Maestra en el arte de la muerte (25 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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Siempre podría permanecer, como era su costumbre, en segundo plano y pasar desapercibida. Después de todo, una fiesta en Cambridge no podía competir con la sofisticación de los ágapes de los palacios de la realeza y las dignidades de la Iglesia en Salerno. No debía dejarse acobardar por lo que, inevitablemente, sería una reunión bucólica. Y ansiaba bañarse. De haberlo creído posible lo habría pedido antes. Imaginó que preparar un baño era otra de las muchas cosas con las que Gyltha no se llevaba bien. De todos modos, no tenía alternativa. Gyltha y las dos Matildas estaban decididas. Tenían poco tiempo. El festejo, que podía durar seis o siete horas, comenzaba a mediodía.

Adelia se desvistió y se sumergió en la tina. A continuación las criadas vertieron lejía y un puñado de preciados clavos de olor. La restregaron enérgicamente con piedra pómez y la sumergieron mientras su cabello se impregnaba de la mezcla antes de pasarle el cepillo y enjuagárselo con agua de lavanda.

La sacaron del agua, la envolvieron en una sábana y la introdujeron el cabello en el horno donde se cocinaba el pan.

Su cabello era decepcionante. Se habría esperado más de lo que había debajo del sombrero o la toca que siempre usaba. Lo llevaba cortado a la altura de los hombros.

—El color está bien —señaló Gyltha, algo reticente.

—Pero es demasiado corto —objetó Matilda B.—. Tendremos que usar redecilla.

—Las mallas son caras.

—Todavía no he decidido si iré —gritó Adelia desde el horno.

—Maldita seáis —le respondió Gyltha.

Finalmente, aún de rodillas delante del horno, Adelia le indicó a sus criadas dónde guardaba el monedero. Estaba repleto. Simón la había provisto con una letra de crédito de la casa Luccan —banqueros mercantiles con representantes en Inglaterra— y había retirado dinero suficiente para los dos.

—Si vais al mercado, es hora de que las tres tengáis nuevas túnicas. Compraos una pieza del mejor barragán.

Le avergonzaba permitirse esos lujos mientras las voluntariosas mujeres usaban ropas gastadas.

—Una pieza de lino servirá —sugirió Gyltha, lacónica y contenta.

Las criadas apartaron a Adelia del horno, le pusieron su ropa interior y la sentaron en un banco para cepillarle el cabello hasta que relució como el oro. Habían comprado una malla plateada con la que confeccionaron pequeñas redecillas que enroscaron a las trenzas, sujetas sobre las orejas. Todavía estaban trabajando en el peinado cuando llegó Simón. Al ver a Adelia, parpadeó.

—Bien. Bien, bien...

Ulf estaba boquiabierto. Adelia se ruborizó.

—Tanto alboroto, y no sé si iremos finalmente —repuso enfadada.

—¿Acaso creéis que podemos dejar de ir? Querida doctora, si a Cambridge le fuera negada la oportunidad de veros ahora, el cielo lloraría. Sólo conozco una mujer tan bella como vos, y está en Nápoles.

Adelia le sonrió. Era un hombre sutil que sabía ser galante sin pretender seducir. Tenía siempre la precaución de mencionar a su esposa, a la que adoraba, para resaltar no que él era un hombre prohibido, sino que ella, Adelia, era una mujer prohibida para él. Cualquier otra actitud habría puesto en peligro una relación que necesariamente era estrecha. Eso les había permitido ser compañeros y profesarse mutuo respeto por sus cualidades profesionales. Y era un bello gesto por su parte ponerla a la par de su esposa, a la que todavía veía como a la delgada doncella de piel de marfil con la que se había casado en Nápoles hacía veinte años. Aunque tras haberle dado nueve hijos, la dama ya no fuera tan esbelta.

Esa mañana Simón tenía un aspecto triunfal.

—Regresaremos pronto —anunció—. No diré nada hasta que haya descubierto los documentos probatorios, pero existen copias de las cuentas que se quemaron. Estaba seguro de que las había. Los banqueros de Chaim las guardaban y como son extensas, pues aparentemente el hombre había prestado dinero en toda Anglia Oriental, las he llevado al castillo para que sir Rowley me ayude a estudiarlas minuciosamente.

—¿Es una decisión prudente?

—Creo que sí. El hombre es experto en contabilidad y está tan ansioso como nosotros por descubrir quiénes eran los deudores de Chaim y quién lo lamentaba tan profundamente como para desear su muerte.

—Hum...

Simón no estaba dispuesto a escuchar las dudas de Adelia. Creía saber qué clase de hombre era sir Rowley, sin importarle que hubiera sido un cruzado. Se vistió rápidamente con sus mejores ropas, para estar a tono con el festín de Grantchester, y volvió a salir en dirección al castillo.

Adelia decidió que se pondría su vestido gris para contrarrestar el brillo de la seda de color azafrán, que sólo quedaría a la vista en el corsé y las mangas.

—No deseo llamar la atención.

Sin embargo, las Matildas optaron por la única prenda digna de mención que quedaba en su guardarropa, un vestido de brocado con los colores de un tapiz otoñal. Después de vacilar un instante, Gyltha estuvo de acuerdo. Lo pasaron cuidadosamente sobre el peinado de Adelia. Sobre las nuevas medias blancas le calzaron las zapatillas puntiagudas que Margaret había bordado con hebras de plata.

Los tres árbitros retrocedieron para observar el resultado.

Las Matildas hicieron un gesto de aprobación y aplaudieron. Gyltha asintió: —Creo que estará bien. —Toda una hipérbole viniendo de ella.

Adelia echó un rápido vistazo al reflejo de su figura en la parte inferior de un caldero pulido pero irregular. Vio algo parecido a un manzano deforme, pero, obviamente, obtuvo la aprobación de los demás.

—El doctor debería llevar un paje a la fiesta —sugirió Matilda B.—. El alguacil y los demás tienen pajes detrás de su silla, ataja‐pedos los llama mi madre.

—¿Un paje?

Ulf, que seguía mirando a Adelia sin cerrar la boca, advirtió que cuatro pares de ojos se posaban sobre él y salió corriendo.

La cacería y la lucha que siguieron fueron terroríficas. Los gritos de Ulf atrajeron a los vecinos, que pensaron que otro niño estaba en peligro. Adelia, que se mantuvo a distancia para que los manotazos en el agua no la salpicaran, se reía a carcajadas.

Se gastó más dinero, esta vez en la tienda de trapos viejos de Ma Mill, donde encontraron un tabardo —viejo, pero todavía útil— casi de la medida justa que después de frotarlo con vinagre quedó impecable. Vestido con esa prenda, con la blonda cabellera —cortada como la de un paje— rodeando un rostro descontento y brillante como una cebolla en escabeche, Ulf también recibió la aprobación general.

Mansur los eclipsó a ambos. Un
agal
reemplazaba a su habitual
kufiya.
La seda caía, suave y ligera, sobre una túnica de lana blanca. Una daga con piedras preciosas brillaba en el cinto.

—Un hijo del Mediodía —exclamó Adelia, con una reverencia—.
¡Eeh l‐Halaawa

di!
[10]

Mansur bajó la cabeza, pero sus ojos se posaron en Gyltha, que, ofuscada, atizó el fuego.

—Un gran mayo adornado —declaró.

«Oh, oh», pensó Adelia.

Había mucha comicidad en la parodia de buenos modales con que se recibían los sombreros, espadas y guantes de los invitados, mientras las botas y las capas arrastraban el barro de la caminata desde el río —casi todos llegaban en bote desde la ciudad—; en la artificiosa formalidad con que se trataban los allegados entre sí; en las sortijas que adornaban los curtidos dedos femeninos que fabricaban queso en la lechería de su señor.

Pero también había mucho que admirar. Cuánto más amigable resultaba que — en lugar de ser anunciados por un mayordomo con bastón blanco y mentón en alto— fuera el propio sir Joscelin quien recibiera a sus invitados en el arco de la puerta tallada con motivos normandos; que para combatir el frío se ofreciera a los invitados vino especiado y tibio en lugar de vino fresco; que llegara el aroma de las carnes de oveja, vaca y cerdo que se asaban en el patio en lugar de simular ante el huésped — como alguien había hecho en el sur de Italia— que la comida aparecía por arte de magia, con sólo hacer una seña con la mano.

De todos modos, con Ulf con el ceño fruncido y Salvaguarda pisándole los talones —mientras los pajes de algunas damas portaban a sus perritos falderos—, Adelia no estaba en posición de ser desdeñosa.

Mansur, obviamente, había ganado prestigio a los ojos de Cambridge. Su vestimenta y su estatura llamaban la atención. Sir Joscelin le dio la bienvenida con un gracioso saludo y un
«As salam alaikum»
[11]
.

El asunto de su daga también se resolvió con gracia.

—La daga no es un arma —explicó sir Joscelin a su sirviente, que se esforzaba por arrancarla del cinto de Mansur y dejarla junto a las espadas de otros invitados—. Como bien sabemos los cruzados, para un caballero como él es un ornamento.

Sir Joscelin hizo una reverencia a Adelia y le pidió que transmitiera al doctor, en su idioma, sus disculpas por la demora con que había recibido su invitación.

—Temía que le aburrieran nuestras rústicas diversiones, pero el prior Geoffrey me aseguró que no sería así en absoluto.

Aun cuando el caballero siempre se había mostrado cortés, a pesar de que ella debía de parecerle una mujerzuela extranjera, Adelia advirtió que Gyltha había divulgado que la ayudante del doctor era virtuosa.

La bienvenida de la priora fue brusca y desatenta. El saludo que su caballero dedicó a Mansur y a Adelia la había desconcertado.

—¿Habéis tenido trato con estas personas, sir Joscelin?

—El buen doctor salvó el pie del hombre que fabrica los techos de junco, señora, y probablemente, también su vida —le respondió el caballero. Pero sus ojos azules miraban divertidos a Adelia, que temió que él supiera quién había realizado la amputación.

—Mi querida joven. —El prior Geoffrey la cogió del brazo y la apartó del lugar—. ¡Qué bella se os ve!
Nec me meminisse pigebit Adeliae, dum memor ipse mei dum spiritus hos regit artus
[12]
.

Adelia le sonrió, le había echado de menos.

—¿Cómo sigue vuestra salud, señor?

—Orinando como un caballo de carreras, gracias a vos —le confesó al oído, para que ella pudiera entenderlo a pesar del bullicio—. ¿Y cómo va la investigación?

Adelia se disculpó por su negligencia al no mantenerlo informado; si habían podido avanzar tanto se lo debían a él, pero habían estado muy ocupados.

—Hemos avanzado y esperamos avanzar aún más esta noche —comentó Adelia—. Si lo deseáis, ¿podríamos ir a veros mañana para hablaros de nuestros descubrimientos? Querría preguntaros algunas cuestiones acerca de...

Pero el mismísimo recaudador de impuestos estaba allí, a escasos metros, mirándola por encima de la muchedumbre. Comenzó a abrirse paso entre un grupo de invitados en dirección a ella. Parecía más delgado.

—Señora Adelia —saludó sir Rowley con una reverencia. La doctora le respondió con una inclinación.

—¿Maese Simón está con vos?

—Se ha demorado en el castillo —respondió el recaudador, con un guiño de complicidad—. Tuve que acompañar al alguacil y a su esposa hasta aquí y me vi obligado a dejarlo en medio de su tarea. Me rogó que os dijera que llegará más tarde. Diría que...

Imposible saber qué intentaba decir sir Rowley. Su frase fue interrumpida por el sonido de una trompeta. Los invitaban a pasar a comer.

El prior Geoffrey se unió a la procesión para llevar a Adelia hacia el salón.

Mansur iba a su lado. Después tendrían que separarse. El prior iría hacia la mesa principal, que estaba en el centro, sobre una tarima; ella y Mansur ocuparían una posición más modesta. Adelia tenía curiosidad por saber qué ubicación le correspondería; la prioridad era una enorme preocupación tanto para los anfitriones como para los invitados. Había visto a su tía de Salerno al borde del colapso cuando debiendo sentar alrededor de su mesa a numerosos invitados ilustres tuvo que hacer mil combinaciones para que ninguno se sintiera mortalmente ofendido. En teoría, las reglas eran claras: la jerarquía de un príncipe y un arzobispo eran equivalentes; lo mismo ocurría con un obispo y un conde; un barón de un feudo precedía a un barón extranjero y así en orden descendente. Pero si un legado con el mismo rango que un barón pertenecía al papado, ¿dónde se sentaba? ¿Qué ocurría si el arzobispo había contrariado al príncipe, lo que era muy frecuente? O viceversa, lo que era aún más frecuente. Un insulto involuntario podía originar una enemistad entre señoríos. Y el culpable era siempre el pobre anfitrión.

El asunto preocupaba incluso a Gyltha —que se sentía indirectamente involucrada—, puesto que había sido invitada para preparar en las cocinas de Grantchester tentadores platos con anguilas que se servirían esa noche.

—Estaré observando. Si sir Joscelin les sienta mas allá del salero, no volverá a recibir de mí ni un solo barril de anguilas.

Al entrar en el salón, Adelia pudo distinguir la cabeza de Gyltha, que, oculta detrás de una puerta, la buscaba con ansiedad. El ambiente era tenso, los invitados se lanzaban miradas expectantes, mientras, impasible, el maestro de ceremonias de sir Joscelin les conducía hasta sus asientos. Los que luchaban por ascender en la sociedad —en especial aquellos cuya ambición les había proporcionado una posición, dejando atrás su humilde origen— eran tan sensibles como los encumbrados, o tal vez más.

Ulf ya había hecho una rápida inspección.

—Él aquí, y vos más allá —dijo señalando con el dedo en una y otra dirección— . Vos sentaos aquí —le indicó a Mansur con el tono aniñado, pausado y cauteloso con que siempre se dirigía a él.

Pronto comprobó con alivio, tanto por ella como por Gyltha, que sir Joscelin había sido considerado. También Mansur le estaba agradecido por semejante honor para con él, aunque contaba con la compañía de su daga —mucho más que un objeto decorativo—. No podía esperarse que lo sentaran en la mesa de las personas más ilustres, donde estaban los anfitriones, el prior y el alguacil, entre otros. Pero la larga tabla apoyada en caballetes que ocupaba toda la longitud del gran salón no quedaba muy lejos. Aquella encantadora monja, la que había permitido que Adelia mirara los huesos del pequeño Peter, estaba a su izquierda. Menos afortunado, Roger de Acton había sido ubicado enfrente.

El sitio del recaudador de impuestos había sido largamente meditado. En virtud de su ocupación no era un personaje muy estimado; no obstante, era un representante del rey y, en ese momento, la mano derecha del alguacil. El anfitrión había optado por lo más seguro. Sir Rowley Picot estaba junto a la esposa del alguacil, haciéndola reír.

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