Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
Se detuvieron al abrigo de una haya.
—¿Por qué siempre me lleváis ventaja? —Picot la zarandeó—. ¿Quién sois, mujer?
Ella era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar y estaba siendo maltratada por un hombre.
—Soy una doctora de Salerno. Me debéis respeto.
Sir Rowley se miró sus enormes manos, aferradas a los brazos de Adelia, y la soltó.
—Os ruego vuestro perdón, doctora. ¿Estáis bien? —repuso con tímida sonrisa. El recaudador se quitó la capa, la extendió cuidadosamente al pie del árbol y la invitó a sentarse sobre ella. Adelia se alegró de hacerlo; todavía le temblaban las piernas. El hombre se sentó a su lado.
—Veréis, tengo particular interés en descubrir a este asesino, pero cada vez que sigo un hilo que puede llevarme a las profundidades de su laberinto, no encuentro al Minotauro, sino a Ariadna —explicó juiciosamente.
—Y Ariadna os encuentra a vos. ¿Puedo preguntaros qué hilo os ha conducido hoy hasta aquí?
Salvaguarda
levantó la pata en el árbol y luego se instaló en una de las esquinas libres de la capa.
—¡Oh, eso! —exclamó sir Rowley—. Es fácil de explicar. Cuando me solicitasteis que anotara la historia que esos pobres huesos os contaron, indicasteis que habían sido trasladados desde cal a lodo. Una reflexión instantánea sugería incluso en qué momento se había realizado el traslado. —El recaudador la miró—. Supongo que vuestros compañeros están buscando en la colina. —Adelia asintió—. No encontrarán nada. Lo sé bien porque he estado rondando por la colina las dos últimas noches y creedme, señora, no hay lugar donde guarecerse cuando llega la oscuridad. —Sir Rowley golpeó con el puño el trozo de capa que había entre los dos.
Adelia se sobresaltó y Salvaguarda la miró—. Pero está allí. Maldita sea. La clave hacia el Minotauro conduce a ese lugar. Esos pobres chicos así lo indican. —El recaudador se miró la mano como si jamás se la hubiera visto antes y la abrió—. De modo que me excusé con el señor alguacil y monté mi caballo para volver a mirar. ¿Y qué descubrí? A la señora doctora escuchando lo que dicen otros huesos. Ya lo sabéis todo.
Sir Rowley había recuperado su alegría. La lluvia había caído suavemente mientras él hablaba. En ese momento reapareció el sol.
Adelia lo creyó tan variable como el clima y pensó que ocultaba algo.
—¿Os gustan los
jujubes?
—Los adoro, señora. ¿Por qué? ¿Me ofreceréis uno?
—No.
—Ah. —La miró con los ojos entornados, como si se tratara de alguien cuya mente no debía perturbar. Luego habló lenta y amablemente—. Tal vez podáis decirme quién os ha enviado, a vos y a vuestros compañeros, a realizar esta investigación.
—El rey de Sicilia.
—El rey de Sicilia —asintió cautelosamente sir Rowley.
Adelia comenzó a reírse. Podría haber dicho la reina de Saba o el Gran Panjandrum. El recaudador no reconocería que decía la verdad, dado que no estaba acostumbrado a ello. La tomaría por loca.
La luz del sol se filtraba entre las ramas de haya arrojando sobre ella una lluvia de cobrizos peniques recién acuñados.
Su penetrante mirada ensombreció a Adelia, que miró hacia otro lado.
—Volved a casa —aconsejó sir Rowley—. Regresad a Salerno.
La figura de Ulf apareció junto al pozo de las ovejas guiando a Simón y a Mansur hacia ellos.
El recaudador se irguió muy serio.
—Buenos días, señores —saludó y a continuación explicó el motivo de su presencia.
Debido a su colaboración con la doctora cuando ésta había realizado el examen post mórtem de los pobres niños... dedujo, al igual que ellos, que la colina era el lugar de... Había sondeado el terreno sin hallazgo alguno... Sería conveniente que los cuatro intercambiaran sus averiguaciones para llevar a ese demonio ante la justicia...
Adelia se alejó en dirección a Ulf, que estaba sacudiendo su gorra en la pierna para quitarle las gotas de lluvia. El chico señaló al recaudador de impuestos.
—No me gusta.
—A mí tampoco —admitió Adelia—. Pero a
Salvaguarda
parece agradarle.
Estaba contemplando cómo sir Rowley acariciaba la cabeza del perro. «Más tarde lo lamentará», pensó distraída la doctora.
Ulf gruñó, disgustado.
—¿Creéis que el que hizo eso a las ovejas fue el mismo que mató a Harold y a los otros? —Sí. El arma era similar.
—Me pregunto dónde ha estado asesinando todos estos años —repuso Ulf.
Era una pregunta inteligente. Hasta Adelia se la había formulado a sí misma. El recaudador de impuestos también debería habérselo preguntado. Y no lo había hecho.
«Porque lo sabe», pensó la doctora.
Mientras conducía el carro camino a la ciudad —se diría que eran buenos vendedores de medicinas después de un día dedicado a recolectar hierbas—, Simón de Nápoles expresó su satisfacción por haber unido fuerzas con sir Rowley Picot.
—Pese a su tamaño, posee una mente ágil como pocas. Está sumamente interesado en el significado que otorgamos a la aparición del cuerpo del pequeño Peter en el jardín de Chaim y, considerando que él tiene acceso a las cuentas del condado, ha prometido ayudarme a descubrir quién es el hombre que le debía dinero. Asimismo, investigará con Mansur los barcos de mercancías de Arabia para saber cuál de ellos trae
jujubes.
—Por Dios —protestó Adelia—. ¿Le habéis contado todo?
—Casi todo. —Simón sonrió ante su exasperación—. Mi querida doctora, si es el asesino, ya lo sabe.
—Si es el asesino, sabe que lo estamos acorralando. Sabe lo suficiente como para querer que estemos lejos. Me aconsejó que regresara a Salerno.
—Sí, en efecto, está preocupado por vos. «No tiene sentido involucrar a una mujer. ¿Queréis que la asesinen en su cama?», me dijo. —Simón le guiñó un ojo; estaba de buen humor—. Me pregunto por qué a las personas siempre las asesinan en el lecho. Nunca a la hora del desayuno. O en el baño.
—Oh, basta. Yo no confío en ese hombre.
—Yo sí, y tengo bastante experiencia con los hombres.
—Me perturba.
—Y considerable experiencia con las mujeres, también. —Simón le hizo un guiño a Mansur—. Creo que a ella le gusta.
—¿Os ha contado que fue cruzado? —preguntó Adelia furiosa.
—No. —Simón había girado la cabeza para mirarla y se había puesto serio—. No, no me lo ha dicho.
—Lo fue.
Era costumbre entre los habitantes de Cambridge que aquellos que habían participado en una peregrinación celebraran una fiesta a su regreso. Durante la travesía solían formarse alianzas, realizarse transacciones comerciales, concertarse arreglos matrimoniales o, simplemente, habían compartido santidad y exaltación. Sus mundos se habían ampliado y se recreaban intercambiando esas experiencias y reuniéndose una vez más para hablar de ellas y dar gracias por haber regresado sanos y salvos.
En esa ocasión le correspondía a la priora de Santa Radegunda ser la anfitriona. No obstante, dado que el suyo era aún un convento pequeño y pobre —situación que la priora Joan y el pequeño Peter se encargarían de modificar en breve—, el honor de celebrar el festejo en su nombre había recaído en su caballero y arrendatario, sir Joscelin de Grantchester, cuyos salones y posesiones eran considerablemente más grandes y opulentos que los de la priora, una anomalía frecuente en el caso de aquellos que a cambio de sus servicios recibían tierras de las congregaciones religiosas menos importantes.
Sir Joscelin tenía fama como anfitrión. Se decía que el año anterior, con motivo de un festejo en honor del abad de Ramsay, treinta vacas, sesenta cerdos, ciento cincuenta capones, trescientas alondras —utilizaron sus lenguas— y dos caballeros habían muerto por la causa; estos últimos en una refriega como divertimento para entretener al abad que superó deliciosamente esa expectativa.
Por todo ello, las invitaciones eran muy codiciadas. Quienes no habían formado parte de la peregrinación, pero tenían estrechos vínculos con los peregrinos — esposas que habían permanecido en casa, hijas, hijos, gente importante del condado, canónigos, monjas—, tomarían por un ultraje no ser incluidos. Y, puesto que había que invitarlos, los preparativos del banquete eran tantos que a los sirvientes apenas les quedaba un segundo para bendecir a la priora de Santa Radegunda y a su leal caballero, sir Joscelin.
No fue sino la mañana del día del festejo cuando un heraldo llegó con una invitación para los tres extranjeros de Jesus Lane. Vestido para la ocasión, provisto de un cuerno que debía hacer sonar, se ofendió cuando Gyltha le hizo pasar por la puerta trasera.
—No se puede usar la puerta delantera, Matt. El doctor está con sus pacientes.
—Es sólo un aviso, Gyltha. Mi señor envía sus invitaciones con un pregón. Gyltha lo llevó a la cocina y le convidó a un vaso de cerveza casera. Quería saber qué estaba sucediendo.
Adelia y el doctor Mansur conversaban en la sala con el último paciente del día. Siempre dejaba a Wulf para el final. —Wulf, no tenéis ninguna enfermedad: ahogos, malaria, tos, moquillo o lo que diablos sea, y sin duda no estáis amamantando.
—¿Es lo que el doctor dice?
Adelia se dirigió cansinamente a Mansur.
—Decidle algo, doctor.
—Ese perro haragán merece una patada en el culo.
—El doctor os recomienda trabajar con entusiasmo al aire libre.
—¿Y mi espalda?
—Vuestra espalda está sana.
Wulf era un extraño fenómeno. En una sociedad feudal donde todos —excepto la creciente clase mercantil— tenían que ganar su sustento trabajando para otros, él había escapado del vasallaje, huyendo probablemente de su señor y casándose con una lavandera de Cambridge dispuesta a trabajar por los dos. El hombre tenía, literalmente, miedo al trabajo. La sola idea lo enfermaba. Pero temeroso del desprecio de la sociedad —y no queriendo provocarse alguna dolencia— necesitaba que lo declararan enfermo.
Adelia le trataba con la misma amabilidad que al resto de sus pacientes. Se preguntaba si, post mórtem, no sería conveniente preservar su cerebro para enviarlo a Salerno. Quería constatar que no le faltaba ningún componente. De cualquier forma, se negaba a comprometer su deber como médico diagnosticando una afección que no existía y prescribiendo tratamientos para ella.
—¿Y qué me decís de fingirse enfermo? Todavía tengo esa enfermedad, ¿verdad?
—Un caso difícil —repuso Adelia, y cerró la puerta tras él.
Todavía estaba lloviendo, y el frío y la humedad reinaban en toda la casa. Gyltha había manifestado su desacuerdo con la idea de encender el fuego desde finales de marzo hasta principios de noviembre, de modo que el único lugar abrigado era la cocina, apenas separada de la vivienda. Un sitio bullicioso, equipado con aparatos tan temibles que, de no ser por sus cautivantes aromas, podría haberse tomado por una sala de tortura.
Ese día exhibía un nuevo objeto: un tonel de madera similar al
lessiveuse
de las lavanderas. La mejor ropa interior de Adelia, de seda de color azafrán —desconocida en Inglaterra—, colgaba de una cuerda para que el vapor le alisara las arrugas. Si mal no recordaba, creía haberla guardado entre la ropa planchada de su alcoba.
—¿Para qué es eso?
—Para vuestro baño —contestó Gyltha.
Adelia no se resistió. No se había vuelto a bañar desde que se había marchado de Salerno, y echaba de menos la piscina de teselas y agua caliente de la villa de sus padres adoptivos. Los romanos la habían construido hacía casi mil quinientos años. El cubo de agua que Matilda W. le llevaba al
solar
todas las mañanas no podía compararse. No obstante, todo estaba dispuesto con demasiada suntuosidad, por lo que preguntó: —¿Porqué?
—No voy a permitir que me hagáis quedar mal en la fiesta —explicó Gyltha. Entonces le contó que había interrogado al mensajero y así había averiguado que, a petición del prior Geoffrey, sir Joscelin convidaba a su fiesta al doctor Mansur y a sus dos ayudantes, dado que, si bien no eran verdaderos peregrinos, se habían unido a ellos en el último tramo de su viaje de regreso.
Gyltha se lo había tomado como un desafío. La solemnidad de su expresión dejaba ver que estaba emocionada. Aliada con esos tres tipos extravagantes, quería demostrar, tanto por amor propio como para que su prestigio social estuviera a salvo, que eran unos dignos y elegantes señores ante la mirada escrutadora de los ilustres de la ciudad. Su escaso conocimiento acerca de las exigencias de tales ocasiones fue completado por Matilda B., cuya madre, sirvienta del castillo, solía ayudar junto con otras doncellas a acicalar a la esposa del alguacil cuando había festejos.
En su juventud, Adelia había dedicado demasiado tiempo al estudio despreciando las diversiones propias de las muchachas de su edad. Después, el trabajo ocupaba todo su tiempo. Como no pensaba casarse, sus padres adoptivos la habían dispensado de adquirir modales cortesanos. En consecuencia, estaba exiguamente preparada para asistir a los bailes que se celebraban en los palacios de Salerno, y cuando no le quedaba otra opción que ir, se pasaba la recepción detrás de una columna, resentida y avergonzada.
Habida cuenta de ello, la invitación despertó una antigua alarma.
Instintivamente trató de buscar una excusa para no tener que asistir a la fiesta.
—Debo consultar a maese Simón.
Pero Simón estaba en el castillo, encerrado con los judíos, tratando de descubrir quién era el deudor que podía haber deseado la muerte de Chaim.
—Opinará que deben asistir —apuntó Gyltha.
Probablemente tenía razón. Allí estarían congregados muchos de los sospechosos, quizás soltaran la lengua después de haber bebido. Sería una oportunidad para descubrir qué sabían unos de otros.
—De todos modos, habrá que enviar a Ulf al castillo para preguntárselo.
A decir verdad, Adelia había descubierto que no le desagradaba tanto la idea de asistir a la fiesta. Sus días en Cambridge estaban cubiertos por la pátina de la muerte: los niños asesinados, algunos de sus pacientes. El pequeño con tos finalmente había contraído neumonía; el hombre con malaria había muerto, al igual que el que tenía una piedra en el riñón, y la mujer que había dado a luz había acudido a ella demasiado tarde. Los éxitos de Adelia —la amputación, la fiebre, la hernia— podían descontarse de sus fracasos.
Sería bueno, por una vez, ver cómo se divertían las personas saludables.