Jerusalén, Israel — Otoño de 1981
«¿Qué he hecho yo, Señor, para merecer este castigo?»
Una mosca en el techo. Todo el universo de Philippe Malouf se limitaba a esta única visión de un insecto que se paseaba por unos plafones perforados por pequeños agujeros. Un techo para volverle loco, con todos sus agujeritos. ¿Cuántos días llevaba allí? ¿Cuántas noches? El joven monje había perdido la noción del tiempo. Veintidós días de coma y cuatro semanas de un sueño entrecortado por semivigilias hasta que se dio cuenta de su estado. No tenía ninguna sensación, desde la nuca hasta la punta de los pies. Su cuerpo ya no le pertenecía. No podía dar órdenes a sus miembros, ni toser, ni tragar, ni estornudar, ni comer, ni hablar, a no ser con algunas onomatopeyas dirigidas en un soplo a un visitante o a un médico. Durante varios días, sólo pudo conceder una atención confusa a lo que le había sucedido. Después, una noche, reconoció la gran cabeza barbuda de Josef Stein inclinada sobre él. El arqueólogo norteamericano se esforzaba en sonreír e incluso en bromear: «¡Y yo que creía que tu Dios daba alas a sus ángeles!» El joven monje hizo entonces el descubrimiento más cruel: ni siquiera podía reír.
En lo tocante a las alas, Philippe Malouf no pudo hacer nada para frenar su caída en el pozo de la excavación. Sam Blum, el otro americano, había tenido más suerte. Una plancha que sobresalía en el segundo nivel había detenido providencialmente su caída en el abismo. Se limitó a romperse dos costillas y una clavícula. El hijo del rabino de Nueva York había dado las gracias al mismo tiempo al Dios de Israel, a sus profetas y a todas las divinidades que las almas de la Antigüedad habían adorado a través de los tiempos en aquel privilegiado lugar de culto.
Josef Stein no podía olvidar el grito que lanzó Philippe al caer, y luego el ruido sordo de su cuerpo al dislocarse en el fondo de la excavación. Las llamadas de socorro, el loco descenso al pozo, la instalación de un torno de mano, la llegada de una ambulancia con la estrella de David y de sus camilleros en
shorts
y con el torso desnudo, la sujeción de una camilla a la polea del torno, el lento ascenso del herido inconsciente a lo largo de las paredes milenarias, su traslado al hospital de la Hadassah de Jerusalén, su desaparición en la sala de urgencias; todos aquellos ruidos y todas aquellas imágenes se entrechocaban en la memoria del americano como en un caleidoscopio surrealista. Finalmente, la visión del cirujano saliendo del quirófano, con su máscara de color verde pálido colgando bajo la barbilla y la frente perlada de sudor, visiblemente poco inclinado a las confidencias y anunciando solamente, en un tono neutro, como para desdramatizar lo insostenible:
—Fractura de las cervicales cuarta y quinta, con aplastamiento del canal medular. Parálisis de los cuatro miembros.
—¿Definitiva?
La barba de Josef Stein y su emoción habían como amortiguado la pregunta. El cirujano aspiró una bocanada de su cigarrillo y expulsó lentamente el humo.
—En el estado actual de nuestros conocimientos, me temo que sí.
La angustia inundó en seguida el cuerpo inerte. Una angustia incontrolable forjada con los mil fenómenos que se manifestaban en la conciencia, con el único fondo sonoro del latido de su sangre en las sienes: una súbita sofocación respiratoria, una caída de tensión, una sensación de frío o de calor, la imposibilidad de transpirar y un sentimiento de degradación y de impotencia ante la pérdida del control de sus necesidades naturales. Y más dolorosa aún, la humillación de ser exhibido desnudo, expuesto ante un desfile de desconocidos.
Impresionado por el desamparo del joven monje, el padre abad del monasterio de Latroun buscó palabras que esperaba le proporcionasen un poco de consuelo. Apuntando con su gruesa mano callosa hacia los tejados en terraza de los suburbios de Jerusalén que se divisaban desde su habitación, le recordó que «allí arriba, sólo a unos centenares de metros más allá de la colina, fue donde Aquel que vino a la tierra a redimir a los hombres vivió el martirio de la Pasión». Pero, en su propia pasión, una preocupación ajena a su compromiso con el Cristo del Gólgota, aunque muy humana, extraviaba aquellos días el cerebro del trapense. A pesar de que daba la vuelta a la pregunta en todos los sentidos, no conseguía encontrar las palabras para formularla. Finalmente, una noche, le confió a Josef Stein su tormento. Los dos amigos escuchaban la voz lejana de un almuédano árabe que llamaba a la oración desde lo alto de un alminar.
—Dime, Josef —preguntó sin más preámbulos el joven monje—, ¿crees que nunca más tendré erecciones?
A la angustia sucedió un período de rebeldía que a los médicos les pareció una manifestación positiva de la resistencia y de la combatividad del paralítico. Lo mismo que Jacob había maldecido a su Creador durante una noche entera, las imprecaciones del monje se dirigieron primero al Dios de misericordia del cual se había convertido en servidor: «¿Qué he hecho yo, Señor, para merecer este castigo? ¿Por qué yo?» Y como no halló en su fe una respuesta satisfactoria, el antiguo guerrillero de las Falanges libanesas mostró su desesperación a los que le rodeaban y atendían. Injurias, gritos, reproches y amenazas, la pequeña habitación que se abría sobre Jerusalén se convirtió, durante semanas, en una caldera de violencias verbales que nadie se atrevía a afrontar.
Una complicación puso entonces en peligro la vida del herido. Obligadas a la inmovilidad, algunas partes de su cuerpo que estaban en contacto permanente con la cama comenzaron a necrosarse. Privadas de sangre, y por consiguiente de oxígeno, a causa de su compresión prolongada, estas zonas no irrigadas hicieron nacer escaras, horribles y hondas llagas, focos potenciales de infecciones irreversibles. Con cuidados urgentes y fricciones cada cuatro horas, internos y enfermeras lucharon sin descanso para detener la mortificación o ablandamiento de los tejidos y prevenir nuevas lesiones. Tanto empeño y tanta dedicación no dejaron insensible al monje rebelado. Meditando sobre todo lo que había sido su vida desde hacía veinticuatro años, Philippe buscaba desesperadamente fuerzas para aceptar su estado. Sus hermanos del monasterio venían, turnándose, a ayudarle en el esfuerzo, reconfortándolo con la Eucaristía y con el apoyo de su oración. Pero sería una visita inesperada lo que iba a producir el choque decisivo que necesitaba para convertir su rebeldía en un principio de aceptación.
Aquella tarde, el enfermo no oyó el deslizamiento furtivo de unas ruedas de goma sobre el linóleo de su habitación. De repente descubrió, junto a su almohada, el rostro de una muchacha con la frente ceñida por una cinta escarlata que aprisionaba una abundante cabellera negra y rizada. El brillo de su mirada y su sonrisa expresaban una alegría y una fuerza tan vivas que el monje se sintió turbado. «Era la VIDA lo que acababa de entrar en mi habitación —dijo luego—. Una palanca que movía con la boca le permitía conducir la silla rodante eléctrica. Sus manos, inertes sobre los brazos de la silla, demostraban que también padecía una tetraplegia total. Sobre sus rodillas estaba posada una botella.
“¡Shalom!
(me dijo la muchacha alegremente). Me llamo Ruth, como la mujer de la Biblia. Te traigo una botella de vino para que bebamos por tu curación. No viene de Latroun, sino del monte Carmelo. ¡Verás qué bueno es!” Después, sus labios cogieron de nuevo la palanca, su silla dio media vuelta y la muchacha salió de mi habitación».
Un minuto más tarde, la joven israelí estaba de vuelta, acompañada de una enfermera que llevaba una bandeja con la botella y dos vasos llenos de vino del Carmelo.
—¡
L'chaim
, Philippe! ¡Por la vida!
La enfermera sumergió una pipeta en el primer vaso y la acercó a los labios del monje, que sorbió un largo trago. Una bocanada de calor le invadió en el acto, ahuyentando de golpe el sabor de herrumbre que le raspaba la lengua desde el accidente. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Trató de hablar, pero, vencido por la emoción, no consiguió articular ni una sola palabra. Sorbió un nuevo trago de vino bajo la mirada enternecida de Ruth, que sonreía.
—Gracias, hermanita —dijo él, cerrando los ojos—. Tu visita es el más hermoso de los regalos.
Philippe Malouf se enteró aquella misma tarde de la tragedia que había roto la vida de Ruth. Miembro de un kibutz situado en el extremo norte de Galilea, patrullaba una noche a lo largo de la frontera libanesa cuando dos balas disparadas a bocajarro por un fedayin le partieron la columna vertebral.
Aquella semana, un segundo acontecimiento contribuyó a reintegrar al joven trapense al mundo de los vivos. Considerando soldadas sus fracturas cervicales, los médicos decidieron sentarle por primera vez en su cama. Después de haberle fortalecido el corazón con un poderoso tónico cardíaco, un enfermero se dedicó a incorporarle suavemente el busto. Sus ojos, que durante tantas semanas habían tenido como único horizonte el techo perforado con agujeros, se afanaron de pronto en busca de nuevos puntos de referencia. «La habitación basculaba en todos los sentidos, como si me encontrase a bordo de un avión que ejecutase una serie de
loopings
», confesó luego Philippe Malouf. Presa de una violenta náusea, comenzó a vomitar. Hubo que devolverle en seguida a su posición yacente. Algunas nuevas tentativas se llevaron a cabo al día siguiente y en los días sucesivos, hasta que pudo salvar progresivamente esta primera etapa de resurrección.
Atlanta, USA — Otoño de 1981
Quinientas preguntas para una encuesta loca sobre los misterios de la libido
Era el cuestionario más detallado, más imaginativo y más audaz que los cerebros de la joven ciencia de la epidemiología habían concebido nunca. El doctor Jim Curran y los miembros de su Task Force del CDC se habían superado literalmente para realizar una pequeña obra maestra que les permitiría, así lo esperaban, descubrir la respuesta al jeroglífico que les confundía. Toda la experiencia adquirida durante sus numerosas encuestas realizadas sobre las enfermedades venéreas, las hepatitis A y B y otras enfermedades infecciosas, constituyó la base de partida para la elaboración de aquel cuestionario gigante. Un estudio realizado cuatro años antes por dos investigadores
gays
sobre los comportamientos sexuales y los usos y costumbres de unos quinientos homosexuales norteamericanos había proporcionado inestimables datos elementales sobre aquel mundo de alto riesgo, hoy amenazado por los peores peligros. El inventario de todos los casos de neumocistosis y de Kaposi diagnosticados en los Estados Unidos en aquel comienzo de otoño de 1981 —unos cuarenta en total— y su descripción todo lo precisa que era posible, completaron el
dossier
preparatorio.
Jim Curran también había recabado los conocimientos del profesor William Darrow, especialista de la casa en los estudios sociológicos realizados con los grupos sexualmente arriesgados. Los trabajos que aquel científico de cuarenta y cinco años había emprendido sobre la dimensión social de los fenómenos de la libido, le convertían en una autoridad en la materia. Había dedicado veinte años de su vida a analizar las costumbres de los recidivistas de la sífilis, de la blenorragia y de otras enfermedades venéreas. «Para mí —afirmó el profesor—, no cabe la menor duda. Esta siniestra epidemia es, evidentemente, transmitida por vía sexual». Para convencerse de ello o, si la cosa fallaba, desenmascarar otros factores, Jim Curran y su equipo consideraron indispensable someter a cada enfermo, así como el mayor número posible de homosexuales sanos, a un interrogatorio exhaustivo. Estaba compuesto de unas quinientas preguntas. Su lista llenaba las veintitrés páginas del documento que llevaba un nombre codificado: «CDC Protocolo 577».