Las repercusiones de la matrilocalidad sobre el estatus femenino trascienden la esfera doméstica. En el momento en que los varones transmiten a los parientes femeninos las responsabilidades de gestión en lo que atañe al cultivo de la tierra, las mujeres entran en posesión de los medios para influir en las decisiones políticas, militares y religiosas.
Permítaseme ilustrar estas generalizaciones con un ejemplo concreto. Desde sus poblados rodeados de empalizadas en el interior del estado de Nueva York, los matrilocales iroqueses enviaban ejércitos de hasta 500 guerreros a efectuar incursiones contra objetivos situados en territorios tan alejados como Quebec e Illinois. Al regresar a su tierra natal, el guerrero iroqués se reunía con la esposa y los hijos en el hogar que le correspondía dentro de una «casa larga». Los asuntos de esta vivienda comunitaria los administraba una mujer de cierta edad que era pariente próxima por el lado materno de la esposa del guerrero. Esta matrona se ocupaba de organizar el trabajo, en casa y en los campos, de las mujeres de la «casa larga». Asimismo, se encargaba del almacenamiento de las cosechas y de administrar el consumo según las necesidades. Cuando no se hallaban ausentes en algún tipo de expedición —las ausencias de un año eran corrientes—, los maridos dormían y comían en estas «casas largas» dirigidas por mujeres, pero carecían virtualmente de control alguno sobre las formas de vida y trabajo de sus esposas. Si un marido era mandón o poco cooperativo, la matrona podía ordenarle en cualquier momento que recogiese su manta y partiera, dejando la prole al cuidado de la esposa y las demás mujeres de la vivienda.
Por lo que se refiere a la vida pública, el vértice oficial del poder político entre los iroqueses era el consejo de ancianos, compuesto de jefes electos de sexo masculino procedentes de diferentes aldeas. Las matronas de las «casas largas» designaban a los miembros de este consejo y podían impedir que figurasen en él hombres a los que se oponían. Pero ellas mismas no participaban en él. En vez de ello influían en las decisiones de éste gracias a su control de la economía doméstica. Si una acción propuesta no era de su agrado, las matronas podían retener los alimentos, los cinturones de cuentas, las labores de pluma, los mocasines, los cueros y las pieles guardados en almacenes bajo su control. Los guerreros no podían embarcarse en aventuras exteriores a menos que las mujeres llenaran sus bolsas de piel de oso con la pasta de maíz seco y miel que comían en sus expediciones. Tampoco se podían celebrar festivales religiosos a menos que las mujeres accediesen a ceder los suministros necesarios. Ni siquiera el consejo de ancianos podía reunirse si las mujeres decidían retener los alimentos indispensables para la ocasión. Pero, a fin de cuentas, la subordinación del varón en sociedades matrilocales como la iroquesa no alcanza ni de lejos el grado de subordinación de la mujer en las aldeas ferozmente machistas de las tierras altas de Papúa Nueva Guinea. Pese a controlar las «casas largas» y los factores artesanales y agrícolas de la producción, las mujeres iroquesas no humillaban, degradaban y explotaban a sus hombres. Y en cuanto al ámbito político, se puede afirmar a lo sumo que la mujer poseía casi tanta influencia como el varón, pero sólo por medios indirectos. ¿A qué se debe esto?
¿Por qué no da lugar la matrilocalidad a una inversión completa del complejo patriarcal? ¿Cuál es la razón de ser de esta asimetría? ¿Por qué existen patriarcados pero no matriarcados?
Una respuesta que no puedo aceptar es que la naturaleza femenina impide a las mujeres hacer a los hombres lo que éstos les han hecho a ellas. Esta idea (que, dicho sea de paso, sirve de inspiración común a sociobiólogos y feministas radicales) la desmiente el comportamiento de las mujeres respecto de los enemigos cautivos en sociedades matrilocales. Por ejemplo, los tupinambás del Brasil torturaban, desmembraban y devoraban a sus prisioneros de guerra. Esta práctica servía a varios propósitos: era una forma de guerra psicológica encaminada a desmoralizar al enemigo; endurecía a los futuros guerreros, acostumbrándoles a la situación de infligir dolor y sufrimiento a otros seres humanos, y desalentaba toda idea de rendición en los guerreros ya que se podía esperar que el enemigo fuese igual de brutal. Las mujeres participaban con entusiasmo en estas muertes por tormento: insultaban a los prisioneros atados, acercaban tizones a sus genitales y reclamaban a gritos trozos de carne cuando finalmente expiraban y eran cortados para ser devorados. Por lo tanto, dudo mucho que la ausencia del matriarcado tenga algo que ver con la existencia de «frenos femeninos» a la crueldad y la falta de piedad. Mientras los hombres monopolizaron las armas y las artes de la guerra, las mujeres carecieron de los medios para mandar, degradar y explotar a los varones, en una imagen simétrica del patriarcado. Fue una falta de poder, no de rasgos masculinos, lo que impidió que las mujeres volvieran las tornas. Porque al igual que produjo las condiciones que dieron origen a la matrilocalidad, la guerra puso también límites a la capacidad de las matronas matrilocales para subordinar a los hombres sin suplantarlos en el campo de batalla.
A lo largo de la evolución, las sociedades organizadas en bandas y aldeas y las jefaturas igualitarias se transformaron, una y otra vez, en jefaturas y Estados estratificados, caracterizados por la existencia de clases dominantes y gobiernos centralizados. Más adelante, examinaremos es tas transformaciones e intentaremos explicar por qué ocurrieron. Ahora, sin embargo, debo decir algo sobre las vicisitudes por las que atraviesa la condición femenina en estos procesos. Aunque las sociedades estratificadas poseen ejércitos más numerosos y hacen la guerra a una escala mucho mayor que las sociedades no clasistas, las repercusiones de ésta para la mujer son menos directas y, en general, menos odiosas que en las sociedades organizadas en bandas y aldeas. La diferencia obedece al hecho de que la práctica de las actividades bélicas se convierte en una especialidad reservada a profesionales. La mayoría de los varones ya no es entrenada desde la infancia en la caza de hombres, ni siquiera en la caza de animales (ya que subsisten pocos animales que cazar, excepto en los cotos del soberano). En vez de ello, se ven reducidos a la condición de campesinos desarmados no menos temerosos de los soldados profesionales que sus esposas e hijos. En estas circunstancias, cobran importancia otros factores determinantes del comportamiento sexual y de los papeles sociales atribuidos a cada sexo. No pretendo afirmar que la guerra dejase de ocasionar una demanda de machos adecuados que poder entrenar como guerreros. Pero la mayoría de las mujeres ya no tenía que tratar con maridos cuyas dotes para la violencia se hubiesen curtido en el campo de batalla. Así pues, el estatus femenino mejoró o empeoró dependiendo de otras circunstancias.
Relaciones entre los dos sexos favorables a las mujeres, en el marco de jefaturas y Estados preindustriales, se daban en las regiones boscosas del África occidental. En las sociedades yoruba, ibo, igbo y dahomey, las mujeres eran propietarias de tierras y cultivaban sus propios productos. Las mujeres dominaban los mercados locales y podían acumular una riqueza considerable gracias al comercio. Para casarse, los varones tenían que pagar el precio de la novia —azadas de hierro, cabras, telas y, en tiempos más recientes, dinero—, transacción en sí misma indicativa de que el novio y su familia y la novia con la suya coincidían en apreciar que ésta era una persona sumamente valiosa y de que sus padres y parientes no estaban dispuestos a renunciar a ella sin que se les indemnizase por la pérdida de sus capacidades ecónomicas y reproductoras. De hecho, los pueblos del África occidental estimaban que tener muchas hijas era ser rico.
No existía la doble moral en la conducta sexual. Aunque los hombres practicaban la poliginia, sólo podían acceder a ella una vez consultada la primera esposa y obtenido su permiso. Las mujeres, por su parte, disfrutaban de considerable libertad de movimientos para viajar a las ciudades con mercado, donde muchas veces vivían aventuras extramaritales. Además, en numerosas jefaturas y Estados del África occidental las propias mujeres podían abonar el precio de la novia y «desposar» a otras mujeres. En la sociedad dahomey (de cuyas mujeres guerreras se habló en un capítulo anterior) el marido femenino construía una casa para su «esposa» y tomaba las medidas necesarias para que un consorte embarazase a ésta. Pagando los precios de la novia por varias de estas «esposas», una mujer ambiciosa podía hacerse con el control de una diligente unidad doméstica y adquirir riqueza y poder.
Las mujeres africano-occidentales también alcanzaban un alto estatus fuera de la esfera doméstica. Pertenecían a clubs femeninos y sociedades secretas, tomaban parte en los consejos de aldea y se movilizaban en masa cuando los abusos de los varones exigían reparación.
Entre los igbos de Nigeria, las mujeres se reunían en consejos para debatir asuntos que afectasen a sus intereses como comercian tes, agricultoras o esposas. Un varón que infringiese las normas mercantiles de las mujeres, permitiese que su cabra devorase los cultivos de una mujer o maltratase a la esposa, se exponía a una venganza colectiva. Una multitud de mujeres aporreando su choza podía despertarle en medio de la noche. Las mujeres bailaban danzas indecentes, entonaban canciones en las que se burlaban de su virilidad y utilizaban el patio de su casa como letrina hasta que éste prometiese enmendarse. A esto lo llamaban «sentarse sobre un hombre».
Los gobernantes supremos de estos Estados y jefaturas del África occidental eran casi siempre de sexo masculino. Pero sus madres y hermanas y otros parientes femeninos ocupaban cargos que conferían a las mujeres un poder considerable tanto sobre los varones como sobre las mujeres. En algunos reinos yorubas, la parentela femenina del rey dirigía los principales cultos religiosos y administraba las dependencias reales. Quien quisiera organizar rituales, celebrar fiestas o convocar a las brigadas de trabajo comunitarias tenía que tratar con estas poderosas mujeres antes de poder acceder al rey. Entre los yorubas, existía un cargo ocupado por mujeres y denominado «madre de todas las mujeres», una especie de reina de las mujeres que coordinaba los intereses femeninos en la administración, impartía justicia, dirimía disputas y decidía qué posiciones debían adoptar las mujeres respecto de la apertura y mantenimiento de mercados, la recaudación de tasas y peajes, las declaraciones de guerra y otros importantes asuntos públicos. Al menos en dos reinos yorubas, Ijesa y Ondo, es posible que el cargo de «reina de las mujeres» fuese tan poderoso como el de «rey de los hombres». Por cada grado jerárquico por debajo del «rey de los hombres» existía un correspondiente grado femenino por debajo de la «reina de las mujeres». Cada uno se reunía por separado con su consejo de jefes o jefas para estudiar asuntos de Estado, se comunicaban mutuamente lo que sus respectivos partidarios les hubiesen aconsejado, transmitían esta información a sus consejos y esperaban nuevas decisiones, aprobatorias o desaprobatorias, antes de emprender ninguna acción. Por desgracia, mi fuente no indica qué ocurría cuando las dos partes estaban en desacuerdo. Sospecho que como la mitad masculina controlaba el ejército, a la hora de la verdad probablemente impondría sus puntos de vista. Con todo, en comparación con otros Estados y jefaturas agrícolas, el grado de igualdad entre ambos sexos del África occidental sigue siendo impresionante.
Piénsese, por ejemplo, en el caso de la India septentrional. En el África occidental no existen ni el elevado índice de infanticidio ni la preferencia por los hijos varones que se analizaron en el capítulo titulado «La frustración de la reproducción». Otra diferencia llamativa es que, en la India septentrional, el hombre que tenía muchas hijas las consideraba no como una mina, sino como una catástrofe económica. En lugar de recibir un pago por la novia, el padre abonaba a cada marido una dote en joyas, telas o dinero. En los últimos tiempos, a algunos maridos descontentos o avariciosos les ha dado por reclamar dotes complementarias. Esto ha originado una oleada de «quemas de la novia» en las que los maridos rocían con queroseno y prenden fuego a las esposas que no logran facilitar una compensación adicional, alegando después que éstas se mataron en accidente de cocina. Hablando de quemas, la cultura del norte de la India ha sido siempre extremadamente hostil hacia las viudas. En tiempos pretéritos, se daba a la viuda la oportunidad de unirse al marido en la pira funeraria. Ante la perspectiva de una vida de reclusión, sin esperanzas de nuevo matrimonio, sujetas a tabúes alimentarios que virtualmente las mataban de hambre y acuciadas por el sacerdote familiar y los parientes del esposo, muchas mujeres preferían la muerte en la hoguera a la viudedad. El contraste con el trato que recibían las viudas en el África occidental es notable. Allí las viudas desposaban con frecuencia al hermano del marido —institución denominada levirato— y sus perspectivas vitales eran rara vez tan sombrías como en el norte de la India.
¿A qué obedecen estas diferencias?
Las vicisitudes del estatus femenino en jefaturas y Estados reflejan el grado en que el sexo masculino conseguía utilizar sus ventajas de musculatura y altura para controlar procesos tecnológicos fundamentales, tanto para la guerra como para la producción. Cuando hombres y mujeres están igualmente capacitados para desempeñar funciones militares y pro ductivas de importancia vital, el estatus femenino asciende hasta alcanzar la paridad con el masculino. Pero si hay aspectos esencia les de la producción o de la actividad bélica que los varones realizan con más eficacia que las mujeres, el estatus de éstas será inferior.
El contraste entre el estatus femenino en el África occidental y en la India ilustra este principio. Estas regiones poseían tipos de agricultura muy diferentes: uno en que ambos sexos estaban igual de capacitados y otro en que los varones disfrutaban de una decisiva ventaja física. En el África occidental, la principal herramienta agrícola no era el arado tirado por bueyes, como en la india septentrional, sino la azada de mango corto. Los habitantes de esta región no utilizaban arados porque en su hábitat, húmedo y umbroso, la mosca tsetsé hacía sumamente difícil la cría de animales de tiro. Además, los suelos no se secan y endurecen como sucede en la árida India septentrional, de modo que, sin otra herramienta que simples azadas, las mujeres podían ser tan eficaces como los varones a la hora de preparar los campos y no necesitaban a los varones para plantar, cosechar y comercializar sus cultivos. En la India septentrional, la contribución de ambos sexos a la agricultura era menos favorable a las mujeres. Los hombres monopolizaban el manejo de los arados tirados por bueyes y éstos eran indispensables para roturar los duros suelos. El varón se alzó con este monopolio por las mismas razones que le llevaron a alzarse con el monopolio de las armas cinegéticas y bélicas: su mayor fuerza física le permitía ser entre un 15 y un 20 por ciento más eficaz que una mujer. Esta ventaja marcaba muchas veces la diferencia entre la supervivencia y la muerte por inanición, en especial durante sequías prolongadas, cuando cada centímetro que penetrara en tierra la reja del arado y cada minuto de menos que necesitara un par de bueyes para completar un surco eran decisivos para conservar la humedad. Como comprobó Morgan D. Maclachlan, de la Universidad de Carolina del Sur, en su estudio sobre la división sexual del trabajo en una aldea del estado de Karnataka, la cuestión no es si cabe o no enseñar a las mujeres a manejar un arado y una pareja de bueyes, sino si, en la mayoría de las familias, enseñárselo a los hombres permite obtener cosechas más abundantes y seguras. Maclachlan determinó que el arado tipo viene a pesar unos 20 kilos y que una pareja de bueyes posee una fuerza de tiro equivalente a 90 kilos. Hasta el final de la jornada, el labrador tiene que guiar su voluminoso equipo de arado a lo largo de una distancia de casi 40 kilómetros, procurando que los surcos salgan derechos y tengan una profundidad máxima y uniforme. Según Maclachlan, los jóvenes que carecen de la fortaleza de los hombres maduros lo hacen bien durante un corto período de tiempo, pero al cabo de unas cuantas horas el arado comienza a temblar, rebotando en el suelo, y los surcos se tuercen.