Veinte años después, convertido él mismo en dermatólogo y en investigador renombrado, el antiguo coleccionista de peces ocupaba, en la orilla del East River, la cátedra de dermatología y microbiología de la muy prestigiosa facultad de medicina de la Universidad de Nueva York. Compaginando perfectamente su actividad clínica con la investigación de virólogo en el laboratorio. Friedman-Kien fue uno de los primeros que utilizó el interferón, la poderosa sustancia antivírica segregada por los glóbulos blancos, en el tratamiento de enfermedades consideradas hasta entonces incurables. Sus experiencias sobre el aciclovir habían demostrado la eficacia del único medicamento que permitía combatir una de las plagas nacida de la liberación sexual, la «fiebre roja» que los norteamericanos estigmatizan con una H mayúscula: el Herpes. En la primavera de 1981, sus trabajos sobre una vacuna para combatir la cruel enfermedad estaban tan adelantados que, sin discusión, le convertían en un premio Nobel en potencia. Pero aquella mañana de abril la vida profesional de Alvin Friedman-Kien iba a tomar repentinamente otra dirección.
El enfermo que acababa de sentarse en su consulta era un joven actor de Broadway. Dejando aparte sus lesiones cutáneas, parecía gozar de una salud perfecta.
—Es horrible, doctor; ni siquiera con mi maquillaje consigo disimular estas manchas —se lamentó, tocándose ligeramente su rostro.
Una simple ojeada le bastó al especialista para diagnosticar el mal. Las formas y el color de aquellas marcas de la piel eran absolutamente específicas de una enfermedad bien conocida. Pero toda su experiencia de médico le inducía a descartar este veredicto. Sabía que aquella enfermedad no atacaba nunca a personas jóvenes y que su zona de acción se limitaba casi exclusivamente al centro de África y al contorno del Mediterráneo. El dermatólogo vienés que la había descrito por primera vez en 1872 y le dio su nombre, no habría podido suponer la resonancia que su descubrimiento suscitaría un siglo después. Los cinco casos de ulceración cutánea de evolución mortal presentados aquel año por el profesor Moritz Kaposi en la Academia Real de Medicina de Austria se convertirían en los modelos de un tipo particular de cáncer de la piel que constituiría un día una de las afecciones características del sida.
Exceptuando África, el cáncer de Kaposi fue durante largo tiempo tan raro, que un especialista como Alvin Friedman-Kien confesaba que no había observado más de una decena en toda su carrera. Siempre afectaba a hombres de edad, de origen judío o latino, que se exhibían en los hospitales y en las clases de las facultades como especímenes excepcionales. La evolución de su enfermedad era habitualmente tan lenta, que casi siempre morían de otra cosa. Y he aquí que, en aquella mañana de abril, el rostro tumefacto de un joven actor de teatro acababa de modificar todos esos datos. Aquella misma tarde una biopsia confirmó el diagnóstico, hundiendo al clínico en un abismo de perplejidad.
Lo que ocurrió en el transcurso de las semanas siguientes permanecería en la memoria de Alvin Friedman-Kien como «un encadenamiento de imágenes propias de una película de catástrofe». Recibió la llamada de un colega internista. «Tengo un enfermo con signos cutáneos muy extraños. Nunca había visto nada semejante. ¿Puede usted recibirle?» El dermatólogo recordará siempre la impresión que le produjo aquella visita. «En menos de quince días me veía enfrentado con dos casos de una enfermedad rarísima. En pleno Nueva York. Y en dos americanos en la flor de la vida».
Esta segunda víctima de un cáncer de Kaposi era un joven decorador muy conocido de la Quinta Avenida. Los primeros síntomas de la enfermedad se remontaban a varios meses atrás. Había sido hospitalizado a consecuencia de una brusca pérdida de peso, acompañada de una fiebre violenta, de sudores nocturnos y de una inflamación ganglionar generalizada. Su bazo se había duplicado de tamaño y hubo que proceder a su ablación. Pero ningún examen había podido precisar el origen de los desórdenes comprobados. Algunos días después, cuando el paciente se disponía a salir del hospital, descubrió en sus piernas «unas extrañas manchas azuladas». El interno de guardia se encogió de hombros. «Se habrá dado algún golpe. Sólo se trata de vulgares contusiones». El joven decorador volvió a su casa. Dos semanas después, unas manchas semejantes aparecieron en su torso, en su cuello, en sus brazos, en su rostro y hasta en su boca. Muy asustado, se precipitó a casa del médico que le trataba. Y éste, inerme ante tal afección, llamó al dermatólogo Alvin Friedman-Kien.
Con el mismo ardor que el del doctor Michael Gottlieb en Los Ángeles ante su misteriosa epidemia de neumocistosis, el antiguo coleccionista de peces rojos comenzó a repasar minuciosamente los casi quinientos casos de tumores de Kaposi descritos desde 1872 en la literatura médica mundial. Después sometió a sus dos pacientes a un interrogatorio implacable. Uno y otro eran homosexuales muy activos. No se conocían ni compartían los mismos compañeros, pero ambos tenían el mismo historial médico: sífilis, blenorragia, parasitosis, herpes, hepatitis B. Además, los dos consumían
poppers
, drogas a base de nitrito de amilo, así llamadas porque sus frascos hacen «pop» cuando se los destapa, y que tienen, entre otras propiedades, la de dilatar los vasos, especialmente los de la verga y los de la mucosa anal.
Durante días buscó Alvin Friedman-Kien un indicio que pudiese explicar el origen del trágico mal. Escribió a todos los médicos
gays
de Nueva York conocidos por la importancia de su clientela homosexual. Les preguntó si habían descubierto la presencia de marcas moradas en la epidermis de alguno de sus pacientes. Las respuestas fueron negativas. Alvin Friedman-Kien estaba a punto de abandonar cuando la llamada de un cancerólogo le hizo saber que su servicio había tenido que atender en el curso de los años precedentes varios casos de cánceres diversos que presentaban, por lo demás, signos cutáneos semejantes a los de sus dos pacientes. Todos eran homosexuales menores de cuarenta años. Y todos habían fallecido. Ningún dermatólogo había sido invitado a examinarlos. «¡Era aberrante! —se indigna Alvin Friedman-Kien—. ¡Por culpa de una increíble falta de comunicación entre los dos departamentos de un gran hospital, una epidemia pasó inadvertida!»
Dominando su cólera, el médico neoyorquino se precipitó al teléfono. Si el cáncer de Kaposi había producido ya tantos estragos entre los homosexuales de su ciudad, también podría haberlos causado en otras partes. Llamó a colegas de Chicago, de Los Ángeles y de San Francisco. Tal como esperaba, enfermos con manchas moradas en la piel habían acudido a la consulta en varios hospitales.
En San Francisco, un joven cancerólogo del General Hospital acababa incluso de descubrir en la piel y en la boca de un homosexual prostituido de veintidós años, que operaba en las saunas de la Sodoma americana, una erupción de pústulas análogas. Sus estudios universitarios no habían preparado al doctor Paul Volberding, de veintiocho años, a enfrentarse con semejante patología. Nacido en una granja de Minnesota, aquel atleta de un metro ochenta y anchos hombros de
rugbyman
eligió la oncología porque había pasado la infancia contemplando, en un extremo de la explotación familiar, los edificios de cristal de uno de los templos del tratamiento de los cánceres: la mundialmente famosa Clínica Mayo. Pero hasta hoy no había aparecido en su servicio ningún enfermo que padeciese aquel tipo de lesiones. Desconcertado, Paul Volberding pidió socorro a uno de los dermatólogos más famosos de San Francisco.
El doctor Marcus C. Conant, de cuarenta y cinco años,
gay
el mismo, era un especialista en enfermedades sexualmente transmisibles. En los años 60, cuando millares de muchachos y de chicas del movimiento
hippy
colonizaban las alturas del Ashbury Park para hacer el amor, viajar al paraíso del LSD, abuchear la guerra del Vietnam y proclamar su derecho a la felicidad, Marcus Conant había asistido benévolamente a algunas víctimas de aquellos desbordamientos. Hoy, su gabinete de consulta en el hospital de la Universidad de California sólo estaba separado por la cresta de una colina de las calientes calles del Castro, el enclave homosexual donde él mismo residía. Los excesos que se producían en aquel barrio llenaban diariamente su sala de espera. Sin embargo, tampoco él había visto nunca un caso parecido al que le presentaba Paul Volberding.
Su diagnóstico le dejó estupefacto. Él sabía, como todos los dermatólogos, que el cáncer de Kaposi era rarísimo y que sólo se producía en hombres que habían pasado de los sesenta años. Marcus Conant y Paul Volberding consultaron a sus colegas de la costa Oeste. Michael Gottlieb, el inmunólogo que acababa de revelar en el boletín del CDC de Atlanta que una extraña epidemia de neumonías mortales afectaba a los jóvenes homosexuales de Los Ángeles, les confirmó que varios casos de cáncer de Kaposi relacionados con el mismo tipo de enfermos acababan de ser identificados en su hospital. En Stanford, no lejos de San Francisco, esta clase de cáncer acababa incluso de matar a un joven redactor del
Advocate
, un periódico muy conocido en la costa Oeste. En Nueva York, a Alvin Friedman-Kien no le costó ningún trabajo catalogar en pocos días una treintena de casos idénticos. Todos correspondían igualmente a jóvenes homosexuales muy activos.
La naturaleza visible de sus lesiones hacía que su mal, esencialmente difícil de aceptar, fuese considerado por la mayoría como una especie de lepra. Los que disponían de medios iban a ocultarse en la habitación de una clínica privada. Otros se quedaban encerrados en sus casas. Algunos intentaron suicidarse. En muchos casos, los tumores no se limitaban a la epidermis. Atacaban también los tejidos de órganos internos: faringe, esófago, intestinos, pulmones. Los médicos estaban desarmados. Ningún tratamiento producía un efecto eficaz y duradero. Ni siquiera la radioterapia o la quimioterapia.
Sólo en pocos meses, uno de los enfermos de Alvin Friedman-Kien se convirtió en un desecho, en un muerto viviente en su cama del hospital situado a la orilla del East River. Una semana antes de su fallecimiento, cuando el dermatólogo se desesperaba por su impotencia para aliviar su desgracia, el médico tuvo una de las más grandes emociones de su existencia. Al entrar en la habitación de su paciente se encontró cara a cara con un hombre atlético y alegre, y no con el moribundo que atendía desde hacía meses. Creyó ser víctima de una alucinación. En realidad, se trataba del hermano gemelo de su enfermo, cuya existencia ignoraba. Hacía diez años que los dos hermanos se habían peleado y no se habían vuelto a ver desde entonces. A Alvin Friedman-Kien le costó trabajo ocultar su sorpresa. «Dios mío —se lamentó—, si yo hubiese sabido que tenía un gemelo habría podido intentar un trasplante de médula. Tal vez habría podido salvar a ese pobre hombre resucitando sus defensas inmunitarias».
A partir de entonces, el dermatólogo nunca dejó de comprobar si cada nuevo paciente tenía un hermano gemelo.