Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
Yehuda se estremeció y volvió a llorar.
—Rezamos por él. En la oscuridad del sótano pronunciamos nuestras oraciones por el muerto. —¿Pronunciasteis vuestras oraciones por el muerto? Por Dios, qué bien. Eso habrá complacido al Señor. Pero no comprobasteis si el cuerpo flotaba en el río, ¿o sí?
Yehuda, sorprendido, dejó de llorar.
Simón se puso de pie y alzó los brazos como si suplicara al Dios que dejaba vivir a hombres tan necios como aquéllos.
—Se hizo una batida en el río —intervino Adelia en el dialecto de Salerno, que sólo comprendían Simón y Mansur—, toda la ciudad salió a buscarlo. Aunque el cuerpo hubiera quedado atrapado entre los pilotes, una búsqueda tan exhaustiva lo habría descubierto.
Simón meneó la cabeza.
—Tuvieron tiempo de sobra para meditarlo —dijo, abatido, en la misma lengua—. Somos judíos, doctora. Los judíos cavilamos. Consideramos los posibles resultados, las ramificaciones, nos preguntamos si es aceptable para Dios, y si de todos modos debemos hacerlo, aunque no lo sea. Os aseguro que en el momento en que terminaron de reflexionar y tomaron su decisión los buscadores ya habían pasado por allí. —Simón suspiró—. Son unos asnos, peor que asnos; sin embargo, no asesinaron al niño.
—Lo sé.
Pero no habría tribunal que les creyera. Temiendo, con razón, por sus propias vidas, Yehuda y su suegro habían tomado una decisión desesperada llevándola a cabo con poca destreza. Sólo habían ganado unos días de alivio, durante los cuales el cuerpo, atrapado en el pilote, debajo del agua, se hinchó lo suficiente como para desengancharse por sí mismo y reflotar hacia la superficie.
Adelia, impaciente, se dirigió a Yehuda.
—Antes de lanzarlo por el albañal, ¿observasteis el cuerpo? ¿En qué condiciones estaba? ¿Estaba mutilado? ¿Llevaba ropa?
Yehuda y Benjamín la miraron con terror.
—¿Habéis traído a una mujer morbosa ante nosotros? —preguntó Benjamín a Simón.
—¿Morbosa? —Simón pretendió golpearles de nuevo. Mansur extendió su brazo para impedirlo—. Vosotros, que arrojasteis a un pobre niño por un desagüe, ¿habláis de morbo?
Adelia salió de la sala, dejando a Simón en plena invectiva. Todavía había una persona en el castillo que podía decirle lo que deseaba saber.
Cuando cruzaba el salón camino del patio, el recaudador de impuestos advirtió su partida. Se alejó durante un instante del alguacil para dar instrucciones a su escudero.
—El sarraceno no está con ella, ¿verdad? —preguntó nerviosamente Pipin, que todavía se masajeaba el trasero.
—Sólo quiero que averigüéis con quién habla.
Adelia cruzó el patio soleado en dirección al rincón donde estaban reunidas las mujeres judías. Distinguió a la que buscaba por su juventud y porque, entre todas, ella estaba sentada en una silla que dejaba a la vista su vientre abultado. Al menos de ocho meses, calculó. La doctora hizo una reverencia a la hija de Chaim.
—¿Señora Dina?
Unos ojos oscuros, enormes y recelosos la miraron.
—¿Sí?
La joven estaba demasiado delgada para su condición. El vientre redondeado parecía una protuberancia invasora adherida a una esbelta planta. Las ojeras y las mejillas hundidas sombreaban una piel como de vitela.
Pensando como médica, Adelia se dijo: «Os hace falta la comida de Gyltha, señora; me ocuparé de eso».
Se presentó como Adelia, hija de Gershom de Salerno. Su padre adoptivo podía ser un judío no practicante, pero no era momento para discutir sobre su apostasía, o la suya propia.
—¿Podríamos hablar? —inquirió mirando a las mujeres que la rodeaban—. ¿A solas?
Por un momento Dina permaneció inmóvil. Llevaba un velo casi transparente para protegerse del sol; su ornamentado tocado no era apropiado para las faenas diarias. La seda del vestido tenía bordados de perlas que asomaban por debajo del viejo mantón que le envolvía los hombros. Adelia intuyó apenada que llevaba la ropa con la que se había casado.
Finalmente, Dina agitó una mano y las mujeres se dispersaron. Fugitiva y huérfana, todavía detentaba autoridad entre las personas de su mismo sexo. Su padre había sido el hombre más rico de Cambridge. Y estaba aburrida. Llevaba un año encerrada junto a ellas y seguramente había oído todo lo que tenían que contar más de una vez.
—¿Sí?
La joven se levantó el velo. No tenía más de dieciséis años y, era encantadora, pero en su rostro se percibía amargura. Al oír el motivo que había llevado a Adelia hasta allí, rezongó.
—No hablaré sobre eso.
—Hay que coger al verdadero asesino.
—Todos ellos son asesinos.
Dina inclinó la cabeza como quien se dispone a escuchar, y apuntó con el dedo para indicar a Adelia que escuchara junto a ella.
Desde el otro lado del muro llegaban débilmente los gritos de Roger de Acton, que aparentemente estaba recibiendo al obispo en la entrada del castillo.
—Debemos matar a los judíos —se desprendía de su monserga.
—¿Sabéis lo que ellos le hicieron a mi padre? ¿Lo que le hicieron a mi madre? — El gesto de aflicción hizo que su joven rostro pareciera aún más joven—. Echo de menos a mi madre; la añoro.
Adelia se arrodilló junto a ella, le cogió una mano y se la llevó a la mejilla.
—Ella desearía que fuerais valiente.
—No puedo.
Dina echó la cabeza hacia atrás y dejó que las lágrimas se derramaran profusamente. Adelia miró hacia el lugar donde estaban las otras mujeres, que avanzaban ansiosas y vacilantes, y meneó la cabeza para indicarles que no se acercaran.
—Sí, sí podéis —la alentó Adelia, y llevó la mano de Dina y la suya al vientre de la joven—. Vuestra madre desearía que fuerais valiente en nombre de su nieto.
Pero el dolor de Dina se mezclaba con el terror.
—Ellos matarán también al bebé —repuso abriendo mucho los ojos—. ¿No los oís? Van a entrar aquí. Entrarán.
Ciertamente, la situación en la que se hallaban era terrible. Adelia había imaginado el aislamiento, incluso el aburrimiento, pero no lo que significaba esperar, día tras día, como un animal entrampado, que los lobos llegaran. Era imposible olvidar que había una manada de ellos fuera. Los aullidos de Roger de Acton estaban allí para recordarlo.
La doctora trató inútilmente de consolarla.
—El rey no permitirá que entren. Vuestro esposo está aquí para protegeros.
—Él... —espetó Dina. El desprecio secó sus lágrimas. ¿A quién desdeñaba tanto? ¿Al rey o a su esposo? La joven no había conocido a su prometido hasta el día de la boda. Una costumbre que Adelia siempre había considerado desafortunada. La ley judía no permitía que una mujer joven se casara contra su voluntad, pero muy a menudo eso sólo significaba que no podía ser obligada a casarse con un hombre al que odiaba. La misma Adelia había escapado del matrimonio gracias a la liberalidad de su padre adoptivo, que había acatado su decisión de permanecer célibe.
«Ya hay buenas esposas, en cantidad, gracias a Dios —había alegado—, pero pocas buenas médicas. Y una buena doctora vale más que un rubí».
En el caso de Dina, el aciago día de la boda y el posterior encarcelamiento no habían sido un buen augurio para la dicha matrimonial.
—Escuchadme —exigió bruscamente Adelia—, si no queréis que vuestro hijo se pase el resto de su vida encerrado, si no queréis que un asesino quede libre y mate a otro niño, decidme sin más dilación lo que quiero saber. —Y en su desesperación, agregó—: Perdonadme, pero debéis recordar que él mató a vuestros padres.
Los hermosos ojos de Dina, con las pestañas húmedas, la miraron como si fuera una ingenua.
—Lo hicieron por eso mismo. ¿No lo sabíais?
—¿Qué?
—El motivo por el cual asesinaron al niño. Lo mataron sólo para poder culparnos. De otro modo, ¿por qué habrían dejado su cadáver en nuestro terreno?
—No —refutó Adelia—. No.
—Por supuesto que sí. —Dina hablaba con desprecio—. Fue algo premeditado. Luego arengaron a la multitud: «Debemos matar a los judíos», «Debemos matar a Chaim, el usurero». Eso es lo que gritaban y eso es lo que hicieron.
«Debemos matar a los judíos». Desde el portón se oía el eco de esa frase como si la pronunciara un loro.
—Desde entonces han muerto otros niños —informó Adelia, desconcertada por lo que acababa de escuchar.
—Es obra de ellos. Sus asesinatos son la excusa para que la gente, llegado el momento, nos cuelgue a todos nosotros. —Dina era inexorable—. ¿Sabíais que mi madre se puso delante de mí? ¿Sabíais que lo hizo para que la destrozaran a ella y no a su hija?
Súbitamente la joven se cubrió el rostro con las manos y comenzó a balancearse, como lo había hecho su esposo poco antes. Pero Dina estaba rezando por sus muertos.
«Ose shalom bimrovav hu iaase shalom aleinu veal kol Israel; Veimru: Amen».
—Amén. «El que establece la armonía en sus alturas, nos dé con sus piedades paz a nosotros y a todo el pueblo de Israel. Amén». Si estás ahí, Dios —rogó Adelia— que así sea.
Evidentemente, para esas personas su situación era producto de una actitud deliberada, un plan de los cristianos para matar niños y, de esa manera, acabar con los judíos. Dina no se preguntaba por qué. La historia era su respuesta.
Suavemente, aunque con firmeza, Adelia apartó las manos de Dina para poder ver su rostro.
—Escuchadme, señora. Un hombre mató a esos niños. Uno. He visto sus cuerpos. Les ha causado heridas tan terribles que puedo deciros por qué lo hizo. Lo hizo porque su grado de lujuria es inconcebible, porque no es un ser al que podamos reconocer como humano. Simón de Nápoles ha venido a Inglaterra para liberar a los judíos de su culpa, pero os pido vuestra ayuda, no porque seáis judía, sino porque atenta contra toda ley, la de Dios y la de los hombres, que un niño padezca lo que ellos padecieron.
A lo largo del día los ruidos del castillo se habían incrementado y los delirios de Roger de Acton quedaron reducidos a la categoría del piar de un pájaro.
Un toro que esperaba ser alimentado embestía la superficie áspera de la piedra donde los escuderos afilaban las armas de sus amos. Los soldados se entrenaban. Los niños, a quienes recientemente se les había permitido jugar en el jardín del alguacil, reían y gritaban.
Fuera, en el lugar donde se realizaban las justas, el recaudador de impuestos, decidido a adelgazar, se había unido a otros caballeros que se ejercitaban con espadas de madera.
—¿Qué es lo que queréis saber? —preguntó Dina. Adelia le acarició la mejilla.
—Sois digna de vuestra valiente madre —alabó y respiró hondo—. Dina, visteis el cuerpo tendido en el suelo antes de que se apagaran las luces, antes de que lo cubrieran con una sábana, antes de que se lo llevaran de allí. ¿En qué condiciones estaba?
—Ese pobre niño. —Esta vez Dina no lloraba por su propio dolor, por su bebé, por su madre—. Ese pobre niño. Alguien le había cortado los párpados.
—Tenía que asegurarme —explicó Adelia—. El niño podía haber muerto a manos de una persona que no fuera nuestro asesino, o incluso por accidente, y las heridas podían ser posteriores a su muerte.
—Eso sucede —indicó Simón— cuando se trata de muertes por accidente, los arrojan al patio del judío que esté más cerca.
—Necesitaba asegurarme de que había muerto de la misma forma que los otros. Necesitaba una prueba. —Adelia estaba tan cansada como Simón, si bien no tan disgustada como él por el tratamiento que los judíos habían dado al cuerpo que encontraron en su jardín. Sentía pena—. Ahora tenemos la certeza de que los judíos no lo mataron.
—¿Y quién va a creerlo? —se quejó Simón rotundamente desalentado.
Estaban cenando. Los últimos rayos de sol penetraban a través de las ridículas ventanas, templando la sala y dando un matiz dorado a la jarra de peltre de Simón, que, temiendo acabar el vino, había vuelto a beber cerveza inglesa. Mansur tomaba una bebida de agua de cebada que Gyltha le había preparado.
—¿Por qué ese carnicero les corta los párpados? —preguntó Mansur.
—No lo sé. —Adelia prefería no imaginarlo.
—¿Queréis saber lo que pienso? —preguntó Simón.
Ella no quería saberlo. En Salerno le entregaban cuerpos, algunos muertos en circunstancias sospechosas. Ella los examinaba y entregaba los resultados a su padre adoptivo, que a su vez los transmitía a las autoridades; después, los cuerpos eran retirados. Algunas veces había sabido lo que le había sucedido al delincuente, si había sido capturado... pero siempre con posterioridad a su trabajo. Ésta era la primera ocasión en la que estaba involucrada en la cacería del asesino y no estaba disfrutando de la situación.
—Creo que murieron demasiado rápido —anunció Simón—. El asesino quiso atraer su atención incluso después de muertos.
Adelia giró la cabeza y observó los pequeños insectos que bailaban en un rayo de sol.
—Yo sé qué partes le cortaré cuando lo atrapemos, inshalá —exclamó Mansur.
—Y yo seré vuestro ayudante —acordó Simón.
Los dos eran muy diferentes. El árabe estaba erguido en su silla, los contornos de su oscuro rostro se desdibujaban entre los blancos pliegues de la
kufiya.
El judío permanecía inclinado hacia delante, con el sol alumbrando el perfil de su mejilla, haciendo girar una y otra vez el botellón con sus dedos. Pero ambos pensaban lo mismo.
¿Por qué veían aquello como lo más grave? Tal vez para ellos lo fuera, pero era trivial, como castrar a un animal solitario. El daño causado por esa criatura en particular era demasiado grande para ser castigado por un humano. El dolor provocado había llegado muy lejos. Adelia evocó a Agnes, la madre de Harold, y su vigilia. Pensó en los padres congregados en torno a los pequeños ataúdes en la iglesia de San Agustín; en los dos hombres en el sótano de Chaim, rezando mientras violentaban su naturaleza librándose de una temible carga. Pensó en Dina, que nunca podría librarse de la sombra que la cubría.
Tanto daño merecía maldición eterna. No había reparación posible para los que seguían vivos. No en esta vida.
—¿Estáis de acuerdo conmigo, doctora?
—¿Qué?
—Mi teoría sobre las mutilaciones.
—No es de mi incumbencia. No estoy aquí para comprender los motivos que pueda tener un asesino para cometer sus crímenes. Tan sólo para probar que los cometió. —Los hombres la observaron—. Os pido disculpas —repuso más serena—. Pero no quiero saber qué hay en su mente.