La influencia de formas alternativas de agricultura sobre la jerarquía sexual se pone claramente de relieve en la propia India. Los estados del extremo meridional carecen de la mayor parte de los duros rasgos que definen la dominación masculina en el Norte. En estos estados, particularmente en Kerala, célebre por su vigorosa vida familiar centrada en la mujer y por la complementariedad de los papeles sociales atribuidos a cada sexo, la lluvia es más abundante, las estaciones secas son mucho más cortas que en el Norte y el principal producto no es el trigo, sino el arroz, cultivado en minúsculos arrozales. El principal animal agrícola es el búfalo acuático, no el vacuno, y su principal función no consiste en tirar de arados, sino en mezclar el lodo a fuerza de chapotear interminablemente, hundido hasta la rodilla en el arrozal. Las mujeres y los niños pueden ser igual de eficaces que los hombres por lo que respecta a guiar estos animales. Lo mismo cabe decir del trasplante, que exige doblar mucho el espinazo, así como habilidad manual para arrancar las matas de arroz con objeto de entresacarlas e insertarlas de nuevo en el lodo.
La relación entre las faenas de subsistencia propias del arrozal y el desarrollo de estatus complementarios para ambos sexos se cumple también en lo que atañe a extensas regiones al sur y al este de Kerala. Los estados agrarios de Sri Lanka, el sudeste asiático e Indonesia se basan todos en la producción «húmeda»» de arroz, en la que las mujeres tienen, como mínimo, la misma importancia que los varones para realizar tareas decisivas, y es precisamente en estas regiones donde las mujeres han disfrutado tradicionalmente de niveles excepcionalmente elevados de libertad y poder en las esferas pública y doméstica.
¿Basta un factor tan sencillo como el control masculino sobre el arado para explicar el infanticidio femenino, la dote y el hecho de que las viudas se arrojen a la pira funeraria de sus maridos? Quizá no, si sólo se piensa en los efectos directos del arado en la propia agricultura. Pero desde una perspectiva evolutiva esta especialización masculina puso en marcha toda una cadena de especializaciones adicionales que, acumuladas, apuntan efectivamente hacia una explicación plausible del deprimido estatus femenino, en casi todos sus aspectos, en la India septentrional y otras sociedades preindustriales con formas de agricultura semejantes. Al aprender a arar, los varones aprendieron, como resultado, a uncir y conducir bueyes. Con la invención de la rueda, los varones uncieron bueyes a carretas y adquirieron la especialidad de conducir vehículos de tracción animal. Con ello, pasaron a encargarse del transporte de las cosechas al mercado y de aquí sólo un paso les separaba del dominio sobre el comercio, tanto local como a larga distancia. A medida que cobraban importancia el comercio y los intercambios, se hizo necesario llevar registros, y fue en los hombres que intervenían en estas actividades en quienes recayó la responsabilidad de llevar estos libros. Por lo tanto, con la invención de la escritura y la aritmética, los varones se destacaron como primeros escribas y contables. Por extensión, se convirtieron en el sexo alfabeto: sabían leer y escribir y entendían de aritmética. Y esto explica por qué los primeros filósofos, matemáticos y teólogos históricamente conocidos fueron de sexo masculino, no femenino.
Además, todos estos efectos indirectos del arado actuaban en conjunción con la continuada influencia androcéntrica de la actividad bélica. Al dominar las fuerzas armadas, los varones se hicieron con el control de las ramas administrativas superiores del gobierno, incluidas las religiones estatales. Y la necesidad permanente de reclutar guerreros de sexo masculino convirtió la construcción social de la virilidad agresiva en foco de la política nacional en todos los imperios y Estados conocidos. De ahí que, al alborear la época moderna, los varones dominaran los ámbitos político, religioso, artístico, científico, jurídico, industrial, comercial y militar en todas las regiones en que la subsistencia dependiese de arados tirados por animales.
Si esta línea de razonamiento explica la evolución de las llamadas instituciones patriarcales, también debería explicar la actual decadencia de tales instituciones en las sociedades industriales avanzadas. A mi entender, sí puede. ¿No está intensificándose acaso la conciencia de los derechos de la mujer a medida que se reduce el valor estratégico de la fuerza muscular masculina? ¿Qué necesidad hay de un 10 ó 15 por ciento más de fuerza muscular si los procesos de producción decisivos se desarrollan en fábricas automatizadas o mientras las personas están sentadas en oficinas informatizadas? Los varones siguen luchando por conservar sus viejos privilegios androcéntricos, pero han sido expulsados de un bastión tras otro ya que las mujeres, que ofrecen un rendimiento eficaz a salarios inferiores a los del varón, colman la demanda de trabajadores del sector de los servicios y la información. Todavía más que las mujeres africano-occidentales, dominadoras de los mercados, las mujeres de las actuales sociedades avanzadas han hecho grandes progresos hacia la paridad en los papeles sociosexuales gracias a su capacidad para ganarse la vida sin depender de maridos ni otros varones. Pero existe una última barrera a la igualdad entre los sexos. A pesar de la importancia menguante de la fuerza bruta en la guerra, las mujeres siguen excluidas de las funciones de combate en los ejércitos del mundo. ¿Se puede instruir a las mujeres para que sean tar, eficaces como los varones en el combate armado con misiles balísticos intercontinentales, bombas inteligentes y sistemas de artillería informatizados? No veo razón para ponerlo en duda. Pero las mujeres deben decidir si desean ejercer presiones para obtener la igualdad de oportunidades en el campo de batalla o para obtener algo distinto: el fin de la guerra y el fin de la necesidad social de criar guerreros de talante machista, trátese de varones o de hembras.
Entretanto, los varones harían bien en no lamentar la desaparición de sus privilegios sexistas. Como explicaré en el próximo capítulo, éstos pagan un precio más elevado de lo que piensan por sus fulgurantes imágenes de Rambo.
¿Por qué viven las mujeres, a lo largo y ancho del mundo industrial, de cuatro a diez años más que los varones? Si bien la esperanza de vida de ambos sexos aumentó durante este siglo, las mujeres consiguieron ganancias mucho más elevadas que los hombres. En fecha tan reciente como 1920, la esperanza de vida al nacer de las norteamericanas de raza blanca sólo superaba en ocho meses a la de los varones blancos. Hoy la supera en 6,9 años. Es decir, las mujeres blancas han ganado veintitrés años de vida adicional, por menos de diecisiete en el caso de los miembros del sexo opuesto. En 1920, los varones sobrevivían a las mujeres en la comunidad negra. Actualmente, las estadounidenses de raza negra viven 8,4 años más que los varones de su misma raza.
Cuatro a diez años no son una bagatela para los varones que no van a vivirlos; tampoco son buena noticia para la mayoría de las mujeres que sí van a hacerlo. La inferior longevidad del sexo masculino arruina las perspectivas matrimoniales de las divorciadas y viudas más jóvenes y obliga a mujeres maduras en buen estado de salud a dedicar una parte considerable de su existencia a cuidar de maridos achacosos. Esta diferencia de longevidad, a medida que se acumulan sus efectos demográficos, está creando una subcultura de solteronas, viudas y divorciadas cuyos estilos de vida se adaptan, bien a compartir los varones, bien a prescindir completamente de ellos.
Mi buzón rebosa diariamente de llamamientos de ayuda a personas menesterosas, enfermas, hambrientas y sin hogar que sufren por culpa de toda clase de diferencias: generacionales, de riqueza, raciales y, sí, también de diferencias entre los sexos, si hablamos de oportunidades en materia de empleo y salarios. Pero nunca he recibido ningún mensaje postal urgente que defienda la igualación de las longevidades respectivas del hombre y la mujer. La gente considera, al parecer, que no hay nada que hacer al respecto porque así es como nos ha hecho la naturaleza. Es lógico que las mujeres, por pertenecer al sexo biológicamente más fuerte, vivan más tiempo.
Cuando apenas es un embrión, el macho humano manifiesta ya lo que parece ser una incapacidad congénita para aferrarse a la vida con tanta firmeza como la hembra. En el momento de la concepción los fetos de sexo masculino superan a los de sexo femenino a razón de 115 a 100, proporción que al nacer desciende, sin embargo, de 105 a 100, debido al superior número de muertes intrauterinas de los primeros. Los neonatos de sexo masculino parecen mostrar análoga debilidad ya que presentan tasas de mortalidad más elevadas que los de sexo femenino. ¿Prueba irrefutable de la mayor debilidad congénita de los machos en comparación con las hembras? No, mientras se disponga de explicaciones alternativas. En principio, los fetos y neonatos de sexo masculino, por su superior tamaño, deberían suponer un mayor desafío para el organismo materno que los de sexo femenino. Aunque siguen sin conocerse bien las causas precisas del desgaste natural de los embriones de sexo masculino, los partos difíciles con resultado de lesiones desempeñan un papel importante en relación con los mayores índices de abortos y de mortalidad perinatal del sexo masculino. Los estudios demuestran que, a lo largo de este siglo, las diferencias sexuales en las tasas de mortalidad fetal tardía y perinatal se han vuelto menos pronunciadas en Europa, los Estados Unidos y Nueva Zelanda, debido probablemente a los avances técnicos en ginecología y obstetricia.
Luego está la cuestión de los cromosomas X e Y. Los veintitrés cromosomas diferentes del núcleo de las células humanas se presentan formando pares idénticos, menos en el caso de los cromosomas X e Y. Las mujeres tienen un par de cromosomas X, pero ningún Y; los varones poseen un X y un Y. Al estar su cromosoma X emparejado con otro cromosoma X, las mujeres corren menor riesgo de sufrir consecuencias perjudiciales si un cromosoma X porta un gen defectuoso, ya que el otro X con un gen normal puede servir de «apoyo» y contrarrestar el defecto. Los varones con un gen defectuoso en sus cromosomas X e Y no emparejados carecen de este respaldo potencial. De ahí que padezcan con mayor frecuencia de enfermedades hereditarias ligadas al cromosoma X. La distrofia muscular, por ejemplo, la ocasiona un gen defectuoso en el cromosoma X. Los varones contraen esta dolencia más a menudo que las mujeres porque, si heredan la variante defectuosa, carecen de un par X portador de gen normal que tome el relevo. Todavía queda mucho por aprender sobre los cromosomas X e Y, pero según el estado actual de los conocimientos, no hay pruebas de que puedan ser responsables de más allá de una semana o dos de la diferencia de longevidad.
Debo mencionar, asimismo, la posibilidad de que el estrógeno, hormona sexual femenina, brinde protección frente al peligro de ataques cardiacos al reducir el nivel de grasas de baja densidad y de colesterol en el torrente sanguíneo y de que andrógenos como la testosterona surtan el efecto contrario. Desafortunadamente, los estrógenos son una bendición a medias por cuanto favorecen el cáncer de mama, forma de cáncer letal más común entre las mujeres de los Estados Unidos y otras sociedades industriales. Por añadidura, como muestran numerosos estudios, los alimentos ricos en colesterol, no los andrógenos, son la causa primordial del exceso de colesterol y grasas de baja densidad en la sangre.
Además, las hormonas masculinas y femeninas obran probablemente efectos diferentes en el sistema inmunológico. La administración de andrógenos a hembras de ratón reduce la producción de anticuerpos y en los machos la castración tiene como resultado un aumento en su producción. Ahora bien, si las hembras humanas poseen, de hecho, un sistema inmunológico más fuerte, ello no deja de ser nuevamente una bendición a medias. La artritis reumatoide, el lupus (enfermedad cutánea desfiguradora) y la miastenia grave (un trastorno muscular) son dolencias producidas por reacciones hiperinmunes que se dan en las mujeres con frecuencia tres veces mayor que en los hombres. En resumidas cuentas, si bien hombres y mujeres poseen predisposiciones genéticas diferenciadas ligadas al sexo que pueden influir en las tasas de mortalidad, no todas las ventajas se agrupan en el lado femenino.
La balanza de factores congénitos a favor y en contra de una mayor esperanza de vida según el sexo sigue siendo un asunto mal conocido. Pero aunque favoreciera al sexo femenino, ello no nos ayudaría a comprender la diferencia de longevidad tal como existe hoy en día. Pues los cambio s en la longevidad de las mujeres, sin los cuales no existiría esta brecha, los ocasionaron íntegramente cambios culturales, a saber: las mejoras generales en la asistencia sanitaria pública, la valoración más alta del papel social del sexo femenino, la disminución del número de embarazos y la mejor atención durante el curso de éstos, el parto y el período puerperal. Sabemos que, en ausencia de estos cambios, resultantes de la selección cultural, la longevidad femenina habría seguido siendo mucho menor que la actual y tal vez inferior incluso a la del varón.
Al menos una docena de países del Tercer Mundo, incluida la India, Bangladesh, Pakistán, Indonesia y el Irán tienen, o bien esperanzas de vida al nacer iguales para hombres y mujeres, o bien una diferencia de longevidades ligeramente favorable a los varones. Y es posible que existan casos semejantes que no se conocen porque las cifras del censo de los países del Tercer Mundo sobrevaloran la esperanza de vida de las mujeres al nacer. Debido a la inferior estima de que en general gozan las hijas en el sudeste asiático, por ejemplo, los padres tienden a no registrar o no contar las recién nacidas que fallecen durante los primeros meses de vida. Por lo tanto, los miembros del sexo femenino con vidas extremadamente breves tienen menos probabilidades de figurar en las estadísticas demográficas que las que sobreviven hasta la primera infancia. Así, en muchos países la esperanza de vida real de las mujeres puede ser considerablemente más corta de lo que indican los datos oficiales. En cambio, es más probable que los padres tercermundistas se acuerden de las muertes tempranas de los varones y que las notifiquen al empadronador.
En el sudeste asiático, donde las diferencias de longevidad favorecen más a los varones que a las mujeres, la mortalidad relacionada con el embarazo y el parto da cuenta, por sí sola, del 25 por ciento de los fallecimientos de mujeres con menos de cuarenta y cinco años de edad y de un porcentaje que oscila entre el 33 y el 100 por ciento de la diferencia por exceso en la tasa de mortalidad de las mujeres con respecto a la de los varones.