Lo que sobrevino entonces quedaría grabado para siempre en la memoria de la joven Ananda. Enloquecido por la terrible noticia su padre llamó un
rickshaw
para ir a presentar sus excusas a los parientes del novio que él le había elegido y para anular la ceremonia de los esponsales. A su regreso, convocó a su hija ante toda la familia reunida. Y señalando con la mano la puerta de la casa, dijo simplemente:
—Hija, el dios te ha maldecido. Aquí ya no hay sitio para ti. Vete.
Sacó de los pliegues de su
longhi
algunos billetes de una rupia y se los entregó a la chica. Su esposa se adelantó con un hatillo que contenía un poco de ropa, algunas galletas y dos plátanos. Ananda tomó el paquete y permaneció un momento inmóvil, paralizada por el miedo y por la pena. Después, se dirigió a la salida. Antes de franquear el umbral, se volvió. Todos los miembros de su familia estaban allí, mirándola en silencio: sus tíos, sus tías, sus primos, su abuela e incluso su abuelo de barba blanca, en un cuadro colgado de la pared. Al ver a sus hermanitos, que sollozaban detrás del padre, sintió deseos de volver atrás. Pero la severa mirada de su madre la disuadió de hacerlo. Entonces salió y se sumergió en la ola hormigueante de la callejuela.
En el despiadado contexto de la sociedad hindú, aquella exclusión equivalía a una condena a muerte. «La pequeña carroñera del Ganges» sabía que no podía llamar a ninguna puerta de la inmensa ciudad. El más mínimo contacto físico con cualquiera estaba rigurosamente prohibido a una intocable. Toda su corta vida había transcurrido en la obsesión de no transgredir esa segregación. Doblemente impura por ser paria de nacimiento e hija de un quemador de cadáveres, Ananda procuró no manchar nunca, ni siquiera con su sombra, a algún hindú de casta en el barullo de las callejuelas, no comprar nunca un cucurucho de
muri
a no ser arrojando el dinero al vendedor y no levantar nunca los ojos ante nadie. Incluso bajo el techo familiar, Ananda no había podido librarse de la opresión de su condición. Sus padres la habían impregnado obstinadamente de la maldición de su destino. No se le había dado ternura, ni amor. A ella, que se atrevía a desvalijar los cadáveres, le era negado, por añadidura, toda esperanza de hacer valer sus méritos para renacer en una encarnación mejor. No podía haber un
karma
más desastroso que el suyo.
Como nunca pudo asistir a la escuela, Ananda no sabía ni leer ni escribir. Sin embargo, el negocio de su padre había familiarizado su vida con toda clase de jergas y dialectos. Además del bhojpuri, la lengua local, sabía muchas palabras de hindi, de urdu, de bengalí e incluso de gujarati y marathi, pues eran numerosos los ricos hindúes de esas provincias que venían a morir en Benarés para conquistar allí la paz eterna. En cambio, desconocía la lengua de los antiguos colonizadores de la India, porque ningún inglés había venido nunca para ser incinerado en las piras paternas.
Su singular trabajo y su implacable entorno no habían escatimado nada a la chiquilla. A los trece años, como tantos niños indios, lo sabía todo, o casi todo, sobre las realidades de la vida. Ananda había visto y oído aparearse a sus padres y había asistido, en las sórdidas callejuelas de alrededor de los templos, a los tratos de las prostitutas, de los travestidos, de los eunucos. Ananda había visto nacer, sufrir y morir. Un duro aprendizaje que la preparó para todos los choques, que la endureció para todas las desgracias. Al menos, así lo creía ella. Porque la pequeña proscrita nunca habría podido sospechar lo que la esperaba al abandonar la casa familiar.
Lo primero fue todo un mes de vagabundeo a través de las calles y en las escaleras que descendían al Ganges, de mendicidad en los escalones de los templos, de rebusca en los montones de basura y de furtivas rapiñas en los tenderetes de los mercados. Su cuerpo, ya antes enclenque, enflaqueció terriblemente. Los gusanos surcaban su vientre con horribles hinchazones, las moscas se aglutinaban en enjambre sobre las llagas de sus miembros descarnados. Y colonias de piojos se habían instalado en su pelambrera de niña salvaje.
Un día se sintió tan hambrienta que tuvo que decidirse a presentarse ante la verja de un
mahajan
, un usurero de la calle de los joyeros, para entregarle, a cambio de algunas rupias, el pequeño anillo de oro que todavía brillaba en la aleta de su nariz. Apiadado de su desamparo, en lugar de las quince rupias que suponía la transacción, el viejo Shylock colocó en el borde de su mostrador un billete de veinte rupias, el equivalente de diez francos. Aquella pequeña fortuna permitió a Ananda sobrevivir diez días más, alimentándose de trozos de caña de azúcar y de plátanos.
Una noche, al cabo de sus fuerzas, la muchacha se dejó caer en un andén de la estación para extender la mano. La providencia tuvo esta vez el rostro de un hombre zalamero tocado con el tranquilizador gorro blanco de los miembros del partido del Congreso. El desconocido depositó en su palma una asombrosa limosna: un billete de diez rupias, todo arrugado. Ananda no se atrevió a levantar los ojos hacia tal benefactor.
—No me des las gracias, pequeña —se apresuró a decir el desconocido—. Soy yo quien tiene necesidad de ti.
El hombre se acuclilló sobre sus talones y contó que su mujer había sido reclamada en Calcuta para cuidar a su padre agonizante. No regresaría antes de dos o tres días. Y él buscaba a alguien que se ocupase de sus tres hijos de corta edad durante su ausencia.
—Vivo aquí cerca y tú lo harías muy bien —explicó el hombre sin demostrar ninguna repugnancia ante el estado más bien desastroso y ante la piel negra que indicaba el bajo origen de su interlocutora—. Te daré quince rupias por semana.
«Debe de ser el dios Ganesh en persona», pensó la chiquilla levantando tímidamente la cabeza. Hizo un signo con la barbilla, se puso en pie y, como un animal que ha encontrado un amo, ajustó el paso al del desconocido providencial.
Lo mismo que todos los grandes centros de peregrinación, Benarés era un terreno abonado para un buen número de comercios profanos. Uno de los más activos y más florecientes era el de la prostitución, especialmente la de las niñas. Aquí, como en otras partes, la leyenda decía que desflorar a una virgen fortalecía las virtudes viriles y curaba las enfermedades venéreas. Las casas de placer abundaban. Se abastecían de pupilas dirigiéndose a sus proveedores habituales. Estos últimos compraban en general esa lastimosa mercancía a las familias muy pobres, especialmente en el Nepal, u organizaban bodas falsas con presuntos cónyuges. A veces se contentaban simplemente con secuestrar a sus víctimas.
En la ciudad santa, donde toda actividad se bañaba fatalmente en lo sagrado, algunos audaces proxenetas no dudaban en servirse de ciertas fiestas religiosas para iniciar, so capa de algún rito, a sus víctimas en su destino de prostitutas. Así, por ejemplo, en las fiestas de Mârg Pûrnîma, la luna llena de octubre, se celebraba la gloria de Vishnú, el dios creador de todas las cosas, y durante el Makara Sankrânti, el solsticio de invierno, se festejaba a la diosa del amor carnal, del placer y de la fertilidad.
«No fue a su domicilio adonde me llevó mi benefactor —relata Ananda—. Me empujó al asiento de un taxi y él se sentó a mi lado. El coche rodó mucho rato por los suburbios y acabó deteniéndose ante la verja de un templo. En el patio había unas veinte pobres chicas acuclilladas bajo la vigilancia de hombres tocados con gorros blancos. Yo traté de escapar, pero dos manos poderosas me sujetaron y me forzaron a entrar en el patio. Allí me dijeron que me sentase. En aquel momento aparecieron dos matronas y nos distribuyeron unas hojas de plátano en cuyo hueco vertieron un cucharón de arroz y de
dal
. Yo tenía tanta hambre que lo tragué todo vorazmente. Seguidamente, los hombres del gorro blanco nos ordenaron que nos levantáramos y nos empujaron hacia el interior del templo.
»Fue allí donde la pesadilla comenzó. Durante dos días y dos noches, a veces amenazadores y otras veces zalameros, unos pandits pagados por los proxenetas nos explicaron que no había un destino más luminoso para una chica que el de ser llamada por los dioses para saciar de placer a los hombres. Puntuando sus discursos con golpes de gong, entregándose a toda clase de ritos al pie de las numerosas divinidades del santuario, aquellos inquietantes brahmines se ensañaban con nosotras. Acabaron embrujándonos. Al cabo de esos dos días, estábamos hechizadas. Dispuestas a todo».
Lo que ignoraba Ananda era que, en aquel mismo momento, idénticas sesiones de embrujamiento se estaban realizando en otras varias ciudades de la India. Se estima en tres mil el número de niñas entregadas cada año a la prostitución con ocasión de la fiesta de Mârg Pûrnîma sólo en el Estado de Karhataka.
[1]
Debidamente comprada, la policía cierra los ojos.
Una semana más tarde, después de haber sido vendidas y revendidas, Ananda y sus compañeras fueron encerradas como animales en los sórdidos lenocinios clandestinos de adobe, alineados en una auténtica corte de los milagros a lo largo de la calle principal de Munshiganj, el barrio popular de la prostitución donde el amor se consume a veinte rupias escasas, que no llegan ni a diez francos.
Rarezas del destino: ni sus raptores, ni ninguno de sus clientes advirtieron debajo de su ultrajante maquillaje la pequeña mancha que la había llevado a su desgracia. Una noche, al encender un bastoncillo de incienso, Ananda dejó caer por descuido una cerilla encendida sobre el dorso de la mano. El contacto del fuego no le causó la más mínima sensación de dolor. Ananda se sorprendió de ello y descubrió entonces, alrededor de la lesión producida por la llama, una aureola parduzca, tan insensible como la mancha de su mejilla. Perturbada, examinó febrilmente su otra mano, sus piernas, sus muslos, su vientre. Nadie podría impedírselo: mañana se escaparía de la cárcel de la calle Munshiganj.
Los Ángeles, USA — Otoño de 1980
Enigma en la habitación 516
Aquello había comenzado con una banal crisis de urticaria. Al despertarse una mañana, Ted Peters, de treinta y un años, modelo que trabajaba para una agencia de moda de Westwood, el barrio residencial del oeste de Los Ángeles, sintió unas pequeñas asperezas en la lengua y en la pared interna de la boca. Un espejo le reveló que toda su cavidad bucal y su lengua estaban tapizadas de una extraña pasta blanquecina. Ted Peters, perplejo, se enjuagó la boca con un gargarismo antiséptico. Había sufrido con frecuencia trastornos cutáneos, pero nunca en la boca. Como muchos jóvenes sexualmente muy activos, Ted Peters padecía episódicos accesos de herpes. Además, había sido víctima de varios accidentes venéreos. Pero un tratamiento adecuado había dado siempre cuenta de esas molestias.
Al cabo de tres días, en los que persistió su infección bucal, Ted Peters sentía cada vez más cierta dificultad al deglutir. Los alimentos quedaban bloqueados en el camino del estómago. Incluso el paso de un sorbo de zumo de naranja le resultaba doloroso. Esos síntomas se agravaron. Llegó un momento en que no pudo tragar nada. Muy inquieto, decidió consultarlo.
El interno de las urgencias del hospital de la UCLA consideró que su estado justificaba unos exámenes más profundos. Le hizo hospitalizarse. Una endoscopia del esófago descubrió una infección de la pared producida por unos
Candida
, minúsculos hongos de extremada virulencia. Pero lo que alertó, sobre todo, la atención de los médicos fue el importante déficit del número de sus glóbulos blancos. Era evidente que aquel enfermo sufría un grave desorden inmunitario. Un tratamiento vigoroso tuvo por efecto la rápida remisión de la infección de la boca y del esófago. Pero, en cambio, ninguna prueba, ningún análisis permitieron comprender por qué le faltaban tantos glóbulos blancos. En el servicio de enfermedades infecciosas del hospital de la UCLA, Ted Peters se convirtió pronto en «el enigma de la habitación 516».
«Si la enfermedad del huésped de la habitación 516 se hubiese declarado en algún pueblucho perdido de Iowa, probablemente nadie lo habría hecho notar —dice Michael Gottlieb, el joven inmunólogo que torturaba cada día a sus ratones, en beneficio de la ciencia, en el sótano del mismo edificio—. Los médicos habrían llegado simplemente a una conclusión: “Este hombre padece una enfermedad misteriosa”. Habría muerto, y nada más. Pero en el entorno científico de una gran universidad, tal enigma no podía dejar de suscitar la curiosidad. Lo cual demuestra que en la investigación, todo éxito depende del encuentro de un problema con una mente fértil».