E1 hecho de comer demasiado, en sí mismo, no es responsable de la obesidad. Ninguna ley fisiológica dispone que la sobrealimentación deba conducir al exceso de peso. La comida excedentaria podría sencillamente eliminarse. El problema subyace en la extraordinaria eficacia con que nuestros organismos convierten en grasa la comida excedentaria y en el almacenamiento de dicha grasa en «depósitos» especiales situados en pecho, abdomen, nalgas, caderas y muslos. Al convertir la energía excedentaria en grasa almacenada, el organismo ahorra el 98 por ciento de las calorías que no son necesarias para funciones metabólicas inmediatas. Además, por si fuera poco, la cantidad de calorías necesaria para mantener el equilibrio metabólico varía mu cho de una persona a otra. A igualdad de peso y de altura, algunas personas perderán peso con 2.000 calorías en tanto que otras lo ganarán. Una calamidad aún mayor resulta de la capacidad del organismo para convertir con más eficacia la comida en energía cuando se ingiere una cantidad reducida de calorías. Las dietas sirven de entrenamiento al organismo para mejorar su eficacia como máquina energética. Como consecuencia de ello, estar continuamente a dieta es como subir una piedra por una cuesta que se empina a medida que empujamos la piedra. Por supuesto, esto no representa ningún problema para dos tercios de la población mundial, que no pueden comer lo bastante para engordar, con independencia de lo eficaces que hayan llegado a ser sus organismos a la hora de transformar la comida en energía.
La capacidad de convertir la energía alimentaria excedentaria en grasa almacenada es una herencia biológica conformada por la experiencia de los homínidos durante toda la época preindustrial. El hambre es el núcleo de dicha experiencia. Pero no sólo el hambre mortífera de otros guetos de Varsovia, causada por batallas, asedios y derrotas, o por vendavales, sequías, heladas y terremotos destructores, sino también el hambre causada por períodos cíclicos de privación alimentaria debidos a la escasez estacional de animales de caza o de vegetales, recolectados o cultivados. Pocos han sido los antepasados que no tuvieran que vérselas con un ritmo anual de escasez y abundancia.
Los cazadores-recolectores y los agricultores sedentarios contemporáneos sufren también períodos de hambre. Estos tienen lugar en diferentes épocas del año, dependiendo del sistema de producción alimentaria. Entre los esquimales, las vacas flacas tenían lugar en verano, época en que ya no se podía cazar ballenas con arpón cuando subían a la superficie para respirar por agujeros en el hielo. En la Amazonia, el hambre la traía la estación de las lluvias, porque los ríos se volvían demasiado anchos y rápidos para poder atrapar los peces y las presas terrestres se dispersaban, dificultando enormemente la caza. Los pueblos agrícolas sufrían generalmente sus períodos de hambre mientras los cultivos maduraban y aún no estaban listos para la cosecha. Así se ponía de relieve en un estudio clásico sobre la estación del hambre en África, realizado por la antropóloga Audrey Richards entre los bembas de Zambia. En muy contadas ocasiones cosechaban los bembas suficiente mijo, su cultivo básico, para aguantar más de nueve meses. Durante los tres meses que faltaban hasta la nueva cosecha, sólo hacían una de las dos comidas habituales, renunciaban a los bocados entre comidas y a la cerveza de mijo, y subsistían a base de calabazas, setas y orugas. Para reducir el déficit de calorías, pasaban la mayor parte del tiempo sin hacer nada. Algunos días se quedaban sencillamente en la cama bebiendo agua e inhalando rapé. Durante las temporadas de hambre en África, son normales pérdidas de peso del 8 por ciento.
Cuando termina la temporada de hambre, las personas no se limitan a recuperar el porcentaje medio de consumo de alimentos. Las cosechas estacionales, de alimentos cultivados o silvestres, van indisociablemente aparejadas a estallidos rituales de sobrealimentación. El festín sigue al ayuno, exactamente como ocurría con los voluntarios de Keys.
Los últimos adelantos en el estudio de huesos y dientes humanos prehistóricos prueban que nuestros antepasados de la Edad de Piedra seguían pautas de ayuno y festín esporádicos mezclados con períodos ocasionales de hambre prolongada. Las observaciones clínicas demuestran que en los niños y adolescentes que sufren graves privaciones alimentarias, aunque sólo sea durante una semana, los huesos largos de las extremidades dejan de crecer. Al reanudarse el crecimiento normal, la densidad del hueso en el lugar en que el crecimiento quedó interrumpido es diferente a la del resto del hueso. Los rayos X revelan períodos de crecimiento interrumpido cuando aparecen unas delgadas líneas transversales denominadas «líneas de Harris». Los arqueólogos las utilizan como fuente de información sobre la situación alimentaria de los cazadores-recolectores prehistóricos. Las líneas cuentan con frecuencia la historia de cortos períodos de hambre seguidos por períodos de nutrición durante los cuales se aceleraba el crecimiento.
Los dientes proporcionan otros signos reveladores de la existencia de problemas alimentarios entre las poblaciones prehistóricas. Los períodos de subalimentación prolongada originaban a menudo defectos dentales denominados hipoplasias (franjas descoloridas y picaduras e imperfecciones pequeñas en el esmalte). Los investigadores creen que las hipoplasias representan períodos de privación alimentaria más largos y graves que las líneas de Harris. Un descubrimiento importante consiste en que la frecuencia de las líneas de Harris es mayor y la de las hipoplasias menor entre las poblaciones prehistóricas de cazadores-recolectores que entre las poblaciones prehistóricas posteriores que habitaban en aldeas y dependían de la agricultura para obtener su suministro de comida. Esto supone que los cazadores-recolectores sufrían probablemente más escaseces temporales, pero menos hambres prolongadas, por cuanto disponían de gran movilidad y podían mejorar su dieta mudándose a zonas menos afectadas por la sequía y otras catástrofes naturales. Los agricultores, en cambio, probablemente sufrían sólo un único período de hambre anual. Pero, de vez en cuando, es posible que sus cosechas se malograsen y que padeciesen hambrunas prolongadas sin poder abandonar sus aldeas y sus campos.
Dudo que nuestros antepasados de la era de las glaciaciones pudiesen ganar peso de modo constante como para engordar. Por dos razones. La primera, porque eliminaban las reservas de grasa varias veces al año, a causa de las escaseces temporales de ciertos animales y plantas silvestres cosechables. La segunda, porque con lo que tenían que andar, comer, excavar y transportar, quemaban la mayor parte de las calorías excedentarias que consumían cuando la comida era abundante. Pero ¿qué hay de las curiosas venus de la era de las glaciaciones, que representan a mujeres con pechos, vientres, muslos, caderas y nalgas sumamente desarrollados? Me atrevería a decir que los artistas no habían visto nunca a una mujer gorda en persona. Pero no podían evitar advertir que las mujeres regordetas aguantaban los períodos de hambre mejor que las delgadas y, por consiguiente, dotaban a su imagen femenina ideal de reservas sobrehumanas de grasa.
Para bien o para mal, los festines de la era industrial han perdido algo del significado primordial de la sobrealimentación. Los estadounidenses, por ejemplo, no llegan al Día de Acción de Gracias después de meses de hambruna, con la necesidad imperiosa de reponer los desabastecidos depósitos de grasa. Desde el punto de vista de las calorías, los banquetes modernos asociados a fiestas, bodas, bautizos, cumpleaños y aniversarios son simples ocasiones para elevar los niveles de consumo previos desde más de lo suficiente a mucho más de lo suficiente. La calorías adicionales no nos harán bien, pero para nuestros antepasados, festejar consistía en almacenar grasas y almacenar grasas suponía sobrevivir a la siguiente helada, sequía o período de hambre.
Si es verdad que a nuestros antepasados les resultaba difícil obtener comida suficiente para engordar, se explica entonces por qué nuestro género engorda ahora con tan ta facilidad. La selección natural nunca tuvo la oportu nidad de decantarse contra las personas que, a fuerza de comer, se volvían obesas, dañando sus corazones y sus arterias. Durante mu cho tiempo se ha culpado a las víctimas de la obesidad de su propia enfermedad. La sobrealimentación no es un defecto de la persona lidad, un deseo de regresar al útero, un sucedáneo del sexo o una compensación por la pobreza. Antes al contrario, constituye un de fecto hereditario en el diseño del organismo humano, una debilidad que la selección natural no pudo evitar, como tampoco pudo evitar que nuestra columna vertebral en forma de S ceda por el peso, que se derrumbe el arco del pie, que se apiñen los dientes en nuestras pequeñas mandíbulas, que se infecte el apéndice o que la cabeza de un bebé humano sea demasiado grande para la abertura pélvica de su madre. ¿Castigamos o ridiculizamos a los herniados, a los pies planos, a quienes tienen las muelas del juicio superpuestas o a los bebés que se atascan en el conducto pélvico? ¿Quién tiene la culpa de que la comida sepa tan bien y de que el hambre sea tan dolorosa, estemos gordos o delgados? Por supuesto, no deseo que esto constituya un argumento en favor de renunciar a la lucha contra la obesidad restringiendo el consumo de calorías e incrementando la actividad física. Mi motivación consiste en que deberíamos reconocer que para muchas personas el control del peso es una constante batalla vitalicia contra fuerzas muy superiores.
Esto me lleva a una paradoja: en el pasado, eran los pobres quienes solían estar subalimentados; en la actualidad, en los países desarrollados, son los pobres quienes más posibilidades tienen de estar sobrealimentados. Desde el momento en que empezaron a aparecer las principales diferencias de rango y poder entre los miembros de la sociedad, las clases subordinadas sufrieron más que ninguna la escasez de comida. Las excavaciones arqueológicas realizadas en enterramientos antiguos muestran casi siempre que las personas enterradas con los ajuares más ricos en joyas, vasijas, armas y otros símbolos de rango eran más altas que las personas enterradas en tumbas sin adornos. En Tikal (Guatemala), por ejemplo, los varones de las antiguas élites mayas medían por lo menos 1,70 metros, comparados con los varones plebeyos, que medían sólo 1,55 metros, posiblemente porque la dieta del pueblo era diferente en calorías y proteínas. El mismo tipo de diferencia entre las clases se daba en Inglaterra durante el siglo XIX. Los escolares ingleses ricos que asistían a escuelas privadas elitistas eran, por término medio, 13 centímetros más altos que los escolares pobres, que asistían a escuelas estatales o municipales. Aunque los miembros de las élites no eran necesariamente obesos, los pobres sin duda no sólo eran bajos, sino también delgados. La situación en la actualidad es, en parte al menos, la contraria. Los pobres siguen siendo más bajos que los ricos, pero ahora son también más gordos. No se me oculta que el hambre y la subalimentación se dan todavía entre muchos estadounidenses que carecen de hogar, son pobres de solemnidad y padecen enfermedades mentales. Pero la sobrealimentación es mucho más corriente entre los estadounidenses de ingresos bajos, especialmente entre los empleados de la industria y los servicios que reciben salarios bajos. Existen varias explicaciones de esta paradoja. El control del peso supone conocimientos sobre calorías y nutrición, y sobre las consecuencias perjudiciales de la obesidad que no poseen los pobres. El jogging, el aerobic y el deporte requieren tiempo y son con frecuencia actividades caras. Los alimentos ricos en azúcar y féculas son más baratos que la carne y el pescado, más nutritivos y bajos en calorías. Por último, los empleados de la industria no sindicados y de los servicios que reciben salarios bajos, y las personas que dependen o están a punto de depender de la asistencia social carecen de motivaciones para adecuarse a los cánones de indumentaria y apariencia física que han de observar quienes aspiran a una posición social de clase media. Ahora que las calorías alimentarias son más baratas que el aire puro, la gordura lleva el sello de la pobreza y el fracaso. Nuestro Julio César ya no busca gente a su alrededor que sean gordos*. Para ganarse la confianza delas altas esferas, se debe tener aspecto espigado y hambriento. (Alusión al Julio César de Shakespeare: «Rodeadme de hombres gordos, hombres de poca cabeza, que duermen bien toda la noche. Allí está Casio con su aspecto escuálido y hambriento. Piensa demasiado. Hombres así son peligrosos» (acto I, escena 2). Traducción de José A. Márquez. Col. Obras Inmortales, EDAF, Madrid, 1975. [N. de los T.]).
Un organismo humano en funcionamiento consta de mi les de proteínas, grasas e hidratos de carbono diferentes, así como de otras moléculas. El propio organismo sintetiza la mayor parte de estas sustancias a partir de una cantidad relativamente pequeña de elementos y moléculas de nominadas «nutrientes esenciales». De no ser por tal hechichería química, tendríamos que comernos unos a otros para conseguir un suministro equilibrado de las moléculas necesarias para mantener la vida humana. Pero el organismo es un laboratorio extraordinario; por ello, no es necesario que las características químicas de los organismos que consumimos se parezcan mucho a las de nuestro organismo (lo que es bueno, porque las especies que sólo pudiesen ali mentarse con su propio género dejarían pronto de existir). Además del aire y el agua, tenemos que ingerir cuarenta y una sustancias: un hidrato de carbono que se convierta en glucosa; una grasa que contenga ácido linoleico; diez aminoácidos, que constituyen los componentes fundamentales de proteínas; quince minerales; treinta vitaminas y fibras no digeribles que ayuden a limpiar la parte inferior de los intestinos.
La naturaleza nos ha dado notable libertad para obtener estos nutrientes esenciales de cualquier combinación adecuada de vegetales y animales. No somos como los koalas, que sólo comen hojas de eucalipto; ni como los pandas, que sólo comen tallos de bambú; ni como las focas, que sólo comen pescado; ni como las ballenas, que sólo comen plancton; ni como los leones, que sólo comen carne. Nuestra preferencia innata más acusada se decanta por la variedad y contra la concentración en ningún único alimento de origen animal o vegetal, comida tras comida, todos los días. Somos, repitámoslo, omnívoros.
Sin embargo, no venimos al mundo desprovistos por completo de preferencias gustatorias. Los niños ponen cara de asco a las sustancias que saben amargo, agrio, acre, picante o salado y las rechazan. Esto tiene sentido desde la óptica de la selección natural, ya que los vegetales, animales o productos animales más venenosos o indigeribles poseen, a modo de señal, sabor amargo, agrio, acre, picante o salado. Pero estas evitaciones innatas son insignificantes en comparación con nuestra predilección por el omnivorismo. Las fuerzas de la selección cultural anulan, pues, con facilidad las aversiones innatas durante la evolución de las distintas culturas culinarias.