Alvin Friedman-Kien se lamentará más tarde de la relativa lentitud con la que el Centro de Control de Enfermedades de Atlanta reaccionó ante su llamada. Transcurrieron seis semanas antes de que Jim Curran llegase a Nueva York con un equipo de médicos-detectives para controlar sus primeras comprobaciones. Curiosamente, ni Jim Curran ni ninguno de sus colegas mencionaron al médico neoyorquino la epidemia descubierta por Michael Gottlieb en el otro extremo de los Estados Unidos. Los responsables del CDC necesitaron todavía varias semanas para establecer una relación entre ambos asuntos. El 4 de julio de 1981, un mes después de la revelación de la epidemia de neumonías que afectaba a los homosexuales de Los Ángeles, un segundo artículo del boletín de Atlanta hacía estallar una nueva bomba en el panorama médico internacional. Titulado «Sarcoma de Kaposi y neumocistosis entre los homosexuales varones de Nueva York y California», el texto pasaba revista a los veintiséis primeros casos enumerados por Alvin Friedman-Kien. Llevaba su firma y la de los facultativos que habían colaborado en sus esfuerzos. La dirección del CDC acompañaba el informe con un grito de alarma destinado al conjunto del cuerpo médico, conminándolo a «que se pusiese en estado de alerta ante la amenaza de los cánceres de Kaposi, de las neumocistosis y otras enfermedades susceptibles de atacar a los homosexuales varones en estado de inmunodepresión».
Pero tanto en Atlanta como en Nueva York, Los Ángeles o San Francisco, allí donde se habían identificado las primeras víctimas de lo que parecía ser una nueva plaga, nadie estaba en condiciones, aquel comienzo del verano de 1981, de aportar una respuesta a la única y verdadera pregunta: ¿por qué se encontraban en estado de inmunodepresión aquellos homosexuales varones?
París, Francia — Verano de 1981
El último viaje del auxiliar de vuelo de Air France
El famoso boletín de la superpolicía de los microbios de Atlanta, el
MMWR
(Informe Semanal de Morbidez y de Mortalidad), tenía en Francia un fiel abonado. Con su pelambrera de carnero merino, su inseparable casco de motorista en la mano y su eterno cigarrillo Gauloise en los labios, el doctor Willy Rozenbaum, de treinta y seis años, recordaba más a un cantante de rock que a un príncipe del
establishment
médico, más bien convencional, de la patria de Louis Pasteur. Aunque parecían sentarle mejor una guitarra eléctrica o el manillar de un artefacto de gran cilindrada que un estetoscopio, aquel diablo de hombrecito, sin cesar al acecho de alguna novedad, era un caso verdaderamente notable.
Comenzó su carrera a los veintitrés años en el servicio de reanimación de un hospital cuya vocación era devolver la vida a los agonizantes. Centro antiveneno de la región parisiense, el hospital Fernand-Widal recibía a las víctimas de intoxicaciones accidentales y suicidios por envenenamiento. Creada en los años 50 para mantener con vida a los aquejados de dificultades respiratorias debidas a la poliomielitis, la reanimación ofrecía el más emocionante de los horizontes a un joven médico que ardía en deseos de prolongar la vida e, inconscientemente, de procurar una especie de inmortalidad. «Era fabuloso —dice Willy Rozenbaum—. Imagínese: devolver la vida a un ser aparentemente muerto, poder resucitarlo, saldar cuentas con la muerte». El aprendiz de médico tuvo suerte. Desde hacía unos años, los progresos más espectaculares en las técnicas de reanimación se daban en los casos de envenenamiento. El noventa y cinco por ciento se salvaban.
Su primer «milagro» tenía el angélico rostro de una madona de Botticelli. Todo el servicio estaba enamorado de Véronique, hasta tal punto que la convirtieron en su mascota. A los dieciséis años, la muchacha quiso morir. Para no fallar, se tragó una lata entera de raticida. Como el producto ya no existía en el mercado, fue imposible determinar el antídoto exacto. Un desastre. El pequeño cuerpo inerte trasladado por la ambulancia no tenía más de una posibilidad entre un millón de volver a la vida: coma profundo, colapso respiratorio, circulatorio, renal, parálisis total. Seis meses de cuidados intensivos en una madeja de tubos, de sondas y de cables unidos a toda clase de máquinas consiguieron finalmente devolver a este mundo a Véronique. A pesar de algunas graves secuelas —pérdida del oído y la destrucción de un riñón—, la muchacha pudo salir del hospital.
Willy Rozenbaum volvió a verla. Intentó comprender las razones que la habían impulsado al deseo de morir. Pero al ver sus posteriores ansias de vivir, abandonó sus investigaciones. «Véronique respiraba vida. Estaba curada». Sin embargo, un día, después de una sesión de cine, la muchacha le pidió bruscamente que le ayudase a realizar un nuevo intento de suicidio. El médico la obligó a explicarse. Y ella acabó confesándole que, aunque había tantas cosas bellas en este mundo, también había otras muchas que le quitaban las ganas de vivir. Aquel deseo de muerte le descubrió al aprendiz de médico una verdad fundamental. «Véronique ha contribuido a hacerme admitir la idea de que la muerte forma parte de nuestro destino —explica—. Que la lucha a veces fantasmal del médico en busca de una inmortalidad imposible es una lucha estéril. Como dice Freud, siempre es la muerte la que tiene la última palabra».
El doctor Willy Rozenbaum no se resignará nunca a perder una vida, pero recuerda el mensaje de la pequeña mascota del Fernand-Widal. «Mejorando su calidad de vida, se le da tanto al ser humano como obstinándonos en prolongarla». No ignora cuáles son los límites del poder de un reanimador. «Los prodigios de la reanimación toxicológica permiten salvar cuerpos — dice—. Las gentes se salvan, pero, dicho en términos de calidad de vida, no siempre salen en el mejor estado. El sufrimiento psicológico persiste en la mayor parte de los casos».
Para superar este problema, Willy Rozenbaum se desvió por otro camino que al principio le pareció «tan fantástico como la reanimación». Las enfermedades infecciosas le ofrecían uno de los campos más gratificantes de la medicina, uno de los pocos donde las estadísticas alcanzaban casi un ciento por ciento de curaciones desde el advenimiento de los antibióticos. «La diabetes, la hipertensión o la insuficiencia renal se tratan, pero no se curan —dice—. Mientras que después de una infección, incluso la más grave, se puede reemprender una vida normal».
Al antiguo reanimador se le presentó pronto una magnífica ocasión para aportar una contribución original. El estudio estadístico de las enfermedades infecciosas, es decir, el análisis de un problema no en términos individuales, sino en términos colectivos —en una palabra, la epidemiología— no formaba parte todavía de las preocupaciones de la medicina francesa. Enorme laguna que iba a ser parcialmente colmada una mañana de febrero de 1979, cuando Willy Rozenbaum llegó montado en su Kawasaki de 1.000 cm cúbicos ante la puerta de un pabellón del hospital parisiense Claude-Bernard. Sus únicas herramientas: algunos títulos en estadística y en informática obtenidos apresuradamente, a sus treinta y tres años, y la ambición de dotar a una de las primeras medicinas del mundo del arma vital de salud pública que le faltaba.
Con su aspecto poco atractivo y sus lúgubres pabellones, que parecían los barracones de un
stalag
de prisioneros de guerra, el hospital que acogió a Willy Rozenbaum no sugería precisamente un templo de la ciencia médica moderna. Sin embargo, el hijo del viñador cuyo nombre llevaba, había descubierto en el siglo anterior una de las funciones esenciales del cuerpo humano: la capacidad del hígado para almacenar la energía necesaria a los músculos. A la notoriedad de su nombre, el hospital Claude-Bernard añadía otro título de fama. Por el hecho de su especialización en el tratamiento de las enfermedades infecciosas y tropicales, era uno de los centros de patología microbiana y parasitaria más importantes de Europa. Generaciones de militares, de funcionarios, de misioneros y de colonos supervivientes de las aventuras imperiales francesas habían llegado allí para curar los estragos producidos en sus organismos por su residencia en ultramar. La moda de los viajes y del turismo hacia los países lejanos había tomado el relevo, trayendo a aquel lugar una ola de patologías nuevas y diversas. En resumen: el hospital Claude-Bernard representaba un excepcional laboratorio de estudio para quien soñaba con encerrar en sus ordenadores la memoria individual y colectiva de las infecciones que allí se trataban.
Ávido de aprovecharse de la experiencia y de los métodos seguidos en el extranjero, Willy Rozenbaum, naturalmente, había echo una peregrinación a La Meca de la epidemiología mundial: el CDC de Atlanta. Fue allí donde se suscribió al
MMWR
(Informe Semanal de Morbidez y Mortalidad). Era uno de los escasos lectores franceses del pequeño y asombroso periódico y lo leía como si fuese un breviario. «No hay nada más emocionante que recibir cada semana el boletín de salud colectiva de un inmenso país como los Estados Unidos, y descubrir en él todas sus pequeñas y grandes miserias —afirma Rozenbaum—. Nada mejor para producir el prurito de la investigación y para mantenerse despierto. En cada una de nuestras reuniones de bibliografía, yo me apresuraba a revelar a mis colegas parisienses las observaciones más originales de aquel boletín. ¡Por desgracia, casi siempre fracasaba! En aquellos comienzos de la década de los 80, los franceses todavía despreciaban la epidemiología».
Hasta que la plaga del siglo sacudió su apatía.
Como todos los martes, el doctor Willy Rozenbaum no se negó el placer de rasgar el sobre pardo que llevaba el membrete del Departamento norteamericano de la Salud. A juzgar por su artículo principal, el número del
MMWR
del 5 de junio de 1981 prometía pocas sorpresas. El hecho de que dos turistas americanos de vacaciones en el Caribe hubiesen contraído el dengue, fiebre eruptiva poco peligrosa transmitida por un mosquito, no constituía, ciertamente, un acontecimiento de resonancia mundial. Willy Rozenbaum iba a abandonar ya la lectura cuando su mirada fue atraída por el artículo siguiente, en el que se informaba de cinco jóvenes homosexuales afectados por una neumocistosis misteriosa. He aquí algo que parecía una noticia digna de interés. Como médico avisado, Willy Rozenbaum conocía la existencia de esa neumonía parasitaria. Sabía que había afectado, durante la segunda guerra mundial, a los niños del gueto de Varsovia que sufrían desnutrición. Sabía también que a veces atacaba a los recién nacidos prematuros. Y sabía, finalmente, que sus parásitos podían hacer eclosión en los enfermos inmunodeprimidos, aquellos cuyas defensas contra las infecciones estaban alteradas o disminuidas. ¿No se había comprobado a en los años 60, que los tratamientos inmunodepresores utilizados en la lucha contra los cánceres y en los injertos de órganos habían favorecido la aparición de esta enfermedad? Pero ¿qué podía haber en común entre los niños de Varsovia, los prematuros, los cancerosos, los injertados y los cinco homosexuales de Los Ángeles?
Willy Rozenbaum estaba dando vueltas en su cabeza a esa pregunta cuando la enfermera hizo entrar en la consulta al primer paciente del día. Era un hombre de unos treinta años que ejercía la profesión de auxiliar de vuelo en Air France. Le acompañaba un amigo. Sufría de una intensa fiebre y de una diarrea crónica. Tosía.
—Doctor, acabo de pasar tres semanas de vacaciones a orillas del Nilo —anunció—. He debido de atrapar allí alguna porquería.
Willy Rozenbaum le interrogó. Su diarrea había empezado en Egipto, sin razones aparentes, y se resistió al primer tratamiento. Durante la consulta, el joven mencionó que Air France le había destinado a la línea de América del Norte y que hacía frecuentes viajes a Nueva York y a Los Ángeles.
Willy Rozenbaum veía desfilar por allí centenares de trastornos intestinales consecuencia de estancias en países tropicales: disenterías, amibiasis, tifoideas… Era una de las especialidades del hospital Claude-Bernard. Pero ver semejantes desórdenes asociados a una tos seca, tenaz, rebelde, era algo singular y nuevo. Auscultó a su paciente con la máxima atención y volvió a sentarse detrás de su mesa. Estaba perplejo y reflexionaba en silencio, cuando sus ojos cayeron sobre el ejemplar del
MMWR
abierto delante de él por la segunda página. «En mi mente, aquello fue como un disparador —dice—. La presencia de un compañero al lado de mi paciente y la evocación de sus frecuentes escalas en Los Ángeles me hicieron relacionar su mal con el de los jóvenes homosexuales norteamericanos que aparecían en el informe que acababa de leer. Quise saber a qué atenerme».