El
MMWR
contaba con informadores hasta en el más pequeño pueblo del país y la diversidad de los temas tratados le convertía en un observador universal. En él se encontraba el informe de un dentista de Virginia que señalaba una alarmante tasa de erosión dentaria entre los nadadores de competición. La investigación de los sabuesos del CDC permitió comprobar que el agua de la piscina local contenía una concentración de ácido mil veces más fuerte que lo normal. También se descubría en sus páginas que, después de una tempestad de nieve en Colorado, los hospitales de Denver tuvieron que proceder a la amputación de catorce dedos accidentados por los aspiradores de nieve. O bien que unos médicos de Puerto Rico, de Florida y de Texas se habían sorprendido al hallar en setenta y dos refugiados haitianos de sexo masculino repentinos crecimientos mamarios, probablemente debidos a un desequilibrio hormonal producido por la súbita mejora de su alimentación.
La mitad de los casos de enfermedad o de fallecimiento presentados por el boletín procedía precisamente de intoxicaciones causadas por productos alimentarios. Por ejemplo, la aparición de psitacosis entre los criadores de pavos de Ohio, o el asma de los empleados de una empresa conservera de cangrejos de Alaska. Esto sin contar los casos de envenenamiento digestivo, de fiebre tifoidea o de salmonelosis revelados por el periódico de los médicos-detectives de Atlanta. Este eclecticismo no impedía que el
MMWR
tuviese sus preferencias. La prevención de las epidemias constituía uno de los primeros objetivos del CDC. Casi no había número que no dedicase por lo menos un texto a algún síndrome que afectaba a la colectividad, como una epidemia de tifus generada por las ardillas voladoras, o la de rabia ocasionada por las ratas de las regiones de la costa Este, o las hepatitis víricas de un pueblo mexicano de Sierra Madre, o la famosa enfermedad de los legionarios de Filadelfia.
Debidamente verificadas por el representante del CDC en Los Ángeles, las observaciones del doctor Michael Gottlieb proporcionaron un indiscutible
scoop
al modesto boletín de Atlanta. Aparecieron el 5 de junio de 1981 bajo el título de «Casos de neumocistosis — Los Ángeles» en la página 2 del volumen 30, fascículo 21, un número histórico por haber sido el primero del mundo en hablar de una enfermedad que la humanidad pronto descubriría con terror: el llamado SIDA. Sin embargo, la pequeña historia retendrá el hecho de que el redactor jefe del
MMWR
no consideró oportuno conceder la primera página de su boletín a este tema, prefiriendo para ella un artículo sobre dos turistas americanos que, durante unas largas vacaciones en el Caribe, habían contraído el dengue, una fiebre eruptiva benigna transmitida por un mosquito.
En realidad, los cinco casos presentados por Michael Gottlieb en las cuarenta y seis líneas de su comunicación aportaban pocas informaciones sensacionales; se trataba de jóvenes homosexuales que no se conocían entre ellos, que tenían todos un grávido historial de enfermedades sexualmente transmisibles, que inhalaban sustancias tóxicas y que padecían neumocistosis, la famosa neumonía parasitaria que sólo afecta a los organismos privados de defensas inmunitarias. No obstante, Michael Gottlieb precisaba de entrada que este mal era muy grave, puesto que dos de sus enfermos ya habían muerto.
El segundo SOS que llegó durante aquella primavera de 1981 y desencadenó la movilización de Jim Curran y de sus tropas procedía de la capital del este de los Estados Unidos: Nueva York. Un jefe de servicio de la Facultad de Medicina de la New York University, el doctor Alvin E. Friedman-Kien, denunciaba una súbita epidemia de otro mal rarísimo. Este mal no tenía ninguna semejanza con el encontrado en Los Ángeles. Salvo una: atacaba también a jóvenes homosexuales cuyo sistema de defensas inmunitarias había sido destruido por una razón inexplicada.
Latroun, Israel — Primavera de 1981
Dos cuerpos enredados caen al abismo
«¡Aleluya, aleluya! —escribió el hermano Philippe Malouf a sus padres que estaban en el Líbano—. Dios me ha colmado: me ha instalado en el centro mismo de Su creación». Con estas sencillas palabras, el antiguo guerrillero de las Falanges Cristianas expresaba su felicidad al poder satisfacer su vocación monástica en aquella abadía de los Siete Dolores de Latroun, situada en la encrucijada de los caminos más antiguos de la humanidad. Desde que pasaba sus días fuera de la clausura para cultivar los viñedos del priorato y vender sus productos a los visitantes, no transcurría semana sin que la reja de su arado arrancase a la tierra algún sílex prehistórico, algún resto de tablilla cananea, testimonio de que Dios había elegido aquel lugar como cuna de Su creación. Con ayuda del hermano Antoine, un joven iraquí de barbita rubia originario de Ur, la ciudad natal de Abraham, Philippe Malouf había trasladado a un local más amplio el pequeño museo que había encontrado al llegar. Cada noche, después del oficio de vísperas, se instalaba allí con sus reliquias para montarlas sobre zócalos de yeso. Las etiquetaba y las agrupaba por épocas en unos estantes donde se habían sucedido antes generaciones de botellas de
chablis
y de
muscadet
.
Las frecuentes visitas de los dos arqueólogos americanos que realizaban a sus excavaciones en el yacimiento próximo a la antigua ciudad de Gezer ayudaban a Philippe Malouf a orientarse en el
maëlstrom
de civilizaciones cuyo recuerdo perpetuaban aquellos objetos. Intercambiaban piezas, comparaban sus hallazgos. Josef Stein y Sam Blum habían adquirido la costumbre de asistir el domingo a la gran misa cantada de los monjes que se celebraba bajo las bóvedas ojivales de la iglesia de piedras blancas. El hermano hostelero, un gigante burilado en hueso y que parecía salido de un cuadro de Zurbarán, les invitaba después a almorzar en el comedor reservado a los huéspedes de paso y cuyas paredes, de un verde pálido, no tenían más decoración que un crucifijo de madera de olivo. Las especialidades del menú —puerros a la vinagreta y conejo a la mostaza— eran, sin duda, únicas en todo el Oriente. Una taza de café turco, preparado y servido según las reglas del arte, y una copa de brandy o de crema de menta destilados en los alambiques de la abadía daban fin a aquellos insólitos ágapes monacales. Los días de fiesta, Philippe Malouf recibía permiso del padre abad para acompañar a sus dos amigos hasta Gezer «para efectuar durante algunas horas una fabulosa inmersión en los estratos de la Historia».
La colina, totalmente blanca, emergía de la llanura como una fortaleza. Centinela sobre la famosa Vía Maris, la inmemorial ruta que unió Oriente y Occidente durante milenios, y construida en un altozano, la ciudad se hallaba en el centro de una de las más antiguas patrias del hombre. El yacimiento de Gezer ha despertado siempre la curiosidad de los arqueólogos. Para tratar de sacar a la luz un trigésimo nivel de hábitat, Josef Stein, Sam Blum y su equipo de la Escuela Americana de Jerusalén realizaban una campaña de excavaciones en aquel lugar excepcional. Ayudados en sus trabajos hercúleos por un centenar de obreros árabes y judíos, habían excavado un pozo de treinta metros de profundidad. Para evacuar las toneladas de tierra y de cascotes habían dispuesto un sistema de tornos de mano y construido uno de los más audaces encajes de andamios realizados en un campamento de excavaciones.
«¡Cristo ha resucitado!» Nunca una festividad de Pascua había traído tantas promesas. Después de celebrar en la iglesia abacial el misterio de la resurrección del Salvador al que había consagrado su vida, el hermano Philippe Malouf se disponía a celebrar en un lugar privilegiado de la Historia la resurrección de las obras mortales de sus criaturas. Para su visita pascual a la cantera de Gezer, sus amigos arqueólogos le habían reservado dos grandes sorpresas. En primer lugar, la afloración recién acabada de una explanada cananea que contenía diez estelas de piedra y una vasta piscina monolítica, testigos colosales de que esta ciudad fue en la Antigüedad un prestigioso centro religioso. La segunda sorpresa era un descubrimiento notable. Al alcanzar el trigésimo nivel de ocupación, Josef Stein y Sam Blum acababan de descubrir la entrada de un túnel. Excavado en la roca hasta una longitud de sesenta y seis metros, aquel túnel conducía a una gigantesca caverna en forma de catedral subterránea y llena de un copioso tesoro que explicaba la razón de que los hombres de la Prehistoria hubiesen fundado una ciudad en aquel lugar. Y la razón de que millones de hombres más hubieran continuado habitándola durante milenios. Aquel tesoro era el agua.
La visita comenzó con una foto de recuerdo. Extraña trinidad la de aquellos hombres de orígenes tan diversos que posaban juntos. Josef Stein, con su barba de poeta bíblico, y Sam Blum, con sus gafas de montura metálica propias de un anarquista militante, flanqueaban a Philippe Malouf, cuya tonsura en forma de aureola y su hábito blanco le daban el aspecto de una imagen piadosa. Era como si el Antiguo Testamento y la Revolución rodeasen al Mesías. Con Sam Blum en cabeza, los tres hombres se dirigieron a la escala y comenzaron a descender. La entrada del túnel se encontraba unos treinta metros más abajo. De cuando en cuando un fragmento de roca se desprendía de la pared para estrellarse con estrépito metálico contra los tubos del andamiaje. «Era como un cántico venido del alba de los tiempos», dice el monje. Y fue entonces cuando sobrevino la tragedia.
Todo ocurrió tan rápidamente, que Josef Stein nunca pudo encontrar el orden real de las imágenes que hirieron su retina. «Creí ver una sandalia de Philippe que se trababa en los pliegues de su hábito —dijo luego—. Su pie había resbalado. Al perder el equilibrio basculó en el acto hacia el vacío. Intentó aferrarse a la escalera, pero no pudo asirse a los barrotes. Lanzó un grito. Comprendiendo el drama que se desarrollaba encima de él, Sam alargó la mano para intentar detenerlo en la caída. Pero, ya cayendo, Philippe chocó con él y le hizo perder también el equilibrio. Oí dos gritos y vi que mis amigos desaparecían juntos en el abismo».
Nueva York, USA — Primavera de 1981
Las extrañas manchas moradas de un médico vienés
Los pequeños ojos negros del médico neoyorquino se desorbitaron súbitamente. El doctor Alvin E. Friedman-Kien, de treinta y seis años, nunca había visto una proliferación de lesiones como aquella. Todo el rostro del enfermo —la frente, las mejillas, la nariz, el labio superior, la barbilla— estaba constelado de extrañas placas irregulares de color violáceo. Era como una máscara de bufón de ópera. No obstante, Alvin Friedman-Kien estaba curtido. Los desórdenes propios de su especialidad eran siempre visuales. Y era este aspecto de la dermatología lo que le había atraído hacia una rama de la práctica médica menos prestigiosa que otras. Las formas y los colores le habían fascinado siempre. Desde los ocho años empezó a pintar, a esculpir, a modelar objetos. Años después, la visita a un laboratorio de biología marina orientó hacia la vía científica su afición por las imágenes. Maravillado ante la prodigiosa abundancia de la vida acuática, el muchacho se apasionó por el estudio de los peces. Comenzó coleccionando toda clase de ellos, desde los más comunes hasta los más raros. Contempló incansablemente en el microscopio la riqueza y la diversidad de sus escamas, examinó cada milímetro cuadrado de su piel y disecó hasta la menor de sus aletas. Su vocación por la biología animal nació del espectáculo mágico de los acuarios. Sin embargo, a la hora de iniciar una carrera, eligió la medicina, abandonando la fauna acuática para dar prioridad a la especie humana. En los bancos de la Facultad de Medicina de Yale encontró al maestro que iba a determinar su especialización: el bioquímico y dermatólogo Erren Learner, que acababa de penetrar en el misterio de la formación de los pigmentos de la piel.