Su eclecticismo era también completo en los aspectos sociales y políticos de la medicina. En el índice de los temas desarrollados durante el año precedente se podían encontrar reportajes sobre la igualdad del derecho al aborto, la responsabilidad de la publicidad para los productos farmacéuticos, la utilización del amianto en la construcción de las escuelas, la protección sanitaria en la China comunista, el papel de las cubetas de WC en la propagación de la blenorragia, los derechos de los enfermos, los riesgos en las centrales nucleares o las lesiones de muñeca en la práctica del patinaje sobre ruedas.
A veces, el
Journal
se equivocaba, pero todo el mundo reconocía el cuidado que ponía en la elección de los artículos y el rigor que presidía el control de sus informaciones. Cada jueves, sus doscientos veinticinco mil ejemplares eran leídos religiosamente por la mayoría de los cuatrocientos mil médicos norteamericanos y por varios millares de sus colegas extranjeros. El
New England Journal of Medicine
se leía también en los pasillos del Congreso y en los despachos de Wall Street. Era citado en la televisión y en los grandes periódicos, y transmitido por satélite a las publicaciones del mundo entero por el canal de los teletipos de las agencias de prensa. El índice de cada número podía influir en la terapia de millones de enfermos y orientar las curas practicadas en centenares de hospitales y de clínicas. Sus páginas sobre tal o cual medicamento tenían el poder de hacer subir en la Bolsa las acciones de los laboratorios farmacéuticos o bien provocar su hundimiento. En resumen: el
Journal
era una de las biblias indiscutidas del mundo médico norteamericano. Excepto el premio Nobel, firmar en sus columnas era la más alta distinción que investigadores y clínicos podían vanagloriarse de haber recibido.
Más de cuatro mil textos e informes de experiencias llegaban cada año al despacho de su director. Sólo eran seleccionados unos cuatrocientos, ni siquiera el diez por ciento. Esta estricta selección demostraba la voluntad de no hacerse eco de todo lo que pudiera parecer sensacionalista o prematuro. El
Journal
mostraba, entre otras cosas, la más extremada prudencia ante el anuncio de una nueva epidemia. Esperó seis meses y el aviso oficial del Departamento de Sanidad para dar cuenta, al fin, de la epidemia producida por unas compresas higiénicas que afectó a miles de mujeres. Y seis meses también para comentar la famosa enfermedad de los Legionarios, responsable de numerosos fallecimientos.
—¿Ha efectuado usted exámenes inmunológicos de sus cinco enfermos? —le preguntó secamente a Michael Gottlieb el doctor Arnold Relman.
Distinguido nefrólogo, salido del serrallo de las prestigiosas universidades de la costa Este, el director del
New England Journal of Medicine
conocía las reglas del juego.
—¡Naturalmente! —aseguró el inmunólogo californiano.
—¿Cuáles? —apremió Arnold Relman, procurando asegurarse de que no estaba tratando con uno de aquellos médicos extravagantes o poco escrupulosos que bombardeaban regularmente el
Journal
con sus seudodescubrimientos sensacionalistas.
Michael Gottlieb enumeró la lista de las pruebas biológicas a las que había sometido a sus pacientes e incluso precisó las técnicas de investigación utilizadas. Pero Arnold Relman se atrincheró detrás de su escepticismo.
—¿Está seguro de que no se trata de una simple leucemia? —insistió—. ¿Ha tomado muestras de médula ósea?
Aunque el joven inmunólogo abogó con toda la fuerza de su convicción, el misterioso mal que fulminaba en su hospital a cinco jóvenes homosexuales no encontró eco en el responsable de la primera revista médica del mundo. Tomando como pretexto los largos meses de plazo que necesitaba el
Journal
para publicar cualquier texto, Arnold Relman acabó aconsejando a su interlocutor que dirigiese sus observaciones al Centro de Control de las Enfermedades Infecciosas, en Atlanta. Su boletín semanal le brindaría el medio más eficaz de poner su descubrimiento en conocimiento de la comunidad médica. Lo cual no impediría que, después, el
New England Journal of Medicine
«recogiese eventualmente el asunto».
Benarés, India — Primavera de 1981
Revuelta en el palacio del maharajá
A sor Bandona no le costó ningún trabajo adivinar de dónde venía la muchachita que se había deslizado en el tropel de los desvalidos que asediaban su dispensario. Su cabellera desgreñada y reluciente de aceite de mostaza, su maquillaje ofensivo, su desalentador olor a pachulí y su expresión de animal acosado denunciaban que se trataba de una fugitiva de la calle Munshiganj, la calle de los burdeles. Desoyendo las protestas de los leprosos, la hizo salir de la cola. Sor Bandona necesitó un mar de ternura para domar a aquella pequeña salvaje y arrancarle algunas palabras. Poco a poco consiguió enterarse de que sus «patronos» la estaban buscando para llevársela a la fuerza, para castigarla, tal vez para lapidarla. Ananda sollozaba, con el rostro hundido entre las manos. De pronto, la religiosa vio la marca que había en una de ellas.
—Hermanita, enséñame tu mano —dijo con dulzura.
La lesión era característica. El examen al microscopio de una secreción nasal confirmaría el diagnóstico de lepra. La enfermedad estaba en plena evolución. Sin un tratamiento urgente, podrían producirse unos estragos irreversibles.
Sor Bandona acarició los grasientos cabellos de la joven leprosa.
—No tengas miedo, hermanita. Te quedarás con nosotras para que te cuidemos y te curemos. Aquí, nadie vendrá a hacerte daño.
«La pequeña carroñera del Ganges» bajó la cabeza. Eran unas palabras que una intocable no acostumbraba oír. Tras un largo silencio, la muchacha se atrevió a levantar la cabeza. «No comprendía muy bien lo que me sucedía —confesaría después—. Era como si mi
karma
se hubiese adornado de repente con todo el oro de los
mahajan
.
[3]
La curación de la joven leprosa fue larga y difícil. A pesar de un tratamiento enérgico con sulfonas, la enfermedad continuó agravándose. Ananda sentía hormigueos, súbitos accesos de comezón, la sensación de que los parásitos caminaban bajo su epidermis y de que un líquido chorreaba sobre su piel. Comprobó la aparición sobre su cuerpo de bolitas rugosas y secas por el centro. Sus cejas comenzaron a caer. Esos trastornos duraron varios meses y después cesaron. La piel de la enferma adquirió entonces el aspecto del papel de seda. Su epidermis, en los lugares donde aparecieron las primeras manchas, recobró poco a poco su sensibilidad al contacto de un alfiler y, algo después, al simple roce del dedo. Era el signo que esperaba sor Bandona: la lepra iba a ser vencida.
Sin embargo, otro mal bastante más taimado minaba a la joven india. A pesar del universo de amor y de caridad en el que se hallaba sumergida, conservaba sus reflejos de niña maldita. Procuraba no manchar a otros con su contacto, mantenía permanentemente sus ojos bajos, se estremecía como un animal acosado a la menor llamada e iba a comer su pitanza junto a los perros sarnosos. La ternura de sor Bandona resbalaba sobre ella como una lluvia de monzón. La propia Ananda lo explicaría más adelante: «La maldición de mi
karma
era demasiado fuerte. Impregnaba cada fibra de mi piel con un negro todavía más negro que mi color. Los dioses me habían hecho paria. Yo debía seguir sometida a su voluntad. Había nacido culpable. No tenía derecho a ser amada». A esta convicción se añadía una desconfianza visceral. Había recibido demasiados golpes y vivido demasiadas traiciones para no temer en la bondad de las hermanas alguna segunda intención maligna. ¿Acaso no había sido ya cruelmente engañada por la «generosidad» de un desconocido en el andén de una estación? ¿No había oído numerosas veces a gentes que denunciaban las artimañas de los cristianos para convertir a los hindúes a su fe?
Un día fue a reunirse en el pequeño taller con otras mujeres sin recursos que confeccionaban los saquitos de leche en polvo y de harina de
dal
que las hermanas destinaban a las madres leprosas. Fue en aquel cuarto donde vio por primera vez una fotografía de la Madre Teresa sosteniendo en sus brazos a un niño abandonado durante el éxodo de Bangladesh. Aquel documento había hecho famoso en todo el mundo el rostro de la futura premio Nobel de la Paz. «Su mirada tan llena de alegría y de ternura parecía extenderse sobre todo el sufrimiento de la humanidad —dijo más tarde Ananda—. Aquel retrato no necesitaba ningún pie, ninguna explicación, ningún comentario. Bastaba con mirar a aquella mujer, con dejarse penetrar por su expresión, con sentir la tristeza, la vergüenza y la necesidad de amar que ascendían desde el fondo de su corazón».
Un serio incidente acabaría definitivamente con los últimos reflejos de desconfianza de la joven intocable. Sobrevino en la vasta sala abovedada donde se amontonaban unos treinta leprosos gravemente afectados. Era un moridero, más que una enfermería. Un insoportable olor a podredumbre y a éter subía de los cuerpos cubiertos de moscas. Sor Bandona y Ananda acababan de entrar llevando una camilla sobre la cual yacía un cuerpo inerte al que le habían cortado una pierna un momento antes. Como no encontraron ninguna plaza vacante, la religiosa se detuvo delante de uno de los enfermos, que parecía menos grave que los demás.
—Alí —murmuró la hermana—, tienes que ceder tu cama a uno de tus hermanos que está mucho peor que tú.
El leproso se apoyó en sus muñones y examinó a regañadientes el cuerpo que estaba en la camilla. Fue entonces cuando estalló el incidente. Fue tan brusco que las dos mujeres dejaron caer las parihuelas. Surgiendo de la oscuridad, a ras del suelo, un espectro semidesnudo, sin pies ni manos, se arrojó sobre el jergón.
—¡Esta cama es para mí! —aulló, empujando con su frente el cuerpo de su ocupante—. Hace días que espero que ese tipo se vaya para instalarme en su sitio. ¡Largaos de aquí, hijas de perra!
Abalanzándose sobre sor Bandona, le asestó un cabezazo en las rodillas. Después, cogiendo una escudilla con sus muñones, comenzó a golpear en el suelo con gran estrépito. Otro leproso, un barbudo con un agujero en lugar de nariz, tomó a su vez otra escudilla y se unió al escándalo. Aquello fue la señal. En seguida, la rebelión se extendió por todos los jergones. Un diluvio de bastones, de muletas, de escupitajos, de pedazos de vendajes voló hacia las dos mujeres. Algunas botellas se estrellaron en las paredes, dejando escapar un insoportable olor de desinfectante. Un proyectil golpeó el grabado de Cristo en la Cruz colgado en el muro, detrás del jergón de Alí. Unas voces gritaban acompasadamente: «¡Somos hombres, no perros!» Y otras: «¡Queremos un hospital, no un moridero!»
El jaleo de los utensilios, de los gritos y de las injurias, del bombardeo de objetos se amplificó. Sor Bandona, con una mano crispada sobre el crucifijo que colgaba de su rosario, se mantenía inmóvil frente a la horda desencadenada. Parecía una estatua. Aterrorizada, Ananda se había puesto al abrigo detrás de un pilar. Oyó entonces una voz que se elevaba por encima del tumulto. Increíblemente tranquila, con sus ojos oblicuos más serenos que nunca, sor Bandona blandía ahora el crucifijo de su rosario por encima de las cabezas. «¡Oh, Dios de amor, ten piedad de tus hijos que sufren! —salmodiaba—. ¡Oh, Dios de amor, concédeles tu piedad!»
Desconcertados, los rebeldes parecieron vacilar. La batahola se apaciguó y después cesó casi de golpe. El odio que retorcía los rostros dejó paso a una curiosidad inquieta. ¿Qué castigo iba a infligirles la superiora? Los leprosos la vieron avanzar. Pasando lentamente entre las filas de jergones, pidió a cada ocupante que repitiera con ella la oración que iba a recitar. Ananda recordaría durante mucho tiempo el espectáculo «de aquellos hindúes, de aquellos musulmanes y de aquellos cristianos torturados por el sufrimiento y recitando juntos, frase tras frase, en la paz recobrada, las palabras del Padrenuestro».