Maestra en el arte de la muerte (18 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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—Dadme un penique y traeré unos pasteles de la tienda.

—Más tarde. —Adelia lo alentó a continuar—. Dejadme recapitular. Will partió a su casa, Peter desapareció en la de Chaim y nunca volvieron a verlo.

El chico resopló burlón.

—Nunca volvió a verlo ningún hijo de perra salvo Will.

—¿Will lo vio de nuevo?

Había sucedido más tarde, ese mismo día, al anochecer. Will había regresado al Cam para llevar un balde con la cena a su padre, que estaba calafateando una de las barcas durante la noche, dejándola preparada para la mañana siguiente. Desde la orilla de Cambridge Will había visto a Peter al otro lado del río en la ribera izquierda. —Estaba aquí, justo en este maldito lugar donde estamos sentados.

Will gritó a Peter que tenía que regresar a su casa.

—Debía hacerlo —agregó Ulf, juicioso—, si quedas atrapado en los pantanos de Trumpington de noche, los fuegos fatuos te llevan al infierno.

Adelia ignoró el comentario sobre los fuegos fatuos; no sabía qué eran, ni le importaba.

—Os escucho.

—Entonces Peter le contestó que iba a encontrarse con alguien por los ju‐judíos.

—¿Ju qué?


Ju‐judíos.
—Ulf estaba impaciente. Por segunda vez apuntó con el dedo hacia la casa de Chaim—. Ju‐judíos, eso fue lo que dijo. Iba a encontrarse con alguien por los ju‐judíos e invitó a Will a acompañarlo. Pero Will dijo que no, y está muy contento de no haber ido, porque desde entonces nadie ha vuelto a ver a Peter.

Ju‐judíos. ¿Encontrarse con alguien por los ju‐judíos? ¿Cumplir un encargo de alguno de ellos? ¿Y por qué esa denominación infantil? Había cientos de denominaciones despectivas para los judíos; había oído infinidad de ellas desde su llegada a Inglaterra, pero jamás ésa.

Adelia siguió cavilando; trató de recrear la escena de aquella noche junto al río. Incluso a plena luz del sol, con la muchedumbre reunida en torno al árbol de Santa Radegunda, un poco más arriba, esa parte de la ribera era serena, el bosque y la pradera se unían detrás de ella. Sin embargo, en aquel momento tuvo que haber sido muy tenebrosa.

De la narración se deducía que Peter era un niño fantasioso, romántico. Ulf había descrito a un chico que se distraía más fácilmente que el formal Will.

No era difícil imaginarlo: una pequeña figura, saludando a su amigo, pálido entre la penumbra de los árboles, desapareciendo entre ellos para siempre.

—¿Se lo ha contado Will a alguien?

No lo había hecho. Al menos, a ningún adulto. Estaba demasiado asustado por la posibilidad de que los malditos judíos fueran tras él. Y tenía razones para temer aquello, en opinión de Ulf. Sólo entre sus pares, en aquel mundo secreto e ignorado de la camaradería infantil, había confesado lo que sabía.

De cualquier modo, el resultado había sido el deseado: los judíos habían sido acusados, y el asesino y su esposa, castigados.

«Dejando el terreno libre para que el asesino volviera a matar», pensó Adelia. Ulf la estaba observando.

—¿Queréis saber más? Hay más, pero tendréis que mojaros las botas.

Ulf le mostró la prueba concluyente de que Peter había regresado más tarde a casa de Chaim, la prueba de la culpabilidad del judío. Tuvieron que abrirse paso hacia la orilla del río y caminar agachados. Y, en efecto, se mojó los pies; y el bajo de la falda. Y una considerable cantidad del lodo de Cambridge cubrió el resto de su cuerpo.
Salvaguarda
les siguió.

Cuando los tres resurgieron en la ribera, oscuras sombras que no provenían de los árboles cayeron sobre ellos.

—Por Dios, mira, si es esa perra extranjera —exclamó sir Gervase. —Surgiendo del río como Afrodita —agregó sir Joscelin.

Iban vestidos de cazadores, con prendas de cuero, montados en sus ruanos como si fueran dioses. Delante de sir Joscelin se veía el cadáver de un lobo, envuelto en una manta de donde pendía un hocico que aún conservaba el rictus de un gruñido.

El cazador que los había acompañado en la peregrinación estaba detrás. Sujetaba con una correa tres sabuesos; cada uno con un tamaño suficiente como para llevar a Adelia en el lomo; la observaban tranquilamente desde sus morros peludos.

Hubiera querido huir, pero sir Gervase, con un rodillazo, adelantó su caballo de modo que Adelia, Ulf y
Salvaguarda
quedaran dentro de un triángulo, del que los caballos eran los lados y el río a sus espaldas, la base.

—Deberíamos preguntarnos qué hace nuestra visitante chapoteando en el barro, Gervase —manifestó sir Joscelin.

—En verdad, deberíamos. También deberíamos contar al alguacil lo de las hachas mágicas que aparecen cuando un caballero se digna prestarle atención. —Más jovial, pero aún amenazante, Gervase estaba decidido a recuperar la supremacía que había perdido en el encuentro con Adelia—. ¿Qué tenéis que decir ahora, bruja?

¿Dónde está vuestro amante sarraceno? —A medida que preguntaba, su tono de voz aumentaba—. ¿Qué haríais si os arrojáramos al río? ¿Eh? ¿Será ése su hermano? Se le ve bastante sucio.

Esta vez ella no se dejó amedrentar. «Imbécil ignorante», pensaba. «Os atrevéis a hablarme». Al mismo tiempo, estaba fascinada, no les quitaba los ojos de encima. Eran tan abominables que eclipsaban incluso a Roger de Acton. Sir Gervase la había intimidado en la colina sólo para demostrar que podía hacerlo, y lo haría otra vez si su amigo no estuviera allí. Sólo era poderoso ante los indefensos.

¿Sería él?

El chico estaba más quieto que un muerto. El perro se había arrastrado sigilosamente hasta ocultarse detrás de las piernas de Adelia, donde los sabuesos no pudieran verlo.

—Gervase —increpó bruscamente sir Joscelin. Y luego se dirigió a Adelia—: No prestéis atención a mi amigo, señora. Está molesto porque su lanza falló con el viejo lobo —explicó, dando una palmada en la cabeza del animal— y la mía dio en el blanco. —El caballero sonrió a su compañero antes de volver a mirar hacia abajo, en dirección a Adelia—. Oí que el buen prior os ha encontrado un alojamiento más adecuado que el carro.

—Gracias —contestó Adelia—. Así es.

—Y vuestro amigo, el doctor, ¿se ha establecido aquí?

—Sí.

—Un curandero sarraceno y una prostituta causarán buena impresión. Sir Gervase era cada vez más grosero y ofensivo.

«Esto es estar entre los débiles», pensaba Adelia. «El fuerte puede insultarlos con impunidad. Bueno, eso está por ver».

Sir Joscelin ignoró a su compañero.

—Supongo que vuestro doctor no podrá hacer nada por el pobre
Gelhert.
El lobo le desgarró la pata —repuso, señalando con la cabeza a uno de los sabuesos, que tenía la pata levantada.

«También eso es un insulto», pensaba Adelia, «aunque no tenga la intención de serlo».

—Se le dan mejor los seres humanos. Deberíais aconsejar a vuestro amigo que consultara a alguien cuanto antes.

—¿Eh? ¿Qué dice esa perra?

—¿Pensáis que está enfermo? —preguntó Joscelin.

—Hay algunos signos.

—¿Qué signos? —La ansiedad invadió súbitamente a Gervase—. ¿Qué signos, mujer?

—No estoy en condiciones de decirlo —le respondió Adelia a Joscelin. Era cierto, no había ningún signo—. Pero debería consultar a un médico, y rápido.

—¡Oh, Dios! —La ansiedad se estaba convirtiendo en alarma—. Ya he estornudado siete veces esta mañana.

—Estornudos —repitió Adelia, reflexiva—. Eso es, entonces.

—Oh, Dios mío.

Sir Gervase tiró de las riendas y azuzó a su caballo, clavando las espuelas en los flancos. Adelia, aunque salpicada por el barro, estaba satisfecha.

Joscelin se quitó el sombrero sonriendo.

—Buenos días, señora.

El cazador le hizo una reverencia, reunió a sus perros y los siguió.

«Podría ser cualquiera de ellos», se dijo Adelia al verlos alejarse. «Gervase es un bruto, el otro no».

Sir Joscelin, a pesar de sus modales corteses, era un candidato tan digno de considerar como su censurable compañero, por quien obviamente sentía afecto. Había estado en la colina esa mañana.

Pero ¿quién no? Hugh, el cazador, tras esa cara tan insípida, podía ocultar la brutalidad que en Roger de Acton estaba a la vista. El mercader de mejillas gordinflonas de Cherry Hinton. También el juglar. Los monjes. Aquel al que llamaban hermano Gilbert, un chiflado como jamás había conocido. Todos ellos habían tenido acceso a Wandlebury Ring esa noche. En cuanto al inquisitivo recaudador de impuestos, todo le hacía sospechoso.

¿Y por qué sólo estoy considerando a los hombres? ¿Qué sucede con la priora, la monja, la esposa del mercader o las sirvientas?

Pero no. Adelia absolvía a todas las mujeres. No era un crimen propio de ellas. No porque las mujeres no pudieran ser crueles con un niño —había examinado muchos cuerpos víctimas de tortura y abandono—, pero en lo tocante a ataques sexuales siempre habían estado involucrados hombres. Siempre.

—Os hablaron. —La seriedad de Ulf, a diferencia de la actitud de Adelia, había sido producto del terror—. Cruzados. Han estado en Tierra Santa.

—En efecto, así es —afirmó rotundamente Adelia.

Habían estado allí, se habían enriquecido y habían demostrado su valentía. El prior Geoffrey le había otorgado a sir Gervase el señorío de Coton, y a sir Joscelin el convento de Santa Radegunda le había entregado el de Grantchester. Ambos eran grandes cazadores y el prior les cedía a Hugh y a sus sabuesos cuando tenían que abatir un demonio como el que cargaba el caballo de sir Joscelin —había matado ovejas cerca de Trumpington—, porque Hugh era el mejor cazador de lobos de Cambridgeshire.

«Hombres», pensó Adelia al percibir la admiración de Ulf. «Aunque sean niños».

Pero ese niño volvía a mirarla con su sabiduría práctica.

—¿Estuvisteis con ellos?

Ella también había superado la prueba.

Amigablemente, caminaron de regreso hacia la casa del viejo Benjamín. El repugnante
Salvaguarda
los seguía.

Ya estaba oscuro cuando Simón volvió, hambriento. Un guiso de anguila y un pastel de pescado lo esperaban. Era viernes y Gyltha había respetado estrictamente las prescripciones para la cena. Simón se quejó de la gran cantidad de mercaderes de lana que había en Cambridge y los alrededores.

—Fueron amigables, me explicaron que mis retazos provenían de un antiguo lote de lana... reconocible por algo que distinguen en el pelo... Se ofrecieron a ayudarme a seguir el rastro hasta encontrar el fardo del que había formado parte...

A pesar de la sencillez de su aspecto y su vestido, Simón de Nápoles procedía de una familia rica y nunca se había parado a pensar el trayecto que la lana recorría desde la oveja hasta que se convertía en una pieza de tela. Estaba asombrado.

Mientras comía, compartió sus indagaciones con Adelia y Mansur.

—Usan orina para lavar los vellones, ¿lo sabíais? Los lavan en cubas que llenan con la contribución de todos los miembros de la familia. Cardado, vapor, calor y presión, tejido, teñido, mordientes. ¿Podéis concebir lo difícil que es lograr el color negro?
Experto credite.
Se debe partir de una tintura azul intenso, o una combinación de tanino y hierro. El amarillo es más simple. Hoy he conocido teñidores que desearían que todos nos vistiéramos de amarillo, como damas de noche... —Los dedos de Adelia comenzaron a repiquetear en la mesa. El brillo de los ojos de Simón indicaba que su búsqueda había sido exitosa, pero ella también tenía novedades. Simón lo advirtió—. Oh, bien, las hebras se clasifican en función de su resistencia, pero, aun así, no podríamos haber rastreado el origen de este jirón de tejido... — Simón lo sostenía amorosamente en la mano y Adelia notaba que, más allá del interés que tenía por esos temas, no había olvidado el propósito con que había sido utilizado— si no hubiera formado parte del orillo de un tejido, una urdimbre para reforzar los bordes característica del tejedor... —Simón vio la ansiedad en los ojos de Adelia y fue al grano—. Es parte de un lote enviado al abad de Ely hace tres años. El abad tiene la concesión para abastecer a todos los conventos de Cambridgeshire de la tela con que hacen la ropa de sus monjes.

Mansur fue el primero en responder.

—¿Un hábito? ¿Es la tela del hábito de un monje? —Sí.

A la afirmación siguió uno de aquellos silencios reflexivos que caracterizaban sus cenas.

—El único religioso al que podemos absolver es al prior, que estuvo con nosotros toda la noche —indicó Adelia.

Simón asintió.

—Sus monjes visten de negro debajo de la casulla.

—También las monjas —recordó Mansur.

—Es cierto. —Simón le sonrió—. Pero en este caso es irrelevante, porque en el curso de mis investigaciones me crucé otra vez con el mercader de Cherry Hinton que, casualmente, comercia con lana. Me aseguró que las monjas, su esposa y las sirvientas pasaron la noche en tiendas de campaña, rodeadas y custodiadas por los hombres de la comitiva. Si una de esas damas es nuestro asesino, no podría haber pasado desapercibida mientras recorría las colinas transportando cuerpos. —Eso dejaba sólo a los tres monjes que acompañaban al prior Geoffrey. Simón los consideró uno por uno—: ¿El joven hermano Ninian? Lo dudo, aunque, ¿por qué no?

¿El hermano Gilbert? Un hombre desagradable, un posible sujeto de investigación.

¿El otro? Nadie podía recordar el rostro o la personalidad del tercer monje. Hasta que no hagamos más averiguaciones, la especulación es inútil —admitió Simón—. Un hábito desgastado, arrojado en una pila de cosas en desuso tal vez; el asesino pudo haberlo comprado en cualquier lugar. Continuaremos cuando estemos más descansados. —Simón se apoyó contra el respaldo y tomó su copa de vino—. Y ahora, doctora, perdonadme. Los judíos raramente nos dedicamos a cazar, como sabéis, y me he convertido en algo tedioso, como cualquier cazador que relata cómo abatió a su presa. ¿Qué novedades tenéis?

Adelia relató los hechos en orden cronológico y con aspereza. Su día de caza había sido más fructífero que el de Simón, pero dudaba que a él le gustara el resultado.

A Simón le parecieron alentadoras sus conclusiones acerca de los huesos del pequeño Peter.

—Lo sabía. Podemos asestarles un golpe. El niño nunca fue crucificado.

—No lo fue —confirmó Adelia, que había transportado a sus oyentes al otro lado del río al referirles su conversación con Ulf.

—Lo tenemos —farfulló Simón tomando vino—. Doctora, habéis salvado a Israel. ¿El niño fue visto después de salir de la casa de Chaim? Entonces, todo lo que tenemos que hacer es buscar a ese chico, Will, y llevarlo a declarar ante el alguacil.

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