Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
De modo que Adelia, una vez licenciada, había aprendido su novedoso oficio con los cadáveres de los cerdos. En primavera, en verano, en otoño y en invierno.
Cada estación con su propio grado de descomposición. Cómo habían muerto. Cuándo. Cerdos sentados sobre sus patas traseras, cerdos cabeza abajo, cerdos tendidos boca arriba, cerdos descuartizados, víctimas de enfermedades, enterrados, no enterrados, conservados en agua, cerdos que habían vivido muchos años, cerdas que habían parido, cerdos machos, lechones.
El lechón. El momento de tomar partido. Había muerto recientemente, sólo tenía unos días. Ella misma lo había llevado a la casa de Gordinus.
—Algo nuevo. No puedo definir cuál es la sustancia que tiene en el ano.
—Algo antiguo —había dicho Gordinus—, tan antiguo como el pecado. Es semen humano.
El maestro la había conducido hacia el balcón desde donde se veía el mar turquesa, la había invitado a sentarse, la había reconfortado con un vaso de su mejor vino tinto y le había preguntado si deseaba continuar o regresar a la tarea de un médico común.
—¿Veréis la verdad o la eludiréis?
Gordinus le había leído algunos poemas de Virgilio, uno de las
Geórgicas
—no podía recordar cuál—, transportándola hasta las colinas de la Toscana, sin caminos y bañadas por el sol, donde las ovejas, rebosantes de leche, saltaban por la mera dicha de saltar y se tendían junto a los pastores bajo el influjo de la flauta de Pan.
—Cualquiera de ellos puede coger una oveja, meterle las patas traseras en sus botas y su miembro en el ano del animal —había asegurado Gordinus.
—No —desmintió ella.
—O de un niño.
—No.
—O de un bebé.
—No.
—Oh, sí. Lo he visto. ¿Os parece que eso corrompe a las
Geórgicas?
—Eso lo corrompe todo. No puedo continuar.
—El hombre habita entre el Paraíso y el Infierno —le aseguró alegremente Gordinus—. En ocasiones se eleva hacia el primero, en otras se arroja hacia el precipicio. Ignorar la capacidad humana de hacer el mal es tan obtuso como negarse a ver las alturas a las que puede impulsarse. Tal vez todo se deba a la rotación de los planetas. Habéis visto con vuestros propios ojos los abismos del hombre. Os he leído algunas líneas que muestran su elevación. Volved a casa, doctora, y poneos una venda en los ojos. No os culpo. Pero al mismo tiempo, tapad vuestros oídos ante los gritos de los muertos. La verdad no es para vos.
Adelia había regresado a casa —a las escuelas y a los hospitales—, donde recibía el aplauso de aquellos a los que enseñaba y curaba, pero sus ojos ya no estuvieron vendados, ni sus oídos tapados. Los gritos de la muerte habían penetrado en ellos y, en consecuencia, volvió al estudio de los cerdos, y cuando estuvo preparada, al de los cadáveres humanos.
No obstante, en casos como el que tenía delante en ese momento se ponía una venda simbólica para poder seguir adelante, dotándose de imaginarias anteojeras para no caer por la paralizante pendiente de la desesperación. Ese sencillo recurso le permitía ver el cadáver de un cerdo en lugar del cuerpo desgarrado —alguna vez inmaculado— de un niño.
Las puñaladas que rodeaban la pelvis habían dejado marcas distintivas. La doctora había visto antes heridas de cuchillo, pero no como ésas. La hoja del instrumento que las había causado parecía biselada y de doble filo. Le habría gustado extraer la pelvis para examinarla con más tiempo y mejor luz, pero le había prometido al prior Geoffrey que no diseccionaría los cuerpos. Chasqueó los dedos para que el hombre le entregara la pizarra y la tiza.
Mientras dibujaba, el recaudador la estudió. Los oblicuos rayos de sol que se filtraban por los barrotes de la minúscula ventana caían sobre Adelia, que con su extraño atavío semejaba un monstruoso moscardón rondando sobre la mesa. La gasa suavizaba los rasgos de su cara dándole el aspecto de una lepidóptera; las hebras de pelo pegadas sobre la frente recordaban a antenas aplastadas. Y la doctora murmuraba. Aquel «humm» era tan persistente como el zumbido de la nube omnívora, voladora y compacta suspendida sobre ella.
Adelia completó el esquema y le entregó nuevamente la pizarra y la tiza.
—Tenedlos —le ordenó.
Echaba en falta a Mansur. Cuando sir Roland se quedó quieto, observó su aspecto. Lo había visto en otros. Se preguntó a sí misma, con cierto cansancio, por qué siempre querían matar al mensajero.
El hombre le devolvió la mirada. ¿Ésa era la causa de su disgusto? La doctora salió, espantando moscas.
—La niña me está contando lo que le sucedió. Con suerte, incluso podrá decirme dónde. A partir de esos datos, y con un poco de fortuna, seremos capaces de deducir quién lo hizo. Si no deseáis saberlo, podéis iros al infierno. Pero antes traedme a alguien que sí lo desee.
Se quitó el casco, se peinó con los dedos el cabello con reflejos rubios y enfocó su rostro hacia el sol.
Eran los ojos, concluyó sir Roland. Con los ojos cerrados recuperaba su edad — según podía apreciar, era apenas más joven que él— y adquiría cierto atractivo femenino, aunque no para el recaudador, que prefería mujeres más tiernas y rollizas. Los ojos abiertos la envejecían. Oscuros y fríos como guijarros y tan carentes de emotividad como esas pequeñas piedras. No era sorprendente, teniendo en cuenta lo que solían mirar.
Pero si en verdad ella pudiera oficiar de oráculo... Adelia miró al recaudador.
—¿Y bien?
—Su servidor, señora —afirmó, arrebatándole la pizarra y la tiza.
—Allí hay más gasa —indicó Adelia—. Cubríos el rostro y luego venid a ayudarme.
Y los modales, pensó el recaudador. Le gustaban las mujeres con buenos modales. Mientras volvía a ponerse la máscara, enderezaba sus hombros estrechos y retornaba hacia el osario, esa mujer reflejaba la cortesía de un soldado extenuado que regresa al combate.
El segundo bulto contenía el cuerpo de Harold, el niño de cabello rojo, hijo del vendedor de anguilas y pupilo del colegio del priorato.
—Su carne está mejor conservada que la de Mary, casi momificada. Le han cortado los párpados y los genitales.
Rowley dejó de espantar las moscas para santiguarse.
La pizarra se llenó de palabras impronunciables. Pero ella las había pronunciado.
Cuerda de atar. Un instrumento afilado. Inserción anal. Una y otra vez, cal.
Eso le interesaba a la doctora, según lo que el recaudador pudo deducir de sus «humm».
—Cantera de cal.
—El camino de Icknield está cerca de aquí —indicó sir Ro‐land, con sentido práctico—. Las colinas de Gog Magog, donde nos detuvimos a causa del prior, son de cal.
—Los dos niños tienen cal en el cabello. En el caso de Harold, hay restos incrustados en sus talones.
—¿Qué significa eso?
—Que fue arrastrado por el suelo.
El tercer bulto contenía los restos de Ulric, de ocho años, desaparecido ese mismo año durante los festejos de San Eduardo. Como su muerte había sido más reciente que las otras, los frecuentes «humm» de la doctora alertaron a Rowley —que había comenzado a reconocer las señales— de que allí había más material para investigar, y más interesante.
—Sin párpados, sin genitales. Este cuerpo no fue sepultado. ¿Qué clima tuvieron en marzo de este año?
—Creo que fue seco en toda Anglia Oriental, señora. En general, se oían quejas: los cultivos recién sembrados estaban marchitándose. Frío y seco.
Frío y seco. La memoria de Adelia —afamada en Salerno— buscó en la granja de la muerte y llegó hasta el cerdo número 78 de principios del verano. Casi el mismo peso.
Aquel cerdo también había muerto alrededor de un mes antes, con clima frío y seco, y estaba en estado de descomposición más avanzado. Adelia habría esperado que el cuerpo del niño hubiera estado en condiciones similares.
—¿Os mantuvisteis con vida después de vuestra desaparición? —preguntó la doctora al cuerpo, olvidando que no era Mansur sino un extranjero quien la escuchaba.
—Jesús, ¿por qué decís tales cosas?
Adelia citó el Eclesiastés, como lo hacía con sus estudiantes. «Todo tiene su momento; y su tiempo... Hay tiempo de nacer y tiempo de morir. Hay tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado». También hay tiempo para pudrirse.
—¿Significa eso que el demonio lo mantuvo con vida? ¿Durante cuánto tiempo? —No lo sé.
Había un millar de razones capaces de causar las diferencias entre ese cuerpo y el del cerdo número 78. La doctora estaba cansada y perturbada, y eso la volvía irritable. Mansur no habría formulado la pregunta. Comprendía que era mejor considerar su observación como una pregunta retórica.
Ulric también tenía cal incrustada en los talones.
Cuando los tres cuerpos estuvieron nuevamente envueltos, listos para ser introducidos en ataúdes, el sol comenzaba a declinar. La mujer salió para quitarse el mandil y el casco mientras sir Roland bajaba los faroles y los apagaba, dejando el habitáculo y lo que había en su interior en una bendita oscuridad.
Al llegar a la puerta el recaudador se arrodilló como lo había hecho alguna vez frente al Santo Sepulcro, en Jerusalén. Aquella diminuta cámara era apenas más amplia que la que ahora tenía delante. La mesa donde yacían los niños de Cambridge tenía aproximadamente la misma medida de la tumba de Cristo. Y también estaba a oscuras. Más allá, en los alrededores, había una multitud de altares y capillas que formaban la gran basílica que los primeros cruzados habían construido en los lugares sagrados, de donde provenía el eco de las oraciones de los peregrinos y el canto de los monjes griegos de la Iglesia ortodoxa, que entonaban sus interminables himnos en el Gólgota.
Pero frente a esta puerta sólo se oía el zumbido de las moscas.
En aquella ocasión había orado por el alma de los muertos y para pedir ayuda y perdón para sí mismo.
Esta vez oró por ellos.
Cuando salió, la mujer estaba lavándose la cara y las manos con agua de un tonel. En cuanto terminó, él hizo lo mismo. El agua tenía saponaria, que formaba espuma. Se lavó las manos rompiendo los tallos. Estaba cansado. Jesús, vaya si lo estaba.
—¿Dónde os alojáis, doctora? —preguntó sir Roland. Adelia lo miró como si nunca antes lo hubiera visto.
—¿Cómo dijisteis que os llamabais?
Sir Roland trató de no disgustarse. Por la apariencia de la doctora, podía comprender que estaba más cansada que él.
—Sir Roland Picot, señora. Rowley para los amigos.
Entre los cuales, evidentemente, no era probable que pudiera contarla. Adelia asintió con la cabeza.
—Gracias por vuestra ayuda.
La doctora guardó las cosas en su morral, se lo echó a la espalda y partió. El recaudador salió corriendo tras ella.
—¿Puedo preguntaros qué conclusiones habéis obtenido de vuestra investigación?
Adelia no respondió.
Malditas mujeres. Dado que había anotado sus comentarios, supuso que seguramente la doctora dejaría que a partir de ellos sacara sus propias conclusiones. Pero Rowley, aunque no era un hombre humilde, sabía que se había encontrado con una persona que tenía conocimientos inalcanzables para él.
—¿A quién daréis a conocer vuestros hallazgos, doctora? —volvió a intentar el recaudador.
No hubo respuesta.
Ambos caminaban atravesando las largas sombras de los robles, que caían sobre la puerta del coto de ciervos del priorato. Desde la capilla llegaba el tañido de una campana que llamaba a vísperas y, más adelante —donde a la luz del ocaso se dibujaban los contornos de la panadería y la destilería—, siluetas vestidas con casullas violetas salían de los edificios hacia los senderos, como pétalos que el viento arrojara en la misma dirección.
—¿Asistiremos a vísperas? —Sir Roland sentía que nunca como en ese momento había necesitado el bálsamo de la letanía vespertina. La doctora meneó la cabeza—. ¿No vais a orar por esos niños? —preguntó disgustado. Cuando Adelia se volvió para mirarlo observó que su rostro parecía el de un espectro, a causa de una fatiga y una desazón que superaban las suyas.
—No estoy aquí para rezar por ellos. He venido a hablar por ellos.
De regreso del castillo a su nada desdeñable morada, hogar de todos sus antecesores en San Agustín, el prior Geoffrey tuvo que resolver varios asuntos.
—La mujer le está esperando en la biblioteca —informó secamente el hermano Gilbert. El monje no aprobaba una reunión de igual a igual entre su superior y una mujer.
El prior Geoffrey entró en la biblioteca y se sentó en la gran silla que estaba detrás de su escritorio. Sin saludar apenas ni ofrecer asiento a su visita, pues sabía que no era necesario, le explicó en pocas palabras su responsabilidad para con los de Salerno, cuál era su problema y qué solución proponía.
La mujer escuchó. Si bien no era alta ni gorda, con sus botas de piel de anguila, sus brazos musculosos cruzados sobre el delantal y el cabello gris que escapaba del pañuelo manchado de sudor que llevaba en la cabeza, tenía la apariencia contundente y la bárbara femineidad de una
sheela'na'gig
[6]
que convertía la confortable habitación colmada de libros en una cueva.
—En consecuencia, os necesito, Gyltha —concluyó el prior Geoffrey—. Ellos os necesitan.
—El verano se acerca —apuntó Gyltha con su voz profunda—. En verano estoy ocupada con las anguilas.
A finales del verano, Gyltha y su nieto salían de los pantanos empujando carros con toneles repletos de anguilas plateadas, retorciéndose en su agonía, y se instalaban en su cabaña, con techumbre de juncos, a orillas del Cam. De allí, en medio de maravillosos vapores, salían anguilas encurtidas, saladas, ahumadas y en gelatina. Todo gracias a unas recetas que sólo Gyltha conocía, superiores a cualesquiera otras, y cuyos clientes apreciaban y esperaban cada año.
—Lo sé —repuso pacientemente el prior Geoffrey. Luego se apoyó en el respaldo de su gran silla y volvió a hablar con su pronunciado acento de Anglia Oriental—. Pero es un trabajo condenadamente pesado, y estás envejeciendo.
—También tú.
Se conocían bien. Mejor que la mayoría de las personas. Un joven sacerdote normando había llegado a Cambridge para hacerse cargo de la parroquia de Santa María hacía veinticinco años. Una joven y enérgica mujer de los pantanos se había encargado de las tareas domésticas de su casa. A nadie le habría sorprendido que pudieran ser algo más que un patrón y su sirviente. Los ingleses eran tolerantes respecto del celibato, o negligentes, dependiendo del punto de vista. Y Roma aún no había comenzado a amenazar con el puño a las «esposas de los sacerdotes», como lo hacía en este momento.