Este conjunto de teorías se basa en la generalización sociobiológica ya rebatida, según la cual en la poblaciones humanas posteriores al despegue cultural las inversiones en el éxito reproductor siempre han recibido prioridad en el marco de la asignación de recursos. Pero tengo razones más concretas para rechazar el planteamiento de que hombres y mujeres poseen naturalezas contradictorias impuestas por diferentes estrategias reproductoras. En primer lugar, el comportamiento de nuestros parientes primates más próximos no presenta ningún rasgo que abone la idea de una timidez sexual congénita en la hembra. En su búsqueda de satisfacción sexual, la hembra del chimpancé, particularmente la del chimpancé pigmeo, se conduce con tanta audacia como el macho. Las hembras copulan con un macho tras otro por el puro gusto de variar y lo hacen también con otras hembras. Este comportamiento cobra todavía más interés para el caso humano, si se considera la base anatómica de la hipersexualidad de la hembra del chimpancé pigmeo: la prominencia del clítoris y su capacidad para producir orgasmos múltiples en rápida sucesión. Si las mujeres son tímidas por naturaleza, ¿por qué están dotadas de una capacidad para disfrutar de más orgasmos de los que un solo hombre puede proporcionar? Además, como señalé antes, millones de mujeres viven en unidades domésticas centradas en mujeres y tienen múltiples amantes, así como una serie de esposos temporales. Unidades domésticas análogas, centradas en la mujer y de carácter cuasipoliándrico, son particularmente frecuentes entre los pobres urbanos de muchas regiones del mundo. Estas unidades aparecen cuando los hombres no pueden ganar lo suficiente para subvenir a necesidades que no sean las de su propia subsistencia. Cabría aducir que, debido a su pobreza, las mujeres de este tipo de unidades domésticas no tienen más remedio que ser más promiscuas que las de unidades domésticas monógamas y que, si pudieran encontrar varones lo suficientemente bien acomodados para mantenerlas a ella y a su prole, obedecerían al dictado del éxito reproductor y se harían monógamas. Si la disyuntiva es entre poliandria en condiciones de pobreza y monogamia en condiciones de relativa opulencia, debo reconocerlo, las mujeres se someterán a la disciplina de la monogamia. Pero igualemos el terreno de juego. Supóngase que las mujeres fueran libres de elegir entre una monogamia y una poliandria opulentas, ¿qué pasaría? Desde el punto de vista sociobiológico, elegirían la primera. Estimo, sin embargo, que si dispusieran realmente de libertad para elegir, las mujeres decidirían mantener tantas relaciones como deciden mantener los hombres cuando tienen esa libertad. Por naturaleza, las mujeres poseen una capacidad para disfrutar del sexo con una variedad de hombres, como mínimo, idéntica al interés de éstos por tener experiencias sexuales con una variedad de mujeres.
Lo que nos impedía reconocer esta verdad es el hecho de que las mujeres nunca han dispuesto de tanta libertad como los hombres para elegir la opción de la pluralidad de asociaciones sexuales. Y esta falta de libertad no tiene nada que ver con estrategias sexuales relacionadas con el éxito reproductor; antes bien, es resultado de la política sexual de la doble moral, utilizada por los varones, dentro de su intento por controlar las potencialidades productivas y reproductoras de las mujeres, con objeto de dominar al sexo femenino y reprimir su sexualidad. Con escasísimas excepciones, las mujeres han podido tener numerosos compañeros sexuales solamente cuando permitírselo resultaba ventajoso para numerosos varones. De ahí que la promiscuidad femenina se dé primordialmente entre las prostitutas, forzadas por circunstancias adversas a ceder de manera indiscriminada a los deseos de los hombres, no para colmar una pulsión o un apetito sexual femenino —las prostitutas más activas afirman no sentir nada cuando atienden a sus clientes—, sino para ganarse a duras penas una parca subsistencia. Aunque en la mayor parte de las sociedades de nivel estatal un varón respetable normal y corriente podía ser infiel en el matrimonio, mantener queridas y visitar prostitutas, las mujeres respetables normales y corrientes se exponían casi universalmente a duras sanciones si manifestaban cualquier tendencia promiscua o poliándrica.
Es el organismo femenino, no el masculino, el que corre con los riesgos y costes del embarazo, el parto y la lactancia. Sin duda, esto tiene algo que ver con la tendencia de las mujeres a ser más conservadoras, desde el punto de vista sexual, que los hombres. En ausencia de métodos anticonceptivos eficaces o de posibilidades de abortar con asistencia médica, la promiscuidad sexual posee consecuencias sumamente diferentes para las mujeres. Los hombres nunca han tenido que poner en un plato de la balanza el placer sexual y en el otro la dolorosa prueba en que culmina el embarazo. Como descubren las entidades de planificación familiar al intentar introducir prácticas anticonceptivas en el Tercer Mundo, las esposas están más deseosas de evitar nuevos hijos que los maridos. Pero no porque sigan una estrategia reproductora femenina condicionada por el óvulo, sino porque están hartas de quedarse embarazadas y parir con tanta frecuencia. Y a los costes más elevados que, por imperativo natural, deben afrontar las mujeres en las sociedades tradicionales como consecuencia potencial de sus aventuras sexuales, añádanse las sanciones de origen cultural que los varones imponen a las mujeres cuyos embarazos son resultado demostrable de relaciones pre o extramaritales. Si por vivir aventuras sexuales fuera del matrimonio que terminen en embarazo las mujeres se exponen a todo, desde la violación colectiva hasta el divorcio, pasando por los azotes y la lapidación, ¿debemos afirmar que se limitan a obedecer sus instrucciones genéticas cuando tienen menos aventuras sexuales que los hombres? En otras palabras, si deseamos determinar los confines naturales de la sexualidad femenina, no nos podemos limitar a observar a las mujeres en situaciones en que se hallen culturalmente forzadas a la virginidad, la castidad o la monogamia, ni en que la práctica del sexo con diferentes varones lleve a su catalogación como prostitutas, furcias, perdidas o ninfómanas, ni tampoco en que los niños nacidos fuera del vínculo marital se conviertan en una carga económica y moral para la madre, pero no para el padre. De lo contrario, las inferencias sobre la naturaleza femenina se confundirán completamente con los efectos de la dominación masculina.
Debido a la difusión de las instituciones y valores fundados en la supremacía masculina, existen pocas sociedades, si las hay, en que la libertad sexual femenina no se halle sujeta a más limitaciones que la masculina. Para demostrarlo, no es necesario, sin embargo, que presente sociedades cuya organización política otorgue grados exactamente iguales de libertad sexual a hombres y mujeres. La cuestión es: ¿optan las mujeres por una pluralidad de compañeros sexuales si son libres de elegir?
Bronislaw Malinowski fue el primer antropólogo que se ocupó de la sexualidad femenina en una sociedad en que faltaban o estaban sumamente atenuados algunos conocidos componentes de la supremacía masculina. Tal como son descritas en su estudio clásico, The Sexual Life of Savages, las jóvenes solteras de las islas Trobriand de Melanesia vivían el mismo número de aventuras sexuales con diferentes miembros del sexo opuesto que los jóvenes. Para el sexo femenino, la principal limitación a las relaciones premaritales consistía en abstenerse de mostrar demasiado abierta y directamente su deseo de consortes. Las muchachas podían mantener relaciones sexuales premaritales, si su encanto y belleza conseguían incitar a los pretendientes a hacer proposiciones, pero debían proceder con discreción. Según Malinowski, la censura de las jóvenes que demostraban excesiva agresividad sexual no se basaba en la idea de que hubiera algo malo en cambiar frecuentemente de compañero de cama, sino en la idea de que las jóvenes demasiado descaradas eran fracasos eróticos. Y a los jóvenes demasiado agresivos en su lascivia se les condenaba por idéntico motivo. Discreción era, según parece, la contraseña. No obstante, Malinowski observa que había casos evidentes de muchachas, que, no satisfechas con unas «relaciones sexuales moderadas, necesitaban cierto número de hombres cada noche». Malinowski las calificó de ninfómanas. Pero me pregunto si este juicio coincidía con la visión trobriandesa sobre el particular.
De acuerdo con Margaret Mead, las jóvenes de Samoa también disfrutaban de una intensa actividad sexual con diferentes miembros del sexo opuesto. Citas clandestinas, concertadas por intermediarios, se consumaban «bajo las palmeras» o merced a arriesgados «deslizamientos» en plena noche en la cabaña de la muchacha. Mead escribió que «estas relaciones suelen ser de corta duración y tanto el muchacho como la muchacha pueden simultanear varias a la vez». Debo señalar que es probable que, antes de caer bajo la influencia de misioneros cristianos, la libertad sexual premarital de las jóvenes samoanas fuera mucho mayor que en la época en que Mead realizó su trabajo de campo.
Para hacernos una mejor idea de la sexualidad femenina tradicional en los mares del Sur, observemos lo que ocurría en la isla de Mangaia. Aquí, ambos sexos experimentaban libremente antes de la pubertad y disfrutaban de una intensa vida sexual premarital. Las chicas recibían por la noche a pretendientes en la casa de sus padres y los muchachos competían con sus rivales a ver cuántos orgasmos podían alcanzar. Las jóvenes de la citada isla no estaban interesadas en declaraciones románticas, besuqueos prolongados o juegos eróticos preparatorios. El sexo no era una recompensa al afecto masculino; al revés, el afecto era la recompensa a la satisfacción sexual:
La intimidad sexual no se conseguía demostrando primero afecto personal, sino al contrario. La joven mangaiana […] considera una demostración inmediata de virilidad sexual y comportamiento varonil como primera prueba de que su amigo la desea y reflejo de su propia condición de mujer deseable […]. De los actos de intimidad sexual puede o no brotar un afecto personal, pero los primeros son requisito del segundo: exactamente lo opuesto de los ideales de la sociedad occidental.
Los trobriandeses, samoanos y mangaianos esperan que los adultos de uno y otro sexo renuncien a las aventuras sexuales tras el matrimonio. Pero, pese a las amenazas de castigo, los ideales de fidelidad marital son burlados a lo largo y ancho del mundo. Una vez más, debido a la asimétrica distribución del poder, la mujer adúltera corre normalmente mayores riesgos que su cómplice, caso de ser descubierta. Por ello, los estudios sobre la vida sexual extramarital de la mujer son sumamente difíciles de realizar. Que yo sepa, sólo existe un estudio antropológico que presente un recuento del número de «líos» en que respectivamente se meten hombres y mujeres casados. Lo llevó a cabo Thomas Gregor en una pequeña aldea del Brasil central, habitada por indios mehinacus. En ella vivían treinta y siete adultos: veinte hombres y diecisiete mujeres. Mientras Gregor convivió con ellos, todos los hombres mantenían al menos un lío y catorce de las diecisiete mujeres se encontraban en una situación análoga.
De hecho, el promedio de asuntos extramaritales era más elevado en las mujeres que en los hombres 5,1 frente a 4,4 per cápita y, si únicamente contamos a las mujeres que efectivamente se prestaban al juego, su promedio ascendía a 6,3 por mujer. (Las mujeres que no los tenían eran presumiblemente «las viejas, enfermas y nada atractivas» que, según Gregor, no despertaban el interés sexual de los varones).
Como Malinowski, Gregor niega que sus datos demuestren que el interés hedonista por el sexo es tan pronunciado entre las mujeres como entre los varones. «El móvil principal de los hombres para iniciar un lío —escribe— es el deseo sexual. Las mujeres, en cambio, parecen valorar el contacto social y los regalos que reciben durante la aventura amorosa, además del aspecto físico de la relación». Pero no hay que fiarse de los varones, ni aun tratándose de antropólogos, a la hora de explicar los móviles de las mujeres para mantener relaciones sexuales. Por lo tanto, doy más crédito a la descripción de mujer a mujer de las aventuras amorosas entre los !kung recogida por Marjorie Shostak. Según Nisa, sujeto principal del estudio, conmovedor y profundamente personal, de Shostak, «las aventuras son una de las cosas que Dios nos ha dado». Nisa, que había tenido más de veinte, aclaraba que las motivaciones no eran puramente sexuales:
Un único hombre puede darte muy poco. Un único hombre da solamente una única clase de alimento para comer. Pero si tienes amantes, uno te trae una cosa y otro te trae otra. Uno llega por la noche con carne, otro con dinero, otro con abalorios.
Por ser cazadores y recolectores, los !kung realizan frecuentes visitas entre campamentos. «Una mujer —dice Nisa— debe poseer amantes dondequiera que vaya. Así estará bien provista de abalorios, carne y otros alimentos».
Al principio, parece como si a Nisa le interesara más conseguir regalos que mantener relaciones sexuales. Pero enseguida muestra un complejo conocimiento de los placeres eróticos que pueden proporcionar distintas clases de amantes y se hace patente que si un hombre no la satisface —«le deja terminar la faena»— los regalos no la inducirán a continuar la aventura. Para Nisa, «el deseo sexual propio acompaña siempre a una mujer y aunque no quiera a determinado hombre, en su interior continúa sintiendo el deseo». Por lo demás, tener un amante no significa que no se pueda seguir disfrutando del marido: «Una mujer debe desear a su amante y a su marido por igual; eso es lo bueno».
Nº de aventuras por persona | Nº de Hombres que tienen aventuras | Nº de Mujeres que tienen aventuras |
0 | 0 | 3 |
1 | 2 | 0 |
2 | 3 | 0 |
3 | 4 | 3 |
4 | 3 | 1 |
5 | 0 | 4 |
6 | 4 | 1 |
7 | 2 | 1 |
8 | 1 | 1 |
9 | 0 | 1 |
10 | 1 | 0 |
11 | 0 | 1 |
14 | 0 | 1 |
20 | 17 |