Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
—Probablemente haya que hacerlo antes de que este asunto concluya, doctora. Pensar como él piensa —indicó Simón.
—Vos lo haréis, sois el clarividente.
Simón suspiró con tristeza. Todos estaban melancólicos esa noche.
—Consideremos lo que ya sabemos sobre él. ¿Mansur? —Ningún asesinato con anterioridad al del niño santo. Tal vez sea nuevo en este lugar, podría haber llegado hace un año.
—Ah, ¿entonces creéis que ya ha hecho esto antes en algún otro lugar?
—Un chacal es siempre un chacal.
—Es verdad —concedió Simón—. O quizá sea un nuevo soldado del ejército de Belcebú, que comienza a satisfacer sus deseos.
Adelia frunció el ceño. Según su intuición, el asesino no era un hombre muy joven.
Simón levantó la cabeza.
—¿Qué os parece, doctora?
La doctora suspiró, la arrastrarían hacia ese asunto a su pesar.
—¿Estamos haciendo suposiciones?
—Poco más podemos hacer.
Reticente, porque su percepción era apenas una silueta vislumbrada en la niebla, Adelia comenzó.
—Los ataques son frenéticos, lo que sugiere juventud, pero a la vez planificados, lo que sugiere madurez. Atrae a sus víctimas hacia un lugar concreto y solitario, como la colina. Creo que esto es así para que nadie oiga a sus torturados. Posiblemente se tome su tiempo. No en el caso del pequeño Peter, claramente más apresurado, sino con los otros niños. —Hizo una pausa porque su teoría era horrorosa y estaba fundada en escasas pruebas—. Es posible que los mantenga con vida durante algún tiempo después del secuestro. Eso sugeriría una paciencia perversa y un gusto por las agonías prolongadas. Esperaba que el cadáver de la víctima más reciente, teniendo en cuenta la fecha en que fue secuestrada, mostrara un estado de descomposición más avanzado. —Adelia los miró—. Pero eso puede deberse a tantos motivos que, como hipótesis, no tiene peso alguno.
—Ajá. —Simón apartó su copa como si la bebida le ofendiera—. No seguiremos especulando. De todos modos, tenemos que investigar los movimientos de cuarenta y siete personas, no sólo de los que vestían hábitos de lana negra. Le escribiré a mi esposa para decirle que no regresaré a casa por ahora.
—Otra cosa —intervino Adelia—. Hoy cuando hablé con la señora Dina, me comentó que los asesinatos son el resultado de una conspiración para culpar a su pueblo...
—No lo son —opinó Simón—. Quizás trata de implicar a los judíos con sus Estrellas de David, pero no mata por ese motivo.
—Estoy de acuerdo. Cualquiera que sea la primera motivación de estos asesinatos, no es racial. Hay demasiada ferocidad sexual en ellos. —La doctora hizo una pausa. Se había jurado no adentrarse en la mente del asesino, pero sentía que de sí misma surgía un apéndice que lograba alcanzarla y atraparla—. No obstante, no existe razón alguna para que no se beneficiara con esa suposición. ¿Por qué arrojó el cuerpo del pequeño Peter en el jardín de Chaim?
Simón levantó las cejas. La pregunta no necesitaba respuesta: Chaim era judío, el eterno chivo expiatorio.
—Eso funcionaría muy bien —contestó Mansur—. Ninguna sospecha sobre el asesino. Y... —el moro cruzó su garganta con el dedo—, adiós, judíos.
—Exactamente —afirmó Adelia—. Adiós, judíos. Una vez más, convengo en que es probable que el hombre quisiera implicar a los judíos cuando cometía sus crímenes. Pero ¿por qué eligió a ese judío en particular? ¿Por qué no dejó el cuerpo en alguna de las otras casas? Estaban vacías y oscuras porque todos los habitantes de la judería se hallaban en la boda de Dina. Si cogió un bote, y seguramente así fue, esta casa, la del viejo Benjamín, es la más cercana al río. El asesino podía haber depositado el cuerpo aquí. En cambio, asumió un riesgo innecesario y eligió el jardín de Chaim, que estaba bien iluminado, para arrojarlo.
Simón se inclinó un poco más hacia delante. Su nariz casi tocaba uno de los candelabros de la mesa.
—Continuad.
Adelia se encogió de hombros.
—Basta observar el resultado final. Los judíos inculpados; la multitud enloquecida; Chaim, el prestamista más importante de Cambridge, ahorcado. La torre que contenía los registros de todos aquellos que debían dinero a los usureros, por ejemplo, a Chaim, incendiada.
—¿Le debería el asesino dinero a Chaim? ¿Nuestro asesino, una vez satisfecha su perversidad, también quería cancelar su deuda —Simón consideraba la posibilidad—. Pero ¿pudo haber calculado que la multitud incendiaría la torre? ¿O que ésta iría a buscar a Chaim y lo ahorcarían?
—Él es parte de la multitud —alegó Mansur. Su voz infantil se transformó en un chillido—: «Debemos matar a los judíos, debernos matar a Chaim, terminar con la roñosa usura. Al castillo, llevemos antorchas».
Sorprendido por el sonido, Ulf asomó la cabeza por la balaustrada de la galería, como un pompón de diente de león blanco, y despeinado en la creciente oscuridad.
Adelia le hizo un gesto admonitorio.
—Es hora de dormir.
—¿Por qué hablan en esa jerigonza extranjera?
—Para que no escuchéis las conversaciones de los demás. A la cama. Ulf asomó medio cuerpo.
—¿Entonces creen que los judíos no mataron a Peter y a los otros?
—No —contestó Adelia. Y agregó, dado que Ulf había sido quien había descubierto el desagüe y se lo había mostrado—: Peter estaba muerto cuando lo encontraron en el jardín. Estaban asustados y lo pusieron en el albañal para que no sospecharan de ellos.
—Muy listos, ¿verdad? —gruñó disgustado el chico—. Entonces, ¿quién lo mató?
—No lo sabemos. Alguien que quería culpar a Chaim, tal vez una persona que le debía dinero. Ya es hora de que os vayáis a la cama.
Simón levantó una mano para detenerlo.
—No sabemos quién fue, hijo, tratamos de descubrirlo. —Luego se dirigió a Adelia en salernitano—: El chico es inteligente y nos ha sido de utilidad. Tal vez pueda investigar para nosotros.
—No. —Adelia se sorprendió de su propia vehemencia.
—Puedo ayudar. —Ulf abandonó la balaustrada y bajó corriendo las escaleras— . Soy un buen rastreador. Puedo seguir una huella por toda la ciudad.
Gyltha llegó para encender las velas.
—Ulf, vete a dormir antes de que alimente contigo a los gatos.
—Cuéntales, abuela —pidió Ulf con desesperación—. Diles que soy un rastreador hábil. Y oigo cosas, ¿verdad, abuela? Puedo oír cosas que nadie oye porque nadie me presta atención. Puedo ir a muchos lugares... Es mi deber hacerlo, abuela. Harold y Peter eran mis amigos.
Los ojos de Gyltha se encontraron con los de Adelia. El instantáneo terror que reflejaron advirtió a Adelia que Gyltha pensaba igual que ella: el asesino volvería a matar.
Un chacal es siempre un chacal.
—Ulf puede venir con nosotros mañana y mostrarnos dónde fueron hallados los tres niños —dijo Simón.
—Eso es al pie de Wandlebury Ring —objetó Gyltha—. No quiero que el chico esté por allí.
—Llevaremos a Mansur con nosotros. El asesino no está en la colina, Gyltha. Está en la ciudad. Allí secuestró a los niños —explicó Simón.
Gyltha miró a Adelia. Ésta asintió. El chico estaría más seguro en su compañía que rondando por Cambridge rastreando sus propias pistas.
—¿Qué haremos con los enfermos?
—El doctor no atenderá ese día —declaró Simón con firmeza. —De camino a la colina visitaremos a los casos más graves de ayer. Quiero asegurarme del diagnóstico del niño con tos. Y la amputación necesita un cambio de vendajes —dijo Adelia igualmente firme.
—Deberíamos habernos presentado como astrólogos, o abogados. Algo inútil. Me temo que el espíritu de Hipócrates nos ha ungido con el yugo del deber —apuntó Simón.
—Así es. —En el restringido panteón de Adelia, Hipócrates era el dios supremo.
Lograron que Ulf desapareciera hacia el sótano donde dormían él y las criadas. Gyltha se retiró a la cocina y los tres extranjeros reanudaron su conversación.
Simón golpeteaba la mesa con los dedos, pensativo. De pronto se detuvo.
—Mansur, mi buen y sabio amigo, creo que tenéis razón. Nuestro asesino formaba parte de la multitud congregada hace un año que clamaba por la muerte de Chaim. Doctora, ¿estáis de acuerdo?
—Podría ser —admitió cautelosa Adelia—. Ciertamente, la señora Dina cree que la multitud fue congregada deliberadamente.
«Debemos matar a los judíos», pensó. La exigencia preferida de Roger de Acton.
—Tal vez los actos de esa criatura sean tan horribles como su persona.
Lo dijo en voz alta, aunque tenía sus dudas: el asesino de niños sería una persona persuasiva. No podía imaginar a la tímida Mary tentada por Acton, sin importar cuántos dulces le ofreciera. Ese hombre carecía de astucia, era un bufón horrible que no hacía más que perorar. Sin embargo, aun cuando despreciaba profundamente a esa raza, probablemente hubiera pedido dinero prestado a un judío.
—No necesariamente —objetó Simón—. He visto a hombres que al salir de la contaduría de mi padre con los monederos repletos de su oro condenaban la usura. No obstante, el hombre viste esa tela de lana y debemos averiguar si estuvo en Cambridge en las fechas indicadas.
Simón estaba más animado. Quizás pudiera adelantar su regreso a casa.
—
Au loup!
—Ante el desconcierto de sus compañeros, sonrió y aclaró—: Estamos sobre la pista, amigos míos. Somos como Nimrod. Señor, si hubiera sabido las emociones que depara la caza, habría abandonado mis estudios para convertirme en cazador.
Tyer‐hillaut.
¿Es así el reclamo?
—Creo que los ingleses gritan
halloo
y
tally ho
—sugirió amablemente Adelia.
—¿Sí? Con qué rapidez se corrompe la lengua... Bien, lo que importa es que nuestro objetivo está en el punto de mira. Mañana regresaré al castillo y usaré este excelente órgano —Simón se dio un golpecito en la nariz, que se movía como la de un animal en busca de su presa— para husmear quién es el hombre de Cambridge reticente a saldar su deuda con Chaim.
—Mañana no —adujo Adelia—. Mañana iremos a Wandlebury Ring a indagar, y debemos ir los tres. Y Ulf.
—Pasado mañana, pues. —Simón no se daría por vencido. Alzó su jarra, primero hacia Adelia y luego hacia Mansur—. Estamos en la pista, señores. Un hombre de edad madura, que estuvo en Wandlebury Ring hace tres noches, en Cambridge tales y cuales días. Un hombre que debía mucho dinero a Chaim y dirigió a la multitud que clamó por la sangre del prestamista. Que tiene relación con las prendas de lana negra que usan los religiosos. —Simón bebió un gran trago de cerveza y se limpió la boca—. Prácticamente sabemos de qué medida son sus botas.
—Que podrían ser de cualquier otra persona —concluyó Adelia.
A esa enumeración, ella habría agregado un toque de genialidad, porque, seguramente, si al igual que Peter los otros niños habían ido voluntariamente al encuentro de su asesino, éste tuvo que persuadirlos con encanto, incluso con humor. Pensó en el obeso recaudador de impuestos.
Gyltha no se avenía bien con la costumbre de trasnochar y llegó dispuesta a limpiar la mesa mientras los extranjeros todavía estaban sentados a su alrededor.
—Echemos un vistazo a ese dulce. Tengo al tío de Matilda B. en la cocina. Fabrica confituras. Tal vez haya visto algo parecido —comentó Gyltha.
Un comportamiento así habría sido impensable en Salerno, pensó Adelia mientras subía las escaleras. En la villa de sus padres, su tía se aseguraba de que los sirvientes no sólo supieran cuál era su lugar, sino de que lo demostraran con su actitud, y hablaran, respetuosamente, sólo cuando se dirigían a ellos. Pero ¿qué era preferible?, ¿deferencia o colaboración?
Volvió con el dulce que había encontrado enredado en el cabello de Mary y desplegó el lienzo en la mesa. Simón retrocedió. El tío de Matilda B. lo tocó con un dedo pálido y meneó la cabeza.
—¿Estáis seguro? —preguntó Adelia y apuntó una vela hacia el confite para iluminarlo mejor.
—Es un
jujube
—reconoció Mansur.
—Hecho con azúcar, según creo —apostilló el tío—. Muy caro para mi tienda, nosotros hacemos los dulces con miel.
—¿Cómo lo habéis llamado? —preguntó Adelia a Mansur.
—Un
jujube.
Mi madre los hacía. Que Alá la proteja.
—¡Un
jujube!
—exclamó Adelia—. Por supuesto, los hacen en el barrio árabe de Salerno. Oh, Dios... —La doctora se desplomó en una silla.
—¿Qué ocurre? ¿Qué sucede? —Simón estaba de pie junto a ella.
—No eran ju‐judíos, eran
jujubes.
Adelia cerró los ojos y los mantuvo apretados, esforzándose en representar mentalmente la escena en la que un niño miraba hacia atrás antes de desaparecer entre las sombras de los árboles.
Cuando los abrió, Gyltha había acompañado a Matilda B. y a su tío hasta la puerta y ya estaba de regreso. Unos rostros perplejos la observaban.
—Eso fue lo que dijo el pequeño Peter. Ulf me explicó que Peter le gritó a su amigo Will, desde el otro lado del río, que iba a buscar
ju‐judíos.
Pero no fue eso lo que dijo. En realidad, fue a buscar
jujubes.
Una palabra que Will jamás había oído y la tradujo como
ju
‐
judíos.
Todos enmudecieron. Gyltha había acercado una silla y se había sentado junto a ellos, con los codos en la mesa y las manos en la frente.
Simón rompió el silencio. —Tienes razón.
Gyltha les miró.
—Le tentaron con eso, seguro. Pero nunca había oído esa palabra.
—Posiblemente los traiga un comerciante árabe —señaló Simón—. Son dulces de Oriente. Buscaremos a alguien que tenga relación con árabes.
—Cruzados a quienes les gusten los dulces, posiblemente —opinó Mansur—. Los cruzados solían traerlos consigo de regreso a Salerno. Tal vez alguno de ellos los haya traído hasta aquí.
—Cierto —indicó Simón nuevamente exaltado—. Es cierto. Nuestro asesino ha estado en Tierra Santa.
A la mente de Adelia no acudieron sir Gervase o sir Joscelin, sino, una vez más, el recaudador de impuestos, otro cruzado.
Las ovejas, como los caballos, no pisan por propia voluntad a los caídos. El pastor a quien llamaban el viejo Walt seguía a su rebaño —que, como todos los días, iba a pastar a Wandlebury Ring— cuando observó que en esa marea lanuda se abría una brecha, como si un profeta invisible la hubiera instado a dividirse. Al llegar al obstáculo que los animales debían sortear, la marea ya había vuelto a unirse. Pero su perro estaba aullando.