Maestra en el arte de la muerte (41 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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—¿Quién lo dice? ¿Qué pasaje de la Biblia afirma tal cosa? —había preguntado Adelia.

—Me han dicho que esa droga crea dependencia. Se crearán el hábito de tomarla.

—No lo harán. No saben qué están tomando. Es una solución temporal, un soporífero para aliviar el dolor.

Tal vez porque había ganado esa discusión, perdió esta otra. Las dos monjas obtuvieron el permiso de su priora para llevar provisiones a las eremitas. Adelia comprendió que ya no podía hacer más por ellas y abandonó el convento dos días más tarde.

El mismo día en que los tribunales superiores comenzarían la vista en Cambridge.

Para cualquier persona el bullicio hubiera sido molesto, pero para Adelia, que había estado rodeada de silencio, era un azote. La caminata desde el convento fue ardua. Había recorrido el camino cargando la pesada bolsa con los medicamentos. Sólo quería llegar a la casa del viejo Benjamín y descansar, pero la multitud que contemplaba el desfile la detuvo en Bridge Street.

Al principio le costó comprender quiénes eran esos visitantes. Los músicos de librea que montando sus caballos hacían sonar trompetas y batían tamboriles la llevaron de regreso a Salerno, a la semana que precedía al Miércoles de Ceniza, cuando el
carnevale
llegaba a la ciudad pese a todos los esfuerzos de la Iglesia para evitarlo.

Pasaron más tambores, y pertigueros, con trajes muy ornamentados y grandes mazas doradas sobre los hombros. Y, Santo Cielo, obispos con mitra y abades sobre caballos adornados, algunos de ellos saludando. Y un comediante que hacía el papel de verdugo con capucha y hacha...

Luego supo que el verdugo no era un comediante. No había acróbatas ni osos adiestrados. Los tres leopardos, símbolo de los Plantagenet, estaban bordados por doquier. Los hermosos palanquines llevados por hombres vestidos con tabardos transportaban a los jueces que el rey había enviado para poner a Cambridge en su balanza, y si Rowley estaba en lo cierto, quedaría desequilibrada.

No obstante, la gente los aclamaba. Estaba ávida de entretenimiento, y parecía que los juicios, las multas y las sentencias por venir podían proporcionárselo.

Apabullada por el alboroto, Adelia vio de pronto a Gyltha abriéndose paso entre la muchedumbre desde el otro lado de la calle, con la boca abierta, como si también ella estuviera ovacionando el desfile. Pero nada más lejos. «Oh, Dios Todopoderoso, no permitas que lo diga, ni siquiera que lo pronuncie», rogó Adelia.

Gyltha corrió hacia la calzada. Un jinete se vio obligado a frenar su caballo. Maldijo y llevó hacia un lado a su tembloroso corcel para no pisotearla. Ella hablaba, miraba, se aferraba a la gente. Ya estaba cerca. Adelia retrocedió para eludirla, pero era imposible no oír sus gritos.

—¿Alguien ha visto a mi muchacho?

Gyltha podría haber sido ciega. Se colgó de la manga de Adelia sin reconocerla.

—¿Has visto a mi niño? Se llama Ulf. No lo encuentro.

Capítulo 14

Se sentó a orillas del Cam, en el mismo lugar y sobre el mismo cubo que había usado Ulf mientras pescaba. Miraba el rio. Sólo eso. Atrás quedaban las calles bulliciosas y agitadas. En parte por la llegada de los jueces, y en parte debido a la búsqueda de Ulf. La propia Gyltha, Mansur, las dos Matildas, los pacientes de Adelia, los clientes de Gyltha, los vecinos, los jueces locales, y otros, simplemente preocupados, todos buscaban a Ulf con creciente desesperación.

—El chico estaba inquieto en el castillo y quería ir a pescar —le explicó Mansur a Adelia, imperturbable, casi rígido—. Fui con él. Entonces la gordita —se refería a Matilda B.— me llamó desde la casa para que arreglara la pata de una mesa. Cuando volví a salir, ya no estaba. —Mansur se negaba a mirarla, lo que revelaba su profundo disgusto—. Decidle a la mujer que lo siento.

Gyltha no lo había culpado, no culpaba a nadie. El terror era tan grande que no podía mudarse en ira. Su cuerpo tenía el aspecto marchito de una mujer más mucho más pequeña y anciana, pero no estaba dispuesta a quedarse quieta. Ella y Mansur ya habían vadeado el río en ambas direcciones, preguntado a cuanta persona encontraron, y saltado a los botes para descubrir cualquier cosa que pudieran ocultar. Ese día interrogarían a los mercaderes que se apostaban junto al gran puente.

Adelia no fue con ellos. Toda la noche estuvo junto a la ventana del
solar,
observando el río. Cuando amaneció, se sentó en el lugar de Ulf, donde continuó observando, dominada por un dolor terrible y paralizante, aunque en cualquier caso nada le hubiera apartado de allí. «Es el río», había dicho Ulf y ella se repetía una y otra vez esa frase porque, si dejaba de escucharla, le oiría gritar.

Rowley se abrió paso ruidosamente entre los juncos y llegó renqueando hasta Adelia para convencerla de que abandonara ese lugar. Trató de convencerla, la sostuvo entre sus brazos. Aparentemente quería que fuera al castillo, donde se requería su presencia, ocupado como estaba con los tribunales. Continuamente mencionaba al rey. Ella apenas lo oía.

—Lo siento —repuso Adelia—, pero debo permanecer aquí. Es el río. El río se los lleva.

—¿Cómo puede llevárselos el río?

Rowley le habló suavemente. Creía que estaba loca, y por supuesto, así era.

—No lo sé —respondió la doctora—. Debo quedarme aquí hasta que lo averigüe.

Rowley insistía. Ella lo amaba, pero no lo suficiente como para ir con él. Estaba bajo el influjo de un amor diferente, más imperioso.

—Volveré —anunció finalmente Rowley. Adelia asintió y apenas advirtió su partida. Era un hermoso día, soleado y cálido. Desde los botes, la gente —enterada de lo ocurrido— gritaba palabras de aliento a la mujer sentada en la orilla sobre un cubo, con un perro a su lado.

—No te preocupes, tesoro. Seguramente está jugando en algún lugar. Volverá, como la falsa moneda.

Otros apartaban sus ojos de ella y permanecían en silencio.

Adelia no los veía, no los oía. Veía el pequeño cuerpo de Ulf, flacucho y desnudo, luchando por librarse de las manos de Gyltha cuando se disponía a dejarlo caer en el agua para bañarlo.

«Es el río».

Tomó la decisión cuando, al atardecer, vio que la hermana Verónica y la hermana Walburga pasaban en su bote. Walburga la reconoció y remó hacia la orilla.

—Seguramente nos echaréis un sermón, señora. Ocurre que las provisiones que envió el prior no bastaban para alimentar a un gato y debemos volver río arriba para llevar más. Pero nos sentimos fuertes otra vez, ¿verdad, hermana? Fuertes por la gracia de Dios.

La hermana Verónica parecía preocupada.

—¿Qué os sucede, señora? Se os ve cansada.

—No me sorprende —declaró Walburga—, está cansada por haber cuidado de nosotras. Es un ángel. Dios la bendiga.

«Es el río».

Adelia se puso de pie.

—Iré con vosotras, si me lo permitís.

Complacidas, las monjas la ayudaron a subir al bote y la sentaron en la bancada de popa, con las rodillas flexionadas tocando el mentón y los pies apoyados en una jaula con gallinas. Se rieron cuando
Salvaguarda,
al que llamaban «viejo apestoso», se dispuso a seguirlas, contrariado, por el camino de sirga.

Las religiosas le contaron que la priora Joan estaba proclamando al mundo entero que el pequeño Peter había resurgido: muchas de sus monjas habían estado enfermas, pero sólo dos habían muerto y una de ellas era muy anciana. El santo había sido sometido a prueba y había cumplido.

Las dos monjas se turnaban para impulsar el bote con una frecuencia que ponía de manifiesto que aún no habían recuperado toda su energía, pero no le daban importancia.

—Fue más difícil ayer —explicó Walburga— porque cada una llevaba su bote. Pero el Señor nos infundió su fortaleza.

Walburga indicó que podía seguir un trecho más antes de descansar. Con todo, los movimientos de Verónica —más gráciles y menos esforzados— delinearon una encantadora figura mientras los delgados brazos presionaban el mástil y lo levantaban casi sin salpicar a sus compañeras de viaje.

Pasaron por Trumpington, por Grantchester...

Estaban en un lugar del río que la expedición formada por Adelia, Ulf y Mansur no había explorado. Las aguas se dividían: hacia el sur seguía el Cam; desde el este recibía un afluente. El bote se dirigió hacia el este. Walburga, que estaba remando, respondió a la pregunta de Adelia, la primera que formulaba.

—Éste es el Granta, el que nos lleva a las anacoretas.

—Y a casa de vuestra tía —añadió Verónica, sonriendo—. También nos lleva a la casa de vuestra tía, hermana.

En el rostro de Walburga apareció una sonrisa.

—Así es. Se sorprenderá de verme dos veces en una semana.

El paisaje allí era distinto. Una extensión de tierras altas y planas donde la hierba firme y árboles más grandes reemplazaban a los juncos y los alisos. A la luz del ocaso, Adelia distinguió setos y cercas en lugar de diques. La luna, una tenue lámina redondeada en el cielo del atardecer, comenzaba a delinearse con nitidez.

Salvaguarda
empezó a renquear. Verónica propuso que la pobre criatura viajara con ellas. Cuando las gallinas dejaron de protestar por su presencia, el silencio fue interrumpido sólo por los últimos gorjeos de los pájaros.

Walburga guió el mástil hacia una ensenada desde la cual partía el sendero que llevaba a la granja de su tía. Mientras avanzaba torpemente por él, dijo: —No carguéis todo sola, hermana. Dejad que los mayores os ayuden.

—Lo harán.

—¿Podréis conducir el bote de regreso por vos misma?

Verónica asintió y sonrió. Walburga hizo una reverencia a Adelia, se despidió y se fue.

El Grama se hacía más estrecho y oscuro a medida que serpenteaba por un valle. En ocasiones las ramas de las hayas caían hasta el agua y la monja tenía que agacharse para esquivarlas. Verónica se detuvo para encender un farol, que puso a sus pies, con el que logró iluminar aproximadamente un par de metros las oscuras aguas que tenían delante, donde se reflejaban los ojos verdes de algunos animales que las miraban antes de perderse entre la maleza.

Cuando dejaron atrás los árboles pudieron ver nuevamente la luna, que plateaba un paisaje blanco y negro de setos y pasturas. Verónica impulsó el bote hacia la orilla izquierda.

—Final del viaje, alabado sea el Señor.

Adelia miró hacia delante y señaló una enorme elevación a lo lejos que terminaba en una planicie.

—¿Qué es eso?

Verónica se giró para mirar.

—¿Allí? Eso es Wandlebury Ring. Por supuesto, eso era.

Una estrella diminuta y titilante parecía haberse posado en la cima de la colina. Su brillo era intermitente y por momentos se volvía invisible. Adelia se movió para que Verónica levantara la jaula de gallinas que estaba debajo de sus piernas.

—Esperaré aquí —dijo.

La monja la observó con recelo. Luego miró las canastas que aún estaban en el bote y que debía transportar hasta las invisibles ermitas.

—¿Podéis dejar el farol aquí? —preguntó Adelia. La hermana Verónica ladeó la cabeza.

—¿Tenéis miedo de la oscuridad? Adelia meditó sobre la pregunta.

—Sí.

—Quedáoslo entonces. Que el Señor os proteja. Regresaré lo más pronto posible.

La monja cargó un costal sobre el hombro, aferró la jaula con la otra mano y partió por el sendero iluminado por la luna en dirección a los árboles.

Adelia esperó a que se alejara, luego puso a Salvaguarda en la orilla, cogió el farol, lo alzó para comprobar que la llama de la vela era vigorosa, y comenzó a caminar.

Durante un rato, el río y el sendero que lo bordeaba serpentearon en la dirección que ella quería seguir, pero después de una milla tal vez, comprendió que ese rumbo la alejaría hacia el sur. Abandonándolo, caminó hacia el este en línea recta, como un cuervo, aunque un pájaro no tendría que sortear los obstáculos con los que se topó Adelia: extensos zarzales, lomas y hondonadas, resbaladizos a causa de la lluvia reciente; cercas que no siempre era posible atravesar de un salto o reptando por debajo de ellas.

Si desde Wandlebury Ring alguna persona hubiera observado las vueltas con que intentaba sortear esos obstáculos, habría visto una luz minúscula y errática en medio de la oscuridad del campo que deambulaba sin rumbo aparente. Una luz que desaparecía ocasionalmente: cuando ella caía y trataba torpemente de evitar que el farol se golpeara contra el suelo y se apagara.

Salvaguarda
, >a su lado, esperaba hasta que Adelia volvía a ponerse de pie. De vez en cuando un ciervo o un zorro se cruzaban a toda velocidad en su camino, sorprendiéndola, porque no los había oído. El sonido de sus propios sollozos —que no eran producto de la pena o el cansancio, sino del esfuerzo— le impedía oír cualquier otra cosa.

No obstante, si en Wandlebury Ring había un observador, notaría que a pesar de su trayectoria caprichosa la pequeña luz se acercaba.

Y Adelia, avanzando afanosamente por su valle de sombras, veía que la colina crecía lentamente hasta llenar todo el paisaje que tenía delante. La estrella ya no emitía una luz intermitente, sino un resplandor sostenido. Estuvo a punto de vomitar, disgustada por su propia estupidez.

«¿Por qué no vine directamente a este lugar? Los cuerpos de los niños me lo dijeron. Cal, dijeron. Donde nos mataron había cal. El río me ha obnubilado. Pero el río conduce a Wandlebury Ring. Debí haberme dado cuenta».

Con el cuerpo arañado y ensangrentado, renqueando, aunque con el farol todavía encendido, trepó hasta una superficie plana, para descubrir que era el mismo lugar —la calzada romana— donde una vez el prior Geoffrey había gritado a todo el que quisiera oírlo que no podía orinar.

El lugar estaba desierto. Era tarde; la luna estaba alta. Pero Adelia no tenía noción del tiempo. No existía el pasado y las personas que lo habitaron. No existía un chico llamado Ulf. Había dejado de verlo y oírlo. Sólo había una colina y debía llegar hasta la cima. Seguida por el perro, subió por el empinado sendero sin recordar la primera vez que lo recorrió. Sólo sabía que debía ir por ese camino.

Cuando llegara a la cima, tendría que buscar la luz intermitente. La desconcertaba que ya no fuera visible. «Oh, Dios, no permitas que se apague». En la oscuridad, en esa enorme sucesión de montículos, jamás encontraría el lugar.

De pronto la vio. Un resplandor surgió entre las ramas de más allá. Corrió sin tener en cuenta las depresiones del terreno. Cayó al suelo, y esa vez el farol se apagó. No le importó. Comenzó a arrastrarse.

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