A lo largo de la transición desde las grandes a las pequeñas familias, desde las tasas de natalidad elevadas a las reducidas, desde las altas a las bajas tasas de crecimiento demográfico, el nivel de vida de las clases trabajadora y media ha mejorado de forma constante. Hoy en día, si exceptuamos determinadas minorías raciales y étnicas, el porcentaje de la población con acceso a las comodidades básicas de la vida, tales como alimento y vivienda, así como a una amplia variedad de lujos, tales como espectáculos y viajes, es mayor que hace 200 años. Por lo tanto, es indudablemente incorrecto insistir en que el aplazamiento del matrimonio y la procreación, por una parte, y el descenso de la natalidad desde más de cuatro hijos por madre a comienzos de siglo a dos o menos en la actualidad, por otra, constituyen el método que la naturaleza emplea para asegurarse la maximización de la reproducción. Si los jóvenes en pleno apogeo de su fertilidad invierten en estudios universitarios y cursos de postgraduado, y no en guarderías, gastan su dinero en estéreos, comidas sibaritas y coches deportivos de 20.000 dólares, y no en cunas, potitos y cochecitos infantiles de 20 dólares, y además no tienen hijos antes de entrar en la treintena, puede concluirse con seguridad que reaccionan a algo distinto de una tendencia natural a procrear tantos hijos como posiblemente puedan.
Da la sensación de que los que pueden tener más hijos son los que tienen menos. Con objeto de contrastar esta relación inversa, el demógrafo Daniel Vining comparó el número de hijos habidos por varones de raza blanca que figuraban en el Who's Who con el promedio de hijos de las mujeres de raza blanca y la misma edad en el conjunto de la población. Empezando por la cohorte de los nacidos entre 1875 y 1879, Vining comprobó que el promedio de descendientes de los varones más afortunados y con más alto nivel de instrucción ha sido, en general, sensiblemente inferior a la media por mujer. Cuando las mujeres blancas nacidas en 1875 tenían 3,5 hijos, el varón del Who's Who sólo tenía 2,23. En lo que respecta a la cohorte de los nacidos entre 1935 y 1939, la razón era de 2,92 a 2,30. Vining obtuvo un resultado parecido en el caso de los varones relacionados en el Who's Who japonés. A lo largo de un período de casi un siglo, los varones que gozaban de mayor estima y poseían el nivel educativo más alto del Japón sólo tuvieron un 70 por ciento del número de hijos traídos al mundo por la mujer media de su misma cohorte generacional.
Difícilmente puede decirse que las clases acomodadas de la actual economía de los servicios y la información sean los primeros humanos que manifiestan preferencias en materia de descendientes inversamente proporcionales a los recursos de que disponen para criarlos. En la India decimonónica, por ejemplo, las proporciones más sesgadas entre jóvenes de uno y otro sexo se daban entre los rajputs y otras castas militares y terratenientes de alto rango. Según se recoge en informes de la Administración británica, los rajás de Mynpoorie, flor y nata de la aristocracia rajput, mataban sistemáticamente a todas y cada una de sus herederas: «Aquí, cuando al jefe reinante le nacía un hijo, un sobrino, un nieto, el acontecimiento se anunciaba a la ciudad vecina mediante una gran descarga de artillería y fusilería; pero habían transcurrido siglos sin que se tuviera noticia de una recién nacida que sonriera detrás de esos muros».
Los sociobiólogos han tratado de resolver el misterio del infanticidio femenino entre las castas de élite aduciendo que los padres ricos y poderosos en realidad tienen más descendientes aunque sólo críen varones. El razonamiento es que cada varón de la élite puede acostarse con docenas de mujeres y engendrar docenas de hijos, en tanto que las hijas están limitadas, aproximadamente, a un máximo de doce embarazos, con independencia del número de varones con que se acuesten. Así, al criar hijos en vez de hijas, los padres de la élite maximizan su éxito reproductor. Ahora bien, si el comportamiento reproductor de los rajás de Mynpoorie se hubiera seleccionado realmente sobre la base de su contribución al éxito reproductor, los descendientes de las hijas se habrían considerado como un oportuno añadido a los nacidos de los hijos pues, siendo como eran la creme de la creme, los rajás podían fácilmente subvenir a las necesidades vitales tanto de las primeras como de los segundos.
La selección cultural, no la natural, explica mejor la práctica del infanticidio femenino en el seno de la élite. La raíz de esta práctica se encuentra en la lucha de los varones de la élite por impedir que las tierras y otras fuentes de riqueza se dividan entre demasiados herederos. Pero su conducta no estaba dictada por los imperativos del éxito reproductor, sino por el deseo de no renunciar al lujoso estilo de vida al que se habían acostumbrado. Tener muchos hijos de concubinas, amantes y cortesanas no representaba ningún peligro para los rajputs porque aquéllos no podían respaldar sus posibles reivindicaciones a una parte del patrimonio con la amenaza de la fuerza. Las hermanas y sus hijos varones, en cambio, sí lo planteaban porque sus maridos también habrían sido rajputs de casta elevada que podían reclamar una parte del patrimonio. Al deshacerse de sus hijas y hermanas, los rajputs recurrían a uno de los extremos de un continuum de estrategias encaminadas, en todos los casos, a impedir la dispersión de la riqueza y el poder entre las mujeres y su descendencia. La solución más corriente era adquirir por adelantado los posibles derechos femeninos a los bienes inmuebles obligando al marido a aceptar un pago en joyas, oro, seda o efectivo denominado dote en sustitución de toda reclamación futura sobre el patrimonio. Hoy en día, en el norte de la India, la renuencia a pagar una dote por las hijas o hermanas todavía tiene como resultado elevados índices de infanticidio femenino indirecto, por una parte, y tasas de masculinidad sesgadas, por otra. Los rajputs sencillamente dieron el siguiente paso lógico y eliminaron la necesidad de pagar dote alguna, negándose a criar descendientes femeninos. (Más sobre la dote en capítulos posteriores).
No veo cómo evitar la conclusión de que nuestra especie tiene, por naturaleza, tantas probabilidades de actuar de formas que reducen la tasa de éxito reproductor como de formas que la aumentan. Si al procrear hijos se incrementa su bienestar biopsicológico, las gentes tienen más hijos; si teniendo menos se incrementa su bienestar biopsicológico, tienen menos. No nos dejemos confundir por el hecho de que a lo largo de la mayor parte de la historia y la prehistoria los modos de producción imperantes tendieran a recompensar a los que podían procrear gran número de descendientes. Esta probabilidad se invirtió con la industrialización. Las proles numerosas se convirtieron en un obstáculo para la maximización del bienestar biopsicológico de los progenitores. Y así las gentes optaron, en general, por tener menos hijos. Empeñarse en que criar pocos o ningún vástago es en realidad una estrategia que conduce a un mayor éxito reproductor en alguna fecha futura consigue hacer inexplicable una de las características fundamentales de la vida contemporánea. En el mundo actual, millones de personas desean ardientemente un segundo sueldo, un segundo coche, una segunda casa, más que un segundo hijo. La selección cultural, no la natural, nos ha traído hasta este punto, y las selecciones cultural y natural nos llevarán hasta otro, cualquiera que éste sea.
Si las tasas de reproducción dependieran únicamente de la contribución de los neonatos a la satisfacción de las necesidades parentales de aire, agua, alimento, sexo, bienestar corporal y seguridad, las tasas de fecundidad del Japón y los países occidentales industrializados habrían descendido ya a cero. Calculando exclusivamente en dólares y centavos, los padres contemporáneos casi no tienen esperanza alguna de recuperar sus gastos en guarderías y jardines de infancia, «canguros» y pediatras, equipos estereofónicos y vaqueros de diseñador, campamentos de verano y dentistas, lecciones de música y enciclopedias, triciclos, bicicletas, coches y matrículas universitarias, por no mencionar comida y techo durante dieciocho años. Súmese todo esto y se obtendrá una cuenta superior a los doscientos mil dólares. Y ésta no incluye el valor monetario de los servicios que prestan los padres al amamantar, bañar, cambiar los pañales y conseguir que sus críos eructen después del biberón ni tampoco el precio de las noches de insomnio y de los nervios deshechos del día siguiente. Una vez más, es tentador atribuir todo esto a la obra del gen egoísta, que obliga a las personas a reproducirse como obliga al salmón a saltar corriente arriba, sea cual sea el coste para los individuos. Pero los padres biológicos no son los únicos que muestran una inclinación a criar hijos a un coste elevadísimo. ¿Cómo explicar la gran demanda que registran las agencias de adopción y el próspero mercado negro en el que matrimonios desesperados pagan en efectivo a cambio de bebés? ¿Qué razón hay para que los niños adoptados, sin parentesco genético alguno con sus padres adoptivos, sean criados recibiendo las mismas atenciones carísimas que los padres prodigan a los que son «carne de su carne»?
No se me ocurre otra manera de responder a estas preguntas que postular la existencia de otro componente biopsicológico de la naturaleza humana. Los niños satisfacen extraordinariamente bien no la necesidad parental de reproducción, sino la de relaciones íntimas, afectuosas y emotivas con seres que les presten apoyo y atención, que sean dignos de su confianza y que aprueben su conducta. En resumidas cuentas, necesitamos niños porque necesitamos amor. Una larga serie de estudios iniciada por Harry Harlow y sus colaboradores en el decenio de 1950 ha demostrado experimentalmente que los primates criados en aislamiento, aunque estén bien cuidados en todos los demás aspectos, se convierten rápidamente en equivalentes de los neuróticos humanos. Afortunadamente, nadie ha intentado criar seres humanos en confinamiento solitario para ver cómo reaccionan ante la falta de compañía y apoyo emocional, pero la psicología clínica aporta abundantes elementos de juicio que indican que las personas privadas de afecto parental durante los primeros años de su vida presentan disfunciones en su comportamiento como adultos. Hasta finales del decenio de 1980, la forma de proceder habitual respecto de los bebés prematuros metidos en incubadoras consistía en tocarlos lo menos posible. Gracias a la obra de la psicóloga Tiffany Field, sin embargo, se descubrió que los prematuros que recibían un masaje durante quince minutos tres veces al día engordaban un 47 por ciento más deprisa y estaban en condiciones de abandonar el hospital seis días antes que los que no lo recibían. Transcurridos ocho meses, los primeros seguían pesando más que los segundos y les superaban en las pruebas de capacidad intelectual y habilidad motriz. Pero el amor no es desinteresado; como todos los demás vínculos humanos, requiere un intercambio. Y en el cariño que los padres tributan a sus hijos existe una expectativa culturalmente programada de que el amor y el afecto que tan bien saben prodigar éstos a cambio acaben por equilibrar la balanza. Discrepo en este punto con un estimado colega, Melvin Konner, de la Universidad de Emory, que ha realizado una exploración personal de los misterios de la paternidad contemporánea. En un pasaje elocuente de The Tangled Wing, Konner compara los primeros meses de convivencia con una hija propensa a los cólicos con el enamoramiento no correspondido de un adolescente:
Se sufrían todas las variedades conocidas del insulto, la indiferencia, la angustia y la humillación afectivas. Si de alguna manera conseguíamos endurecernos durante una hora, convenciéndonos de que es posible mantener el equilibrio, nos arrojaban unas migajas —ora un eructo en el momento oportuno, ora una fracción de segundo de contacto visual— y caíamos de nuevo en el pozo de paredes vidriadas, recociéndonos en nuestros malditos jugos afectivos. Esto nos dejaba en perfectas condiciones para el siguiente cambio de pañales, cuando, casi literalmente, nuestra despreciable cara volvía a ser blanco de una andanada de inmundicias.
Konner, que podía comprender que a su esposa, «sacudida por cambios hormonales, interiormente impulsada por unos pechos rebosantes», se le cayera la baba con la criatura, se sentía completamente desconcertado ante sus propias y positivas emociones paternas. Sencillamente, no podía creer que las emociones disparatadas que sentía fueran producto de un «codazo cultural» de advertencia: que tuviera estas sensaciones «porque alguien le hubiera dicho que tenía que ser un buen padre».
No entiendo cómo las emociones disparatadas y los jugos hormonales que fluyen tras el nacimiento de un niño pueden explicar por qué no se han acercado todavía más a cero en su descenso las tasas de reproducción. Lo que hay que explicar, más bien, es la decisión de levantar, nueve meses antes del nacimiento de la criatura, unas barreras anticonceptivas celosamente defendidas. Que los aspirantes a padres, enfrentados a una perspectiva de veinte años de haraquiri económico y con poco más que un cigoto para remover el caldo hormonal, se entreguen a la procreación sólo podría obedecer a que han recibido un toque de atención cultural para pensar que los hijos les van a ayudar a satisfacer su necesidad de amor.
Y no quiero olvidarme de señalar que en una sociedad en la que las relaciones interpersonales están dominadas por el individualismo del laissez faire y la competencia despiadada en torno a la riqueza y la posición social, cuyas calles rebosan de delincuentes y de vecinos temerosos de dar los buenos días, donde parientes próximos y amigos se hallan dispersos por la faz de la Tierra, el deseo de afecto se deja sentir con mucha fuerza. Como las parejas también padecen el aislamiento y los efectos alienantes del consumismo y de unos puestos de trabajo burocráticos e impersonales, permítaseme añadir, como incentivo adicional, la anticipación de que el niño nos ayude a prodigarnos mutuamente el amor que anhelamos.
Parece, pues, evidente por qué la pareja, embelesada y atontada con su criatura, cede a las exigencias insaciables de ésta. Entregada a la construcción de un templo de amor en un mundo indiferente y falto de cariño, unas migajas bastan para que la pareja renueve su fe en el amor venidero. Los bebés, hasta en su estado de ánimo menos generoso, responden con chupeteos y gestos cálidos y húmedos; agarran los dedos del adulto; tratan de rodearle con los brazos. Aquí se pueden ya anticipar los abrazos y besos ardorosos de la primera infancia, al pequeño que se cuelga de nuestro cuello, al crío de cuatro años que, arropado en la cama, murmura «te quiero», al niño de seis que nos espera sin aliento ante la puerta de casa o sale corriendo a nuestro encuentro cuando regresamos del trabajo. Y con un poco más de imaginación se puede entrever incluso al hijo o la hija, ataviados de toga y birrete, diciéndonos agradecidos: «Mamá, papá, gracias. Os lo debo todo».