El hecho de que muchas recompensas de la paternidad tarden en materializarse no significa que los sueños gobiernen la economía del amor. Como en todos los demás tipos de intercambio, la mera expectativa de un flujo de retorno no puede sostener indefinidamente los vínculos. El santuario familiar es un templo frágil. Los humanos no van a casarse y tener hijos eternamente por mucho que la experiencia se aparte de lo esperado. La sociedad contemporánea tiene mucho que temer de las parejas cada vez más numerosas que encuentran en su progenie un motivo de discusión y no deleite, y de los hijos, corrompidos también por esas condiciones sociales que tanto intensifican la necesidad de amor, que se metamorfosean en monstruos cuya única misión es tomarlo todo y no dar nada, ni siquiera un pequeño eructo o un instante pasajero de contacto visual. El aumento de los índices de divorcio sugiere que estas crueles decepciones están cobrando cada vez mayor difusión. En tal caso, preparémonos para la intervención del Estado. La sociedad necesita niños aunque los adultos sexualmente activos no los necesiten. Me pregunto si faltará mucho para que aparezcan empresas autorizadas para alquilar úteros de madres portadoras con objeto de cumplir los objetivos fijados por un Ministerio de Procreación. ¿Habrá también una variedad de sustitutos filiales para los que no puedan o no quieran conseguir un permiso para criar seres humanos reales? Ya hoy en día, cualquier dueño de un animal doméstico confirmará gustosamente que sus perros o gatos les dan tanto cariño como las personas y a un coste, emotivo y monetario, considerablemente inferior.
Las estimaciones más recientes sitúan en un 20,3 por ciento el porcentaje de varones adultos norteamericanos que han tenido contactos sexuales con otros varones que culminaron en orgasmo. Dadas las múltiples maneras utilizadas por los humanos para desligar el placer sexual de la reproducción no deseada, la amplia difusión del comportamiento homosexual no debería sorprendernos. Más sorprendente es el gran número de personas que se masturban o masturban a su pareja, toman píldoras para el control de la natalidad, utilizan condones o pomadas espermicidas, practican diversas formas gimnásticas de heterosexualidad no coital, pero condenan y ridiculizan el comportamiento homosexual, aduciendo que es «antinatural». La vinculación de éste con el SIDA no disminuye en nada la irracionalidad de los fortísimos prejuicios contra las personas que se complacen en las relaciones homófilas o lésbicas. De no ser por los avances de la medicina, innumerables hombres y mujeres practicantes de una buena, sana y natural heterosexualidad, seguirían falleciendo a causa de la sífilis, plaga venérea que en su momento alcanzó dimensiones muy superiores a las del SIDA.
Afirmar que la homosexualidad es igual de natural que la heterosexualidad no equivale a afirmar que la mayoría de los hombres y mujeres perciban en los individuos del mismo sexo tantas posibilidades de excitación y satisfacción erótica como en los representantes del sexo opuesto. Al contrario, enseguida trataremos de sociedades en las que la mayoría de los varones se comportan como homosexuales durante un largo período de su vida sin perder la predilección por las mujeres. Se dispone, asimismo, de numerosos elementos de juicio que indican que en toda población humana un pequeño porcentaje de hombres y mujeres se halla genética u hormonalmente predispuesto a preferir las relaciones con individuos del mismo sexo. (En la perspectiva antropológica, sin embargo, la mayor parte de las conductas homosexuales no son atribuibles a factores genéticos u hormonales). Por lo tanto, no afirmo que los seres humanos vengan al mundo con una condición sexual de tabula rasa, pero sí que las preferencias no entrañan forzosamente evitaciones. Se puede preferir el bistec sin rechazar las patatas. No veo pruebas de que las personas dotadas de preferencias por el sexo opuesto estén igualmente dotadas de predisposiciones a detestar y evitar las relaciones con miembros del propio sexo. Esto se aplica también a la inversa. Es decir, dudo mucho de que el reducido número de personas predispuestas a las relaciones con representantes de su mismo sexo nazcan con una tendencia fóbica hacia el sexo contrario. Dudo, en otras palabras, de que existan en absoluto modos de sexualidad humana obligatorios fuera de los impuestos por prescripción cultural.
¿Por qué habría de haberlos? Los humanos tienen sexo para dar y tomar. ¿Acaso no estamos libres de las cadenas que representan las temporadas de cría o los períodos cíclicos de celo? ¿No poseen acaso nuestras hembras clítoris que superan en su prominencia a los de todas las demás especies, con excepción de las hembras de chimpancés más lúbricas? ¿No es nuestra piel singularmente lampiña y más sensible, eróticamente, que la de cualquier simio peludo? Si los chimpancés pigmeos mantienen diariamente relaciones heterosexuales, además de frecuentes frotamientos genitogenitales y penetraciones pseudocopulatorias de tipo homosexual, ¿por qué habría de esperarse que el Homo sapiens, el primate más sexy e imaginativo, fuera a ser menos polifacético? En realidad, hacen falta grandes dosis de instrucción y condicionamiento, de desaprobación parental, de condena social, de advertencias de fuego eterno, de legislación represiva y, ahora, de amenazas de SIDA, para que la pletórica dotación sexual de nuestra especie se convierta a la repugnancia aun ante el mero pensamiento de una unión homosexual. La mayoría de las sociedades —aproximadamente el 64 por ciento, según un estudio— no realizan el esfuerzo de inculcar esta aversión y, o bien toleran, o bien alientan efectivamente algún grado de comportamiento homosexual junto al heterosexual. Si a todo esto se añaden las prácticas clandestinas y no institucionalizadas, cabe afirmar con seguridad que el comportamiento homosexual se da hasta cierto punto en todas las poblaciones humanas. Pero como mostraré en breve, el comportamiento homosexual es tan abigarrado como el heterosexual según los diferentes contextos sociales. Esta variedad asombrosa testimonia, a mi juicio, no sólo el versátil potencial de necesidades y pulsiones sexuales humanas, sino también la versatilidad aún mayor de las culturas humanas para cortar el vínculo entre placer sexual y reproducción.
Los heterosexuales occidentales tienen tendencia a encasillar a los varones homosexuales en el estereotipo del afeminado. Sin embargo, desde los puntos de vista histórico y etnográfico, la forma más frecuente de relación homosexual institucionalizada se da entre hombres instruidos no para ser peluqueros ni decoradores, sino guerreros. En la Antigüedad, por ejemplo, los soldados griegos solían partir para el combate acompañados de jóvenes muchachos que les prestaban servicios como parejas sexuales y compañeros de cama a cambio de instrucción en las artes marciales. Tebas, antigua ciudad-estado al norte de Atenas, disponía de una tropa de élite denominada el Batallón Sagrado, cuya reputación de valor invencible reposaba en la unión y devoción mutua de sus parejas de guerreros.
Los antropólogos han encontrado formas parecidas de homosexualidad militar en muchas partes del mundo. Los azande, pueblo del Sudán meridional, tenían una fuerza militar permanente formada por jóvenes solteros. Estos jóvenes guerreros «desposaban» a muchachos y satisfacían con ellos sus necesidades sexuales hasta que lograban acumular las cabezas de ganado indispensable para poder desposar a una mujer. Este matrimonio homosexual con un muchacho imitaba en algunos aspectos el futuro matrimonio con una mujer. El soltero abonaba a la familia del muchacho-novia un simbólico precio del novio consistente en unas cuantas lanzas. El miembro más joven de la pareja llamaba al mayor «marido mío», hacía sus comidas aparte igual que las mujeres —las cuales comían separadas de sus maridos— recogía hojas para su aseo diario y para su cama por la noche, y se encargaba de llevarle agua, leña y comida. De día, el muchacho-esposa transportaba el escudo del guerrero y, de noche, ambos dormían juntos. La forma preferida de relación sexual consistía en que los mayores introdujeran su pene entre los muslos de los muchachos; éstos, por su parte, «obtenían el placer que podían frotando sus órganos contra el vientre o la ingle de sus parejas». Al madurar, los guerreros solteros abandonaban los campamentos militares, renunciaban a sus muchachos-esposas, pagaban el precio de la novia por una esposa de sexo femenino y tenían hijos. Entretanto, los antiguos muchachos-esposas se iban incorporando al cuerpo de solteros, tocándoles el turno de desposar a un nuevo conjunto de muchachos-novias aprendices de guerrero.
En las tierras altas de Nueva Guinea, las relaciones homosexuales entre muchachos aprendices de guerrero y guerreros jóvenes forman parte de un complejo y prolongado ciclo de iniciación masculina encaminado a transformar a jovencitos afeminados en machos aguerridos. Gilbert Herdt reseña que en la belicosa sociedad sambia los muchachos son separados de sus madres en la prepubertad y llevados a vivir a «clubs» junto a quinceañeros y jóvenes de veinte y pocos años. Durante siete años, aproximadamente, los más pequeños realizan felaciones a los mayores. Tragar el semen que los compañeros de más edad eyaculan en su boca —el de tantos y tantas veces como diariamente sea posible— es la única manera para un muchacho de llegar a ser un adulto cabal y un guerrero varonil. En efecto, los sambias, como otros muchos pueblos de Papua Nueva Guinea, creen que los hombres son hombres sólo porque poseen semen y que la mejor forma de obtenerlo consiste en succionárselo a alguien que disponga de reservas del mismo. Al alcanzar más o menos los veinticinco años de edad, los jóvenes que hacen las veces de donantes de semen ponen fin a sus relaciones homosexuales, se casan y utilizan su semen para engendrar niños. Los maridos sambias se cuidan bien de no mantener relaciones sexuales excesivamente frecuentes con sus esposas, no vaya a ser que sucumban a los poderes contaminadores de sus mujeres y se debiliten por «malgastar» la preciada sustancia masculina. Pero, a pesar de su universal entrega a prácticas homosexuales, una vez alcanzada la madurez, los varones afirman preferir el sexo genital con mujeres al sexo oral con otros hombres, punto al que aludí un poco antes y que indica el mayor atractivo innato de la opción heterosexual para la mayoría de los machos humanos.
El semen no sólo convierte a los muchachos en hombres; de él proceden también los bebés y la leche materna. Los sambias forman linajes solidarios compuestos de varones que estiman haberse creado y alimentado unos a otros virtualmente sin ayuda femenina. Permítaseme señalar el peligro de considerar estas creencias androcéntricas y sus manifestaciones homosexuales como productos arbitrarios de extrañas lucubraciones primitivas.
Entre los sambias y sociedades similares de Papua-Nueva Guinea, la solidaridad forjada en la casa de los hombres, la formación en la dureza y la virilidad, el hecho de compartir el semen donador de vida, tienen su recompensa en el campo de batalla. Más adelante volveremos sobre ello, pero antes quisiera continuar con otras variedades de la homosexualidad entre varones.
Cuadra bien con el peculiar genio de la civilización griega clásica que adaptase la fórmula de la relación homosexual entre un maestro maduro y un joven aprendiz, a la transmisión de conocimientos no militares, sino filosóficos. Casi todos los filósofos griegos famosos mantuvieron relaciones homosexuales con jóvenes aprendices. Pensaban, tal como se pone de manifiesto en el Banquete de Platón, que acostarse con una mujer llevaba únicamente a la procreación orgánica, en tanto que hacerlo con hombres conducía a la procreación de la vida espiritual. Como señaló Jeremy Bentham, para espanto de los intelectuales victorianos, a quienes repugnaba la idea de que Sócrates, Platón, Jenofonte y Aristóteles fueran todos unos «pervertidos», «todo el mundo lo practicaba; nadie se avergonzaba de ello».
En realidad, en la Grecia clásica la homosexualidad masculina se insertaba en la mayoría de los casos en un contexto que sólo remotamente evoca la relación, guerrera o filosófica, entre un maestro maduro y un joven aprendiz. Lo mismo que en China, Bizancio y la Persia medieval, en Grecia la homosexualidad se concentraba principalmente en la expropiación de los cuerpos de individuos de rango inferior, es decir, esclavos y plebeyos de ambos sexos, por parte de las poderosas y androcéntricas clases gobernantes de los imperios antiguos. Los varones aristocráticos podían entregarse a cualquier forma de entretenimiento hedonista con que se encaprichara su mudable imaginación. Así, cuando estaban hartos de esposas, concubinas y esclavas, probaban con muchachos como solución temporal y si alguien estimaba que estas debilidades merecían algún comentario, en todo caso se lo reservó para sí.
Las variantes zande, papuaneoguineana y griega de la homosexualidad tienen las tres un aspecto en común: nadie estimaba que los varones que mantenían relaciones homo y heterosexuales hubieran sucumbido a impulsos anómalos que les relegaran a un estatus sexual especial. En todas estas sociedades, el común de los varones puede y aun debe ser bisexual. Sin embargo, muchas formas de homosexualidad institucionalizada clasifican al «penetrado» pero no al «penetrador» (términos más precisos que «activo» y «pasivo») en una categoría sexual específica que los heterosexuales consideran anómala o desviada. Aparentemente, esta distinción entre penetradores y penetrados existe en cierta medida entre los varones norteamericanos y desempeñó un papel en la infame persecución de los homosexuales por el senador Joseph McCarthy y su asesor jurídico, Roy M. Cohn, quienes estaban indudablemente habituados a mantener relaciones sexuales con varones. Desde su punto de vista, no eran esos hipócritas monumentales que otros veían en ellos, sino sencillamente hombres tan machos que podían hacerlo hasta con «maricas» como manera de demostrar su desprecio por esa gente.
En otras culturas, el hecho de que un hombre sea el penetrado en su relación con otro hombre no le degrada ni a él ni a quien le penetra. Al contrario, es posible que se le considere sencillamente como alguien que pertenece a un tercer sexo de carácter intermedio, ni hombre ni mujer. Los varones que adquieren este estatus, lejos de verse degradados a la categoría de «maricas», distrutan a menudo de prestigio considerable y son especialmente apreciados por su capacidad para actuar como intermediarios entre los mundos natural y supranatural. Los chamanes de sexo masculino de Siberia, por ejemplo, realzan su aire misterioso y ultramundano vistiendo ropas de mujer, realizando labores femeninas y actuando como «penetrados» para sus clientes masculinos. En la macumba y el candomblé, cultos afrobrasileños basados en la posesión espiritual, los dirigentes carismáticos también suelen ser homosexuales. Los clientes acuden a ellos para encontrar a personas y objetos valiosos perdidos, descubrir las causas de sus desdichas y dar con curas para las enfermedades. ¿Por qué habrían de esperar que una persona con el don de hacer estas cosas se vistiera y comportase como las demás?