Para los yanomamis, la forma preferida de agresión armada es el ataque por sorpresa al amanecer. Amparados en la oscuridad, los miembros de la partida atacante escogen un sendero en las afueras de la aldea enemiga y esperan a que pase el primer individuo, de uno u otro sexo, al romper el día. Matan a tantos varones como pueden, se llevan prisioneras a las mujeres y procuran abandonar la escena antes de que pueda despertarse toda la aldea. Otras veces se acercan a la aldea lo suficiente como para arrojar una lluvia de flechas sobre ella antes de retirarse. Las visitas que unas aldeas realizan a otras con fines ostensiblemente pacíficos dan ocasión a modos de agresión particularmente mortíferos. Una vez que los invitados se acomodan y dejan a un lado las armas, sus anfitriones los atacan. Pero también puede ocurrir a la inversa: unos anfitriones confiados se ven convertidos en víctimas de sus invitados, supuestamente amistosos. Estos ataques, contraataques y emboscadas se cobran un elevado precio en vidas humanas entre los yanomamis: aproximadamente el 33 por ciento de las muertes de varones adultos resulta de choques armados, lo que da lugar a una tasa global de 166 homicidios anuales por cada 100.000 habitantes.
En consonancia con esta intensa actividad bélica, las relaciones entre hombres y mujeres son marcadamente jerárquicas y androcéntricas. Para empezar, los yanomamis son políginos. Los hombres a quienes ha sonreído el éxito suelen tener más de una esposa; algunos llegan a tener seis a la vez. En ocasiones se puede imponer un segundo marido a una esposa como favor al hermano del marido. Los esposos golpean a sus mujeres en caso de desobediencia, pero especialmente en caso de adulterio. En las disputas domésticas, los maridos dan tirones de los trozos de caña que las mujeres llevan a modo de pendientes en los lóbulos perforados de sus orejas. El antropólogo Napoleon Chagnon reseña los casos de un marido que le cortó las orejas a la esposa y de otro que arrancó una gran tajada del brazo de su mujer. En otros casos documentados, los maridos apalearon a sus esposas con leños, les lanzaron machetazos y hachazos, o les produjeron quemaduras con teas. Uno clavó una flecha con lengüeta en la pierna de su esposa; otro erró el tiro e hirió a la esposa en el vientre.
El padre yanomami elige marido para su hija cuando ésta es todavía una niña. Los esponsales, sin embargo, pueden ser alterados e impugnados por pretendientes rivales. Jacques Lizot y Judith Shapiro describen, independientemente, escenas de esposos en potencia rivales que agarran cada uno un brazo de la muchacha y tiran en direcciones opuestas mientras ésta se deshace en gritos de dolor.
Con todo, los yanomamis están lejos de ser el pueblo más belicoso y fervientemente machista del mundo. Esta dudosa distinción recae en ciertas sociedades organizadas en aldeas y asentadas a lo largo y ancho de las tierras altas de Papua Nueva Guinea cuya institución central es el nama, culto de iniciación masculina que forma a los varones para ser bravos guerreros a la vez que para dominar a las mujeres. Dentro de la casa de cultos, donde jamás puede entrar ninguna mujer, los hombres guardan las flautas sagradas cuyos sones siembran el terror entre mujeres y niños. Sólo a los iniciados de sexo masculino se les revela que los autores de estos sonidos son sus padres y hermanos, y no aves carnívoras de índole sobrenatural. Los iniciados juran matar a cualquier mujer o niño que descubra el secreto, aunque sea de manera accidental, y periódicamente se provocan hemorragias nasales y vómitos para librarse de los efectos contaminadores del contacto con las mujeres. Tras un período de reclusión en la casa de cultos, el iniciado reaparece convertido en adulto y recibe una esposa a la que inmediatamente dispara un flechazo en el muslo «para demostrar […] su poder inflexible sobre ella». Las mujeres cultivan los huertos, se ocupan de la cría de los cerdos y realizan todos los trabajos sucios, mientras los hombres holgazanean dedicados a cotillear, pronunciar discursos y adornarse con pinturas, plumas y conchas.
Según Daryl Feil de la Universidad de Sydney:
En caso de adulterio, las mujeres recibían castigos severísimos consistentes en introducirles palos ardientes en la vagina o eran muertas por sus esposos; si hablaban cuando no les correspondía o se sospechaba que manifestaban sus opiniones en reuniones públicas, se les azotaba con una caña, y en las disputas matrimoniales eran objeto de violencia física. Los hombres no podían mostrarse nunca débiles o blandos en sus relaciones con las mujeres. Tampoco les hacían falta incidentes o razones concretas para insultarlas o maltratarlas; ello formaba parte del curso natural de los acontecimientos; de hecho, en rituales y mitos, esta situación se presenta como si fuera el orden esencial de las cosas.
Caso extremo entre los extremistas es el de los sambias, grupo de las tierras altas orientales de Nueva Guinea cuya obsesión con el semen y la homosexualidad describí en páginas anteriores. Aquí, los hombres no sólo excluyen a las mujeres de su casa sagrada, sino que sienten tal miedo del aliento femenino y de los olores vaginales que dividen las aldeas en zonas para hombres y para mujeres, con senderos separados incluso para cada sexo. Los sambias agreden verbal y físicamente a sus esposas, las equiparan al enemigo y la traición, y las tratan como seres inferiores desprovistos de todo valor. Para muchas mujeres, el suicidio era la única salida. Como sucede en general en las tierras altas de Nueva Guinea, los varones sambias se enfrentaban a multitud de peligros físicos. Podían caer en emboscadas, perecer en combate o morir a hachazos en sus huertos; su única defensa consistía en pasarse la vida ejercitando la fuerza física, el valor y la supremacía fálica. Las mujeres eran su víctima principal.
Por lo que respecta a la guerra, ésta era «general, absorbente y perpetua». Aunque las gentes vivían en aldeas protegidas por empalizadas, los ataques y contraataques por sorpresa eran tan endémicos que un hombre no podía comer sin volver constantemente la cabeza ni salir de su casa por la mañana para orinar sin temor a que le disparasen. Entre los bena benas, los ataques por sorpresa eran tan frecuentes que los hombres, armados hasta los dientes, escoltaban cautelosamente a las mujeres cuando éstas abandonaban la empalizada por la mañana y montaban guardia para protegerlas mientras trabajaban en los huertos hasta la hora de regresar. No puedo citar estadísticas fiables sobre las muertes por homicidio en estas sociedades. Probablemente, la mortandad superaba el caso yanomami ya que de vez en cuando aldeas enteras de 200 habitantes eran completamente exterminadas. Si son aplicables las cifras relativas a otras partes de las tierras altas de Nueva Guinea, es posible que la tasa de homicidios de los sambias superara los 500 anuales por cada 100.000 habitantes, es decir, diecisiete veces más elevada que la de los !kung.
Aquí se fundamentan mis razones para pensar que la guerra es una variable clave a la hora de predecir y comprender las variaciones en las jerarquías sexuales…, al menos en las sociedades organizadas en bandas y aldeas. Pero esta conclusión me deja una sensación de insatisfacción ya que únicamente responde a una pregunta sumamente importante a costa de suscitar otra de análoga trascendencia: si la guerra explica el sexismo en las sociedades del nivel de las bandas y aldeas, ¿cómo se explica la guerra en este tipo de sociedades?
Para explicar la guerra, las teorías de la agresividad innata poseen, a mi entender, tan poco valor como para explicar el sexismo. Indiscutiblemente, las potencialidades congénitas para la agresividad deben formar parte de la naturaleza humana para que pueda existir cualquier grado de sexismo o de actividad bélica, pero la selección cultural tiene el poder de activar o desactivar estas potencialidades en bruto y las encauza hacia expresiones culturales específicas. (¿O hemos de creer que los !kung llevan la paz y la igualdad codificadas en sus genes y los sambias la guerra y la desigualdad?).
Propongo, en resumidas cuentas, que las bandas y aldeas hacen la guerra porque se hallan inmersas en una competencia por recursos, tales como tierras, bosques y caza, de los que depende su subsistencia. Estos recursos se vuelven escasos como resultado de su progresivo agotamiento o del aumento de las densidades de población, o como resultado de una combinación de estos dos factores. En tales casos, los grupos se enfrentan normalmente a la perspectiva de tener que disminuir, o bien el crecimiento de su población, o bien su nivel de consumo de recursos. Reducir la población es un proceso en sí mismo costoso, dada la falta de técnicas anticonceptivas y abortivas propias de la era industrial. Y los recortes cualitativos y cuantitativos en el consumo de recursos deterioran inevitablemente la salud y el vigor de la población, ocasionando muertes adicionales por subalimentación, hambre y enfermedades.
Para las sociedades organizadas en bandas y aldeas que se enfrentan a estas disyuntivas, la guerra brinda una solución tentadora. Si un grupo consigue expulsar a sus vecinos o diezmar sus efectivos, habrá más territorio, árboles, tierra cultivable, pescado, carne y otros recursos a disposición de los vencedores. Como la guerra que practican las bandas y aldeas no garantiza la destrucción mutua, los grupos pueden aceptar racionalmente el riesgo de las muertes en combate a cambio de la oportunidad de mejorar sus condiciones de vida reduciendo por la fuerza la densidad demográfica del vecino.
En su estudio de la guerra entre los mae engas de las tierras altas occidentales de Papua Nueva Guinea, Mervyn Meggitt estima que en el 75 por ciento de los conflictos bélicos los grupos agresores conseguían ganar porciones importantes del territorio enemigo. «Teniendo en cuenta que a los agresores les suele compensar iniciar la guerra —comenta Meggitt—, no es sorprendente que la sociedad mae considere que ésta bien vale su coste en bajas humanas». Basándose en su estudio de una muestra representativa cuidadosamente seleccionada de 186 sociedades, los antropólogos Carol y Melvin Ember establecieron que los pueblos preindustriales hacen la guerra fundamentalmente para moderar o amortiguar las repercusiones de crisis alimentarias impredecibles (más que crónicas) y que el lado vencedor casi siempre arrebata algunos recursos a los perdedores. A las sociedades humanas les resulta difícil prevenir los descensos recurrentes pero impredecibles en la producción alimentaria causados por sequías, tormentas, inundaciones, heladas y plagas de insectos, y reajustar los niveles de población en consonancia con tales descensos. Dicho sea de paso, Carol y Melvin Ember tienen lo siguiente que señalar, a propósito de la difusión de la guerra: «En la mayoría de las sociedades antropológicamente documentadas se han dado guerras, esto es, combates entre unidades territoriales (bandas, aldeas y agregados de éstas). Y probablemente la guerra era un fenómeno mucho más frecuente de lo que estamos acostumbrados en el mundo contemporáneo: entre las sociedades objeto de examen que fueron descritas antes de su pacificación, cerca del 75 por ciento tenían guerra cada dos años».
Pero el problema de equilibrar la población y los recursos no se puede resolver sencillamente diezmando la población vecina y arrebatándole sus recursos. La fertilidad de la hembra humana es tal que, aunque las incursiones bélicas reduzcan a la mitad la densidad de un territorio, sólo se requieren veinticinco años de reproducción no sujeta a restricciones para que la población recupere su nivel anterior. Por lo tanto, la guerra no exime de la necesidad de controlar la población por otros medios onerosos, tales como la continencia sexual, la prolongación de la lactancia, el aborto y el infanticidio. Al contrario, en realidad es muy posible que la guerra consiga uno de sus efectos demográficos más importantes no al eliminar, sino al intensificar una práctica particularmente onerosa: el infanticidio femenino.
Sin la guerra y su sesgo androcéntrico, no habría preferencias pronunciadas en lo que respecta a criar más niños de un sexo que de otro y las tasas de infanticidio de los recién nacidos de uno y otro sexo tenderían a ser iguales. Sin embargo, la guerra prima la maximización del número de futuros guerreros, que lleva a un trato preferencial de los descendientes de sexo masculino y a tasas más elevadas de infanticidio femenino directo e indirecto. Así, en muchas sociedades organizadas en bandas y aldeas es posible que las consecuencias más importantes de la guerra, desde el punto de vista de la regulación demográfica, se deriven no de los resultados a corto plazo de las incursiones bélicas, sino de los resultados a largo plazo del infanticidio femenino y del maltrato de las mujeres en general. Pues, a efectos de la regulación del crecimiento demográfico, lo que cuenta no es el número de varones —uno o dos bastarán si existe poliginia—, sino el número de mujeres.
Un estudio que William Divale y yo realizamos sobre una muestra de 112 sociedades abona indirectamente la tesis de que la guerra ocasiona tasas elevadas de infanticidio femenino directo e indirecto. Divale y yo comprobamos que en el grupo de edades comprendidas entre el nacimiento y los catorce años, había 127 muchachos por cada 100 muchachas antes de que las autoridades coloniales eliminaran las actividades bélicas. Una vez reprimida la guerra, la tasa de masculinidad para el mismo grupo descendió a 104/100, más o menos la normal en las poblaciones contemporáneas.
En otras palabras, la guerra entre los pueblos organizados en bandas y aldeas no es meramente una forma de dar salida a los miedos y frustraciones causados por la presión demográfica. Al disminuir la densidad humana en relación con los recursos y frenar las tasas de reproducción, la guerra contribuye por derecho propio a frenar o invertir el aumento de la presión demográfica regional. Y el hecho de que haya sido objeto de reiterada selección positiva a lo largo de la evolución de estos pueblos obedece a estas ventajas ecológicas de carácter sistémico, no a ningún imperativo genético.
Mi intención aquí no es alabar la guerra, sino sencillamente condenarla menos que alguna de sus alternativas cuando prevalecen determinadas condiciones. Tal como la practicaban este tipo de pueblos, la guerra era una forma derrochadora y brutal de combatir la presión demográfica. Pero a falta de anticonceptivos eficaces o de posibilidades de abortar bajo control médico, la alternativa era también derrochadora y brutal: subalimentación, hambre, enfermedades y una vida breve, pobre y mezquina para todo el mundo. Naturalmente, esto del saldo favorable en el balance de las respectivas consecuencias de las distintas alternativas se refiere mucho más a los vencedores que a los vencidos. Y quizá ni siquiera puede hablarse de saldo positivo en aquellos casos en que el conflicto se tornaba tan endémico, despiadado e implacable que no había vencedores y morían más individuos por efecto de la guerra de los que hubieran muerto por efecto de la subalimentación. Pero también hay que reconocer que ningún sistema es infalible.