En épocas pasadas, los niños se hacían más valiosos al envejecer los padres y abandonarles las fuerzas para mantenerse por medio de la caza, la recolección o la agricultura. En el Tercer Mundo, los padres que envejecen no pueden contar con fondos privados de pensiones, pagos de seguridad social, asignaciones de beneficencia, bonos alimentarios o cuentas corrientes; sólo pueden contar con sus hijos.
Cuanto más rápido pasen los niños de consumir más de lo que producen a producir más de lo que consumen, mayor será el número de hijos que los padres tratarán de criar. Pero al intentar sacar pleno provecho de la potencial contribución de la prole al bienestar parental, las parejas deben prever la posibilidad de que, aunque se entreguen de todo corazón a la crianza de cada niño nacido, algunos fallecerán inevitablemente a corta edad, víctimas de heridas o enfermedades. En consecuencia, suelen pecar por exceso respecto del ideal perseguido, aumentando el número de nacimientos de forma proporcional a las tasas de mortalidad postneonatal e infantil. En la India rural, por ejemplo, los estudios han demostrado que muchas parejas consideran que tres es el número óptimo de hijos, pero sabiendo que más de uno de cada tres nacidos fallece antes de alcanzar la madurez, no utilizan anticonceptivos ni ningún otro método para deslindar el sexo de la reproducción hasta haber procreado cuatro o cinco hijos. De ahí que no haya que temer que los esfuerzos por reducir la mortalidad postneonatal e infantil ocasionen una intensificación del problema demográfico. Unas criaturas más sanas implican generalmente un menor número de criaturas por pareja. Pero no cabe esperar que el descenso de las tasas de mortalidad postneonatal e infantil reduzca efectivamente la tasa de crecimiento demográfico ya que, si no cambian otros factores, las parejas seguirán intentando tener el mismo número de hijos vivos.
Los padres del Tercer Mundo también tienen en cuenta los diferentes tipos de costes y beneficios que cabe esperar de criar hijos de sexo masculino y de sexo femenino, respectivamente. Allí donde la contribución a la producción del varón sea más decisiva que la de la mujer, las parejas del Tercer Mundo preferirán los niños a las niñas. Como mostraré más adelante con mayor detalle, la fuerza bruta explica con frecuencia esta predilección. Los hombres son sólo marginalmente más fuertes que las mujeres, pero en materia de productividad las diferencias marginales pueden revestir una importancia de vida o muerte. La preferencia por los muchachos es particularmente pronunciada allí donde, debido a su dureza, el suelo deba desbrozarse mediante un arado manual y una yunta de bestias escasamente dispuestas a cooperar. Tal es el caso de la India septentrional, productora de trigo, donde las esperanzas de las parejas campesinas se cifran en procrear dos varones que alcancen la madurez y el nacimiento de hijas suscita poca alegría. Ahora bien, para garantizar la supervivencia de al menos dos varones, hay que «pecar por exceso», engendrando tres. Y como según todas las probabilidades algunos nacimientos serán de sexo femenino, es fácil que las parejas procreen cinco o seis veces antes de alcanzar la meta de tres hijos varones en condiciones de sobrevivir. En la India meridional y la mayor parte del sudeste asiático e Indonesia, el cultivo principal no es el trigo, sino el arroz. El arado de los arrozales ocupa un lugar menos importante que la conducción de los animales por el barro, en tanto que las operaciones decisivas son el transplante y la escarda, actividades que las mujeres pueden realizar con idéntica eficacia que los hombres. En estas regiones, los padres carecen de prejuicios contra la descendencia de sexo femenino y tienen tantas hijas como hijos.
La población agraria del Japón fue en su momento la más eficaz administradora del proceso de reproducción de todo el mundo. Durante el siglo XIX, los matrimonios campesinos ajustaban matemáticamente el tamaño y la composición sexual de su prole al tamaño y fertilidad de sus tierras. El ideal del pequeño propietario era tener dos hijos, chico y chica; las gentes con propiedades más grandes trataban de procrear dos varones y una o dos muchachas. Pero los japoneses no se conformaban con esto. Tal como expresa el dicho todavía popular, «primero la chica, después el chico», intentaban tener primero una hija y después un hijo. Según G. William Skinner, este ideal era reflejo de la práctica de asignar a una hermana mayor el trabajo de ocuparse de los primogénitos varones. También reflejaba la expectativa de que el primogénito varón sustituyera al padre al frente de la explotación a una edad en que el segundo se encontrara dispuesto a retirarse y el primero fuera aún lo suficientemente joven para no estar resentido debido a una larga espera sucesoria. Una complicación adicional dependía de la edad a que se casaban las parejas. Un hombre maduro no se podía arriesgar a retrasar la procreación de un hijo varón y, por lo tanto, podía considerarse afortunado si el primer descendiente lo era. Dado que los padres no tenían forma de determinar el sexo del hijo antes del nacimiento, el único método para cumplir estos precisos objetivos reproductores consistía en practicar un infanticidio sistemático.
Previsiblemente, toda reducción del valor del trabajo infantil en la agricultura reducirá las tasas de natalidad. Si al mismo tiempo los rendimientos económicos esperados de la inversión parental en éstos se pueden multiplicar escolarizando a los niños y dándoles la necesaria formación para que puedan realizar trabajos intelectuales, las tasas de natalidad pueden decaer muy rápidamente. En efecto, los padres sustituyen la estrategia de criar un montón de peones agrícolas escasamente instruidos por la de tener únicamente unos cuantos hijos bien formados que aspiren a empleos bien remunerados e influyentes. Numerosos estudios monográficos avalan esta conclusión, pero aquí nos limitaremos a un ejemplo revelador. En el decenio de 1960, investigadores de la Universidad de Harvard eligieron una población llamada Manupur, en el estado de Punjab de la India noroccidental, como centro de un proyecto cuyo objetivo se cifraba en reducir las tasas de reproducción facilitando anticonceptivos y ofreciendo operaciones de vasectomía. En un estudio de acompañamiento, Mahmood Mamdani constató que, aunque a los aldeanos no les costaba trabajo aceptar la idea de la planificación familiar, sólo accedían a dejarse esterilizar o a utilizar anticonceptivos una vez alcanzado el objetivo de los dos varones en condiciones de sobrevivir. «¿Para qué pagar 2.500 rupias por mano de obra [contratada] adicional?», se preguntaban. «¿Por qué no tener un hijo varón?». Quince años después los investigadores, al regresar a Manupur, se asombraban de comprobar que las mujeres utilizaban anticonceptivos y que había disminuido sensiblemente el número de hijos deseados por pareja. La razón subyacente a esta transformación era que, una vez concluido el primer estudio, sus habitantes se habían visto inmersos en el proceso de cambio tecnológico y económico que convirtió al Punjab en uno de los estados más desarrollados de la India. La mayor utilización de tractores, pozos de regadío, herbicidas químicos y cocinas de queroseno había reducido considerablemente el valor de la mano de obra infantil. Los niños ya no eran necesarios para conducir el ganado hasta los pastos, escardar los campos cultivados o recoger estiércol para combustible en la cocina. Al mismo tiempo, los habitantes de Manupur empezaron a cobrar conciencia de las oportunidades de empleo en empresas y oficinas de los sectores público y privado. La propia realización de las faenas agrícolas mecanizadas y financiadas por entidades de crédito, les exigía una preparación nueva, que comprendía cierto dominio de las matemáticas, así como saber leer y escribir. Hoy en día, muchos padres prefieren que sus hijos asistan a la escuela, en vez de aportar trabajo manual. Como resultado, la matriculación en la escuela de enseñanza media pasó del 63 al 81 por ciento, en el caso de los varones, y del 29 al 63, en el de las muchachas. Y en la actualidad los padres de Manupur desean que al menos un hijo varón realice un trabajo intelectual, de modo que no toda la familia esté empleada en la agricultura; muchos planean incluso enviar a sus hijos e hijas a estudiar en la universidad.
Las tasas de reproducción de las minorías étnicas y raciales menos favorecidas y las de los países del Tercer Mundo guardan una interesante semejanza. En ambos casos, las gentes se ven aparentemente empujadas a tener más hijos de los que se podrían permitir y a costa del bienestar de los padres. No obstante, dudo que esto sea lo que realmente sucede. En los Estados Unidos, por ejemplo, se diría que las mujeres que habitan en los centros urbanos más degradados, despreciando olímpicamente su propio porvenir, no paran de quedarse embarazadas. Sin embargo, entiendo que la clave de esta situación no es que no puedan dominar su sexualidad, sino que al quedar embarazadas se hacen acreedoras a ayudas sociales que incrementan sensiblemente los beneficios netos de la crianza de hijos en comparación con los beneficios netos que pueden esperar de sus embarazos las mujeres de su misma clase no acogidas a este tipo de prestaciones. En la ciudad de Nueva York, la maternidad otorga a una mujer acogida a la beneficencia derecho a una paga mensual de ayuda, subvenciones de vivienda, asistencia médica gratuita y prestaciones educativas. Las madres de los ghettos también reciben ayuda de una vasta red de parientes y esposos temporales. Y los niños del ghetto, a diferencia de los de clase media, empiezan a sufragar su propio mantenimiento en la adolescencia gracias a trabajos a tiempo parcial, pequeños robos y venta de droga. Además, las mujeres de los ghettos acogidas a la beneficencia desean tener hijos varones casi tan ardientemente como las familias indias. Estudios realizados por Jagna Sharff en el Lower East Side de Manhattan muestran que las madres necesitan hijos que las protejan frente a ladrones, asaltantes y vecinos poco amistosos. Y siendo el homicidio el principal factor de mortalidad entre los jóvenes de sexo masculino del ghetto, si desean esa protección, las madres deben pecar por exceso, igual que los agricultores indios, al perseguir su objetivo. Dadas las generalmente nulas perspectivas de éxito de estas mujeres, carentes de instrucción, a la hora de competir por empleo y estatus social con mujeres de clase media con una sólida formación, lo más probable es que no les vaya peor con tres o cuatro hijos que con uno o dos. Ciertamente, por término medio, en las circunstancias en que se hallan es más beneficioso para ellas tener uno o dos que ningún hijo.
Por supuesto, la vida a que se condena a estas criaturas garantiza la perpetuación de una clase inferior, a un coste y oprobio moral enormes para el resto de la sociedad. Pero la irracionalidad del sistema no depende de la madre individual del ghetto. Ella no es culpable del fracaso del sistema educativo, ni de la falta de empleos bien remunerados, ni del cáncer de la discriminación racial. No es culpa suya que se le pague más por traer hijos al mundo que por no traerlos. Los ejemplos que he examinado muestran que los padres adaptan su inversión procreadora al objetivo de mejorar la contribución neta de los hijos a su bienestar. Por lo tanto, es posible predecir el aumento o la reducción de las tasas reproductoras sin tomar en consideración el efecto de una adaptación particular sobre la tasa global de éxito reproductor. Todo lo que hace falta saber es si, dadas las circunstancias, las necesidades, pulsiones o apetitos biopsicológicos de los padres se satisfacen mejor procreando más o menos hijos. Con todo, subsiste la posibilidad de que de alguna forma la selección natural haya conseguido asegurarse de que cualesquiera reajustes procreadores, al alza o a la baja, que los humanos efectúen de acuerdo con los principios de la selección cultural maximicen también en todos los casos el éxito reproductor de acuerdo con los principios de la selección natural. Para salir de este callejón sin salida hacen falta pruebas de que los cambios a la baja en el número de hijos por mujer no aumentan, sino que a menudo reducen inequívocamente las tasas globales de éxito reproductor. Las pruebas al efecto se hallan bien a mano.
Las recientes tendencias demográficas en regiones del Tercer Mundo en vías de modernización como el Punjab guardan una estrecha semejanza con los grandes cambios en las tasas de reproducción que caracterizaron las transiciones de las sociedades agrarias a las sociedades industriales en los siglos XIX y XX. Como en el caso de Manupur, los cambios en los costes y beneficios asociados a la crianza de los hijos explican las reducidas tasas de reproducción que actualmente prevalecen en las sociedades industriales avanzadas de Oriente y Occidente. ¿Por qué? Porque la industrialización elevó los costes de la procreación. Las técnicas indispensables para ganarse la vida comenzaron a exigir un aprendizaje más prolongado. Así, los padres tenían que esperar mucho tiempo antes de poder recibir ningún beneficio económico de su prole. Al mismo tiempo, se transformó completamente la forma en que la gente se ganaba la vida. Los miembros de la familia dejaron de trabajar en la explotación o el establecimiento familiares. En vez de ello, pasaron a trabajar individualmente a cambio de un salario en fábricas y oficinas. Que la crianza de hijos rindiera beneficios pasó a depender de la buena voluntad de éstos en cuanto a ayudar a sus padres en las crisis médicas y financieras que les agobian en la vejez. Pero el aumento de la longevidad y el incremento galopante de los costes médicos convierten ahora en un objetivo cada vez menos realista que los padres esperen semejante ayuda de sus vástagos. Hoy en día, los países industrializados no tienen más remedio que sustituir el sistema preindustrial, en el que los hijos se hacían cargo de sus ancianos padres, por asilos y seguros médicos de vejez. No es extraño, pues, que en muchos países industrializados la tasa de fecundidad haya descendido por debajo de la cifra de 2,1 hijos por mujer, necesaria para impedir el decrecimiento de la población. La ulterior transformación de las economías industriales desde la producción de bienes a la producción de información y servicios está acentuando esta tendencia. Las modernas parejas de clase media no tienen descendencia a menos que los dos cónyuges posean una fuente de ingresos y, como resultado, se posponen los matrimonios. Las parejas que contraen matrimonios tardíos se fijan como meta un único hijo y un número cada vez mayor de jóvenes se niega a apostar por las formas de unión sexual y familiar tradicionales.