrodita.

Tetis perdió la calma al oírla y se abalanzó sobre la diosa del amor sin blandir otras armas que las largas uñas de hueso de pez que remataban sus dedos.

Con la misma calma que si compitiera en un juego amistoso, Afrodita alzó su arco y atravesó con una flecha el pecho izquierdo de Tetis. La nereida cayó sin vida al suelo y su negra esencia predivina revoloteó alrededor de su cuerpo como un enjambre de abejas oscuras. Nadie corrió a reclamar el cadáver para que lo reparara el Sanador de las tinas de gusanos azules.

—¡Asesina! —exclamó una voz desde las profundidades. El propio Nereo, el Viejo del Mar, se alzó desde las insondables profundidades del lago Caldera del Olimpo, el mismo lago al que se había desterrado a sí mismo ocho meses antes, cuando sus océanos terrenales habían sido invadidos por moravecs y hombres—. ¡Asesina! —tronó de nuevo el gigante anfibio, alzándose veinte metros sobre el agua, su barba mojada y sus rizos trenzados parecidos a una masa de resbaladizas anguilas. Lanzó un rayo de pura energía contra Afrodita.

La diosa del amor salió despedida treinta metros hacia atrás. El campo de fuerza generado por su sangre divina la salvó de la destrucción, pero no de las llamas y magulladuras cuando su hermoso cuerpo chocó contra las dos enormes columnas que se alzaban delante del Salón de los Dioses y luego atravesó la gruesa pared de granito.

Ares, su amante hermano, clavó su lanza en el ojo derecho de Nereo. Rugiendo con tanta fuerza que su dolor pudo oírse en Ilión, situada infinitamente más abajo, el Viejo del Mar se arrancó la lanza y el globo ocular y desapareció bajo las olas cubiertas de espuma roja.

Febo Apolo, dándose cuenta de que la Guerra Final había empezado, alzó su arco antes de que Hera o Atenea pudieran reaccionar y disparó dos flechas buscadoras de calor que se dirigieron a sus corazones. Apuntó y disparó más rápido de lo que ningún ojo mortal podía captar.

Las flechas (ambas de titanio irrompible, recubiertas de sus propios campos cuánticos para atravesar otros campos de fuerza) se detuvieron, sin embargo, en el aire. Y se derritieron.

Apolo se quedó de piedra.

Atenea echó hacia atrás la cabeza y soltó una risotada.

—Te has olvidado, advenedizo, de que cuando Zeus no está presente la égida está programada para obedecer nuestras órdenes, de Hera y mías.

—Tú empezaste esto, Febo Apolo —dijo suavamente Hera, la de los níveos brazos—. Ahora siente toda la fuerza de la maldición de Hera y la furia de Atenea.

Hizo un levísimo gesto y un peñasco que pesaba al menos media tonelada que había al borde del agua se alzó del suelo del Olimpo y se abalanzó hacia Apolo a tal velocidad que rompió dos veces la barrera del sonido antes de golpear al arquero en la cabeza.

Apolo voló hacia atrás con gran estruendo y un chisporroteo de oro y plata y bronce, dando siete volteretas en su caída, los apretados rizos polvorientos y manchados de barro del lago.

Atenea se volvió y arrojó una lanza de guerra. Cuando cayó al otro lado del lago Caldera, el hogar de blancas columnas de Apolo explotó en una seta de fuego y un millón de lascas de mármol y granito y acero se alzaron tres kilómetros hacia el titilante campo de fuerza situado sobre la cumbre.

Deméter, hermana de Zeus, lanzó una onda de choque a Atenea y Hera que sólo plegó el aire y rodeó su pulsante égida, pero que alzó a Hefesto un centenar de metros en el aire y lo hizo caer al otro lado de la cumbre del Olimpo. Hades, con su armadura roja, respondió con un cono de fuego negro que arrasó templos, tierra, agua y aire en su estela.

Las nueve musas gritaron y se unieron al grupo de Ares. Los rayos brotaban de los carros que TCeaban de ninguna parte y de la titilante égida lanzada por Atenea. Ganímedes, el copero inmortal en nueve décimas partes, cayó en tierra de nadie y aulló mientras su carne divina ardía sobre sus huesos mortales. Eurínome, hija de Océano, se unió a Atenea, pero fue inmediatamente capturada por una docena de Furias, que aleteaban y se agrupaban a su alrededor como enormes murciélagos vampiros. Eurínome gritó y fue arrastrada por encima del campo de batalla y más allá de los edificios incendiados.

Los dioses corrieron hacia sus carros. Algunos se TCearon, pero la mayoría se enzarzó en la lucha a un lado u otro de la gran Caldera. Los campos de energía destellaban en rojo, verde, violeta, azul, dorado y una miríada de otros colores mientras los individuos convertían sus campos personales en escudos concentrados de lucha.

Nunca en la historia los dioses habían combatido de modo parecido: sin cuartel, sin piedad, sin la habitual cortesía profesional, sin ninguna seguridad de resurrección en las muchas manos del Curador y sin la esperanza de las tinas curadoras ni (lo peor de todo) ninguna intervención del Padre Zeus. El Tronante siempre había estado allí para contenerlos, para dominarlos, para amenazarlos y reducir su ira asesina contra sus compañeros inmortales. Pero no aquel día.

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