Maestra en el arte de la muerte (13 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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—Subid por el camino y girad a la izquierda en Jesus Lane; está en el recodo, frente al río.

Al llegar al río se encontró con una pequeña aglomeración de gente que se había reunido para observar a Mansur mientras descargaba las últimas cosas del carro y se disponía a llevarlas al zaguán de la casa.

El prior Geoffrey había creído oportuno que, dado que los tres estaban de parte de los judíos, los salernitanos ocuparan durante su estancia una de las casas abandonadas de la judería. No le había parecido prudente alojarlos en la lujosa mansión de Chaim, que estaba un poco más adelante, siguiendo el curso del río.

—Como era prestamista, el viejo Benjamín inspiró menos animosidad en la ciudad que Chaim, que era rico —explicó—, y además desde la casa se ve el río.

Para Adelia, la existencia de una zona denominada judería —la casa de Benjamín estaba en uno de sus límites— era una prueba de que los judíos de Cambridge habían sido excluidos, o se habían excluido ellos mismos, de la vida de la ciudad, como ocurría en casi todas las ciudades inglesas que habían atravesado.

Si bien privilegiado, era un gueto y había quedado desierto. La casa del viejo Benjamín mostraba signos de un incipiente temor. Ocupaba la esquina de una calle sin salida, para que, ante un eventual ataque, estuviera tan oculta como fuera posible. Había sido construida con piedra en lugar de adobe y cañas, y tenía una puerta capaz de soportar la embestida de un carnero. El nicho de una de las jambas estaba vacío y dejaba ver que el marco de la mezuzá había sido arrancado.

Del escalón más alto surgió una mujer que ayudó a Mansur con el equipaje. Adelia se acercó.

—¿Ahora trabajas para ellos, Gyltha? —gritó uno de los mirones.

—Ese es mi problema —respondió la mujer que estaba de pie en el escalón—. Tú, ocúpate de los tuyos.

Hubo risas disimuladas, pero la gente no se dispersó. Comentaban la situación en el desenfadado inglés de Anglia Oriental. Algo de lo ocurrido al prior en la peregrinación circulaba como moneda corriente.

—No son judíos. Nuestra Gyltha no aceptaría trabajar para los infieles.

—Ese, el que tiene la tela en la cabeza, dicen que es el doctor.

—Por su aspecto parece más un demonio.

—Aunque sea un sarraceno, dicen que curó al prior.

—Me pregunto cuánto cobra.

—¿Será esa mujer su mascota?

La pregunta fue acompañada por un gesto con la cabeza que señalaba a Adelia.

—No, no lo soy —respondió Adelia.

El hombre que había preguntado estaba desconcertado.

—¿La señora habla inglés?

—Sí, ¿y vos?

El acento de aquella gente —la pronunciación, las extrañas inflexiones y la entonación ascendente con que terminaban las frases— era diferente del inglés de la península del suroeste que Adelia había aprendido sentada en las rodillas de Margaret, pero lograba comprenderlo. Parecía más divertida que ofendida.

—Un gatito gracioso, ¿verdad? —anunció el hombre a la improvisada asamblea—. Y ese moreno, un buen médico, ¿no? —preguntó luego dirigiéndose a Adelia.

—Mejor que cualquiera de los que pueda encontrar por aquí.

Tal vez fuera cierto, pensó Adelia. El enfermero del priorato no era más que un simple herborista que, aun cuando tenía buena voluntad, había obtenido sus conocimientos de libros cuyo contenido —en opinión de la doctora— era en su mayor parte totalmente erróneo.

Las personas a las que el herborista no podía tratar y las que intentaban hacerlo por sus propios medios estaban a merced de los curanderos de la ciudad, que les vendían elaboradas, inútiles y costosas pociones, probablemente desagradables al paladar y preparadas con la intención de impresionar, más que de curar. Su nuevo amigo hizo una observación.

—Entonces, creo que pagaré una visita. El hermano Theo, del priorato, se ha dado por vencido conmigo.

—Diles qué es lo que te pasa —le sugirió su vecina con un codazo, una mujer que sonreía burlona.

—El hermano Theo cree que me hago el enfermo —manifestó obedientemente Wulf— y no sabe cómo tratarme.

Adelia advirtió que nadie hacía preguntas acerca del motivo por el cual ella, Simón y Mansur estaban allí. Para los hombres y mujeres de Cambridge era natural que en su ciudad se establecieran extranjeros. Llegaban de todas partes para comerciar, no había mejor lugar para hacerlo. Era el país del dragón.

La doctora trató de abrirse paso para llegar a la entrada, pero una mujer que tenía en brazos un niño pequeño le impidió continuar.

—Le duele mucho este oído. Necesita un médico.

No todos los integrantes de aquel grupo estaban libres de curiosidad.

—Está ocupado —apuntó Adelia, pero el niño se quejaba del dolor—. Está bien, le miraré yo. —Uno de los integrantes del grupo sostuvo amablemente un candil mientras Adelia le examinaba el oído y abría con impaciencia su morral para buscar las pinzas—. Ahora sostenedlo para que no se mueva.

Adelia extrajo una pequeña bola. Tuvo suerte de no perforarle el tabique.

—¡Que me aspen si no es una mujer sabia! —exclamó alguien.

En segundos se vio rodeada entre empujones de quienes pedían que los atendiera. En ausencia de un doctor, una mujer sabia serviría.

La rescató oportunamente la mujer a la que habían llamado Gyltha. Bajó los escalones y se abrió paso en dirección a Adelia, apartando con los codos los cuerpos que obstruían el camino.

—Váyanse —les pidió—. Todavía no se han mudado, vuelvan mañana. Gyltha llegó hasta Adelia y la empujó a través del portal.

—Rápido, niña —apuró, dispersándolos a empujones—. ¿Qué habéis hecho? — susurró.

Adelia la ignoró. —Ese anciano, el que está allí —dijo, señalándolo—, tiene unas fiebres que lo hacen temblar.

Parecía malaria, algo extraño. La doctora creía que esa enfermedad no se manifestaba fuera de los pantanos de Roma.

—Es el doctor quien debe decir eso —declaró Gyltha en voz alta para que la oyeran—. Entrad, niña. Seguirá enfermo mañana —agregó luego a Adelia.

De todos modos, tal vez no fuera posible ayudarle demasiado. Mientras Gyltha la arrastraba para que subiera los escalones, Adelia le gritaba a la mujer que sostenía el cuerpo tembloroso del anciano.

—Llevadlo a casa, debe estar en cama. Tratad de bajar la fiebre con paños fríos —fueron las últimas indicaciones que logró dar antes de que la mujer la arrastrara hasta la casa y cerrara la puerta.

Gyltha miró a Adelia y meneó la cabeza. Lo mismo hizo Simón, que había estado observando la escena.

Por supuesto. El doctor era Mansur. Ella debía tenerlo presente.

—Pero sería interesante si el diagnóstico fuera malaria —le comentó a Simón—. Cambridge y Roma. La característica en común son los pantanos. Eso supongo.

En Roma, algunos atribuían la enfermedad al efecto de los «malos aires», de ahí su nombre. Otros creían que era consecuencia de beber agua estancada. Adelia estaba abierta a todas las hipótesis, dado que ninguna había sido probada.

—Hay una cantidad increíble de enfermos de esas fiebres en los pantanos —le contó Gyltha—. Nosotros la tratamos con opio. Detiene el temblor.


¿Opium?
¿Cultiváis adormidera por aquí? —Santo Cielo, cuánto sufrimiento podría aliviar si tuviera acceso al opio. Nuevamente pensó en la malaria—. Me pregunto si existe alguna posibilidad de observar el bazo del anciano cuando muera —le susurró a Simón.

—Podríamos pedir autorización —ironizó Simón, poniendo los ojos en blanco— . Fiebres, asesinatos de niños, ¿cuál es la diferencia? Delatemos quiénes somos.

—No me he olvidado del asesino —protestó Adelia—. He estado examinando su obra.

—¿Mal? —preguntó Simón mientras le cogía la mano.

—Mal.

La irritación de su rostro dejó paso a la aflicción. El que estaba allí era un hombre con hijos imaginando lo peor que pudiera ocurrirles. Adelia pensaba que Simón tenía una extraña capacidad para comprender a los demás que lo convertía en un buen investigador. Pero eso tenía su precio.

Buena parte de su comprensión estaba dirigida a ella.

—¿Podéis tolerarlo, doctora?

—Para eso me he preparado.

—Nadie está preparado para lo que vos habéis visto hoy —afirmó Simón, meneando la cabeza. Luego respiró profundamente—. Ella es Gyltha. El prior Geoffrey la ha enviado para que tenga la amabilidad de ocuparse de la casa. Está al tanto de nuestro cometido —indicó después en su inglés poco fluido. De un rincón surgió una figura que había estado merodeando como un animal—. Éste es Ulf. Nieto de Gyltha, según creo. Y esto es... ¿qué es?

—Es
Salvaguarda
—respondió Gyltha—. Ulf, quítate la maldita gorra delante de una dama.

Adelia jamás había visto un trío tan rotundamente espantoso. La mujer y el chico tenían cabezas con forma de ataúd, rostros huesudos y grandes dientes, una combinación que ella reconocería como característica de los pantanos. Si Ulf no era tan inquietante como su abuela, se debía a que era un chico, de ocho o nueve años, y sus rasgos todavía tenían la redondez propia de la infancia.

Salvaguarda
era una enorme pelota de lana apelmazada de la que salían cuatro patas como agujas de tejer. Tenía apariencia de oveja pero tal vez fuera un perro. Ninguna oveja olía tan mal.

—Un regalo del prior —aclaró Gyltha—. Tendréis que encargaros de alimentarlo.

La sala donde estaban reunidos no era mucho más agradable. Estrecha y miserable, se accedía a ella directamente desde la puerta principal. Al final de la habitación había otra puerta similar que comunicaba con el resto de la casa. Incluso durante el día, la sala debía de ser oscura. Esa noche un farol complementaba las dos saeteras y dejaba a la vista anaqueles desnudos y rotos.

—Aquí es donde el viejo Ben hacía su trabajo —informó Gyltha—. Sólo que algún hijo de perra ha robado todos sus bienes —añadió con firmeza.

Algún otro, o tal vez el mismo hijo de perra, había usado el lugar como letrina. La nostalgia desgarraba a Adelia. Sobre todo, la nostalgia por Margaret, su afectuosa presencia. Pero también, oh Dios, por Salerno, los naranjos, el sol y la sombra, los acueductos, el mar, el baño romano de la casa en la que vivía junto a sus padres adoptivos, los suelos de baldosas, los sirvientes educados, su reconocimiento como médica, las aulas de la escuela, las ensaladas: no había comido verduras desde su llegada a aquel condenado país carnívoro.

Gyltha abrió la puerta interior y pudieron apreciar la amplitud del salón del viejo Benjamín, que mejoraba la primera impresión. Olía a agua, lejía y cera de abejas. Cuando entraron, dos criadas con baldes y trapos desaparecieron de su vista por una puerta que estaba en el otro extremo. De un techo abovedado colgaban cadenas de las que pendían bruñidas lámparas de sinagoga, que iluminaban ramas verdes recién cortadas y los pulidos suelos de madera de olmo. Una columna de piedra sustentaba una escalera curva por la que se podía acceder al ático y bajar al sótano.

Era una sala alargada, cuyas ventanas esmeriladas, que cubrían arbitrariamente toda la pared izquierda, conferían una apariencia fuera de lo común. Sus distintos tamaños sugerían que el viejo Benjamín —un hombre para quien era una cuestión de principios no desperdiciar nada— había ampliado o reducido los marcos originales colocando en su lugar esos vidrios que, no habiendo sido reclamados por sus propietarios, pasaron a pertenecerle. Había un mirador, dos celosías, abiertas ambas para que entrara la brisa del río, un pequeño panel de cristal y un rosetón de vidrio coloreado que de seguro procedía de una iglesia cristiana. El efecto era desordenado, pero original y no carente de encanto. Sin embargo, para Simón y Mansur el non plus ultra se hallaba en otro lugar: en la cocina, una construcción separada del resto de la casa. Hacia allí se apresuraron, alentando a Adelia a seguirlos.

—Gyltha es cocinera —apuntó Simón como si emergiera de las arenas de Egipto rumbo a Caná—. Nuestro prior...

—Que nunca deja de protegernos... —interrumpió Mansur.

—Nuestro muy buen prior nos ha enviado a una cocinera que está a la par de mi buena Becca. Gyltha
superba.
Doctora, venid a mirar lo que está preparando.

En un enorme hogar algo giraba ensartado en varillas de hierro, salpicando con grasa la turba encendida; de los calderos colgados con ganchos rezumaban vapores que olían a hierbas y a pescado; una masa de color crema reposaba en la gran mesa enharinada, lista para amasar.

—Manjares, doctora, suculento pescado, lampreas. Lampreas* ¡alabado sea el Señor!, pato guisado en miel, cordero.

Adelia nunca había visto a dos hombres tan entusiasmados. El resto del día, hasta el anochecer, se fue en desempaquetar. Había habitaciones de sobra. A la doctora le habían asignado el
solar,
un agradable aposento que daba al río, un lujo después de haber dormido en los dormitorios comunitarios de las posadas. Las hornacinas estaban vacías; su contenido había sido saqueado por los insurrectos, pero habían dejado los estantes, donde podría colocar sus hierbas y pociones.

Cuando finalmente la cena estuvo dispuesta, a Gyltha le irritó que Mansur y Simón se tomaran tanto tiempo en sus abluciones, y lo mismo Adelia —como si temiese que la mugre de la casa fuera perniciosa— en lavarse las manos antes de sentarse a la mesa.

—Se enfría —les espetó bruscamente—. No cocino para paganos a quienes no les importa que la buena comida se enfríe.

—No es así. De ninguna manera —le aseguró Simón.

La mesa ofrecía todas las delicias que se podían encontrar en aquellas tierras pantanosas: aves de corral y pescados. Los nostálgicos ojos de Adelia añoraron alguna que otra verdura, pero sin duda lo que allí había era apetitoso.

—Bendito seas Hashem, nuestro Dios, rey del Universo, que nos alimentas con los frutos de la naturaleza —agradeció Simón. Luego cogió de la mesa una blanca rebanada de pan, partió un trozo y se dispuso a comerlo.

Mansur invocó la bendición de Salmán el Persa, que había dado alimento a Mahoma.

—Que la buena salud nos acompañe —ofreció Adelia, y se sentaron a la mesa para compartir las viandas.

Durante el viaje en barco desde Salerno, Mansur había comido con la tripulación. Pero el último tramo de la travesía por Inglaterra había discurrido entre posadas y campamentos imponiéndolos una democracia que ninguno de ellos deseaba abandonar. En cualquier caso, dado que Mansur debía aparecer como la autoridad de la casa, habría sido incoherente que comiera en la cocina, junto con los sirvientes. Adelia había pensado dar a conocer sus hallazgos durante la comida, pero los hombres, sabiendo qué clase de información recibirían, sólo parecían dispuestos a dejarse indigestar por la comida de Gyltha. Los elogios que estaban dedicando a los corderos, cremas y quesos eran interminables. Para ella, por el contrario, la comida era semejante al viento: necesario para propulsar barcos, aves y aspas de molinos; pero por lo demás, intrascendente.

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