Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
Antes de retirarse a dormir, Simón había redundado en el tema.
—¿Quiénes durmieron en el campamento junto al camino y quiénes partieron?
¿Un monje? ¿Un caballero? ¿Un cazador? ¿Un recaudador de impuestos? ¿Alguno de ellos se escabulló para recoger esos pobres huesos? Debemos tener presente que eran livianos y tal vez se llevara uno de los caballos de la caravana. ¿El mercader? ¿Uno de los escuderos? ¿El juglar? ¿Los sirvientes? No podemos descartar a ninguno de ellos.
Quienquiera que fuera la había acechado durante la noche a través de la ventana, y después se coló en la habitación adoptando la forma de una urraca que arrastraba a un niño vivo en sus garras. Había despedazado el cuerpo sobre el pecho de Adelia, mirándola descaradamente con su ojo sin párpado mientras picoteaba el hígado del niño.
Era una imagen tan vivida que se despertó jadeando, convencida de que un pájaro había matado al niño.
—¿Dónde está maese Simón? —preguntó a Gyltha. Era temprano. Se asomó a las ventanas de poniente de la sala, donde la sombra que proyectaba la casa cubría el prado hasta cerca del río. La luz del sol se reflejaba en el Cam, brillante, profundo y sereno, filtrándose entre los sauces. Adelia tuvo que contener el súbito impulso de chapotear en él como un pato.
—Salió. Quería averiguar dónde había mercaderes de lana.
—Teníamos previsto ir a Wandlebury Ring —comentó Adelia, irritada—. Así lo acordamos anoche. La prioridad es descubrir la guarida del asesino.
—Eso dijo él, pero como el señor Negro no podía, irán mañana.
—¡Mansur! —exclamó bruscamente Adelia—. Se llama Mansur. ¿Por qué no puede ir?
Gyltha le hizo señas para que la siguiera hasta el final de la sala y entraron en la tienda de empeños del viejo Benjamín.
—Por ellos.
De puntillas, Adelia observó a través de una de las saeteras.
Junto al portal se veía una multitud. Algunas personas estaban sentadas, como si hubieran esperado allí durante mucho tiempo.
—Quieren ver al doctor Mansur —aclaró Gyltha, con énfasis—. Por eso no pueden ir a las colinas.
Una complicación imprevista. Al presentar a Mansur como médico —un médico desconocido, extranjero, en una ciudad populosa— no se les había ocurrido que podía ser requerido por pacientes. La noticia del encuentro con el prior se había difundido: en Jesus Lane obtendrían la cura para sus enfermedades.
Adelia estaba abrumada.
—Pero ¿cómo los voy a atender? Gyltha se encogió de hombros.
—Por su aspecto, diría que la mayoría morirá de todos modos. Podemos contarlos entre los fracasos del pequeño Peter.
El pequeño Peter, los huesos del milagroso esqueleto que la priora había pregonado a los cuatro vientos, como un feriante, a lo largo de todo el camino desde Canterbury.
Adelia suspiró por el pequeño santo, por la desesperación de aquellos que llegaban hasta él y la desilusión que ahora les llevaba hasta su puerta. Lamentablemente, salvo en unos pocos casos, la doctora no podría hacer más que el pequeño Peter. Hierbas, sanguijuelas, pociones, incluso la fe, no podían detener el embate de las enfermedades que aquejaban a la mayor parte de la humanidad. Ella deseaba que no fuera así. ¡Vive Dios si lo deseaba! Pero hacía mucho tiempo que no se dedicaba a pacientes vivos, salvo aquellos casos
in extremis
—y sólo si no había otro médico disponible— como el del prior.
No obstante, el dolor se había congregado frente a su puerta. No podía ignorarlo.
Tenía que hacer algo. Pero si la veían practicando la medicina, todos los doctores de Cambridge correrían a contárselo al obispo. La Iglesia no aprobaba la intervención humana en la enfermedad. Durante siglos habían sostenido que la oración y las reliquias de los santos eran los métodos que Dios proporcionaba para curar. Cualquier otra forma era considerada satánica. Más tarde se permitió realizar tratamientos fuera de los monasterios, siempre y cuando los llevaran a cabo médicos laicos —en tanto respetaran los límites impuestos—, pero a las mujeres, intrínsecamente pecadoras, les estaba forzosamente prohibido, salvo en el caso de las comadronas reconocidas como tales, e incluso ellas tenían que ser cuidadosas para que no las acusaran de brujería.
Hasta en Salerno, el más prestigioso reducto de la medicina, la Iglesia había tratado de aplicar su ley a los médicos exigiéndoles celibato. No lo había logrado, y tampoco había conseguido prohibir que las mujeres de la ciudad fueran médicos. Pero Salerno era la excepción que confirmaba la regla.
—¿Qué haremos? —se preguntó Adelia. Margaret, la más práctica de las mujeres, lo habría sabido. «Todas las cosas tienen solución. Deja que la vieja Margaret se ocupe».
Gyltha chasqueó la lengua impaciente.
—¿Por qué lloriqueáis? Es tan fácil como besar mi mano. Tenéis que actuar como si fuerais la ayudante del doctor, la que prepara sus pociones. Ellos dirán en inglés qué les pasa. Vos se lo diréis al doctor en esa jerigonza con que os entendéis, él os responderá en ese mismo idioma y les aconsejaréis qué hacer.
Una explicación rudimentaria, tan sencilla como eficaz. Cuando fuera necesario indicar un tratamiento sería el doctor Mansur quien, en apariencia, daría instrucciones a su ayudante.
—Muy ingenioso —admitió Adelia. Gyltha se encogió de hombros.
—Evitará que nos molesten.
Cuando Adelia le puso al tanto de la situación, Mansur se lo tomó con calma, como era su costumbre. Sin embargo, Gyltha no estaba satisfecha con su aspecto.
—El doctor Braose, que atiende en el mercado, usa una capa con estrellas, tiene una calavera sobre la mesa y una cosa para leer en las estrellas. Adelia se irguió, como lo hacía cuando alguien aludía a la magia.
—Este doctor practica la medicina, no la hechicería.
Cambridge debería conformarse con un rostro de águila negra envuelto en una
kufiya
y una voz de niño cantor. Suficiente magia para cualquiera.
Ulf fue enviado al boticario con una lista de encargos. Se dispuso una sala de espera en la antigua tienda de empeño.
Los muy ricos tenían médicos a su servicio. Los muy pobres se curaban a sí mismos. Quienes llegaban hasta Jesus Lane no pertenecían a ninguna de esas dos categorías. Eran artesanos y jornaleros a quienes —en el peor de los casos— les sobraban un par de monedas o incluso un pollo para pagar por el tratamiento.
La enfermedad había hecho estragos en ellos. Los remedios caseros no habían funcionado, tampoco las donaciones de dinero y aves de corral al convento de Santa Radegunda. Como Gyltha había dicho, allí estaban los fracasos del pequeño Peter.
—¿Cómo le ha ocurrido esto? —preguntó Adelia a la mujer de un herrero, limpiando suavemente una costra amarilla de sus ojos completamente pegados. Y recordó que debía agregar—: El doctor quiere saberlo.
Aparentemente, alentada por la priora de Santa Radegunda, la mujer había humedecido un paño en las pústulas de la carne descompuesta del pequeño Peter cuando lo sacaron del río y luego se había frotado los ojos con él para curar su creciente ceguera.
—Alguien debería matar a esa priora —comentó Adelia a Mansur en árabe.
La esposa del herrero no podía entender las palabras, pero captó el sentido y se defendió.
—No fue culpa del pequeño Peter. La priora dijo que no recé lo suficiente.
—Si no la mato yo antes —concluyó Adelia. Nada podía hacerse para curar la ceguera de esa mujer, pero la mandó a casa con una solución diluida y filtrada de agrimonia, que con el uso regular le aliviaría la inflamación.
Ninguno de los casos que siguieron contribuyó a disminuir la ira de Adelia. Huesos que por estar rotos desde hacía demasiado tiempo se habían torcido. Un bebé, muerto en brazos de su madre, que hubiera podido salvarse con un brebaje de corteza de sauce. Tres dedos del pie fracturados que se habían gangrenado y cuya amputación no habría sido necesaria si el paciente no hubiera perdido tiempo rogando al pequeño Peter.
Después de la sutura y el vendaje, el amputado había pasado un rato recostado y se había ido a su casa. La sala de espera se había vaciado. Adelia estaba fuera de sí.
—Dios maldiga a Santa Radegunda y a todos sus huesos. ¿Habéis visto al bebé?
¿Lo habéis visto? —preguntó a Mansur con ira—. ¿Y por qué le recomendasteis azúcar al chico con tos?
Mansur había degustado el poder y había comenzado a hacer movimientos cabalísticos con los brazos, sobre la cabeza de los pacientes, cuando se inclinaban ante él.
—Azúcar para la tos.
—¿Ahora sois doctor? El azúcar puede ser el remedio árabe, pero en este país es escaso y muy caro. De todos modos, en este caso no causará ningún daño. Salió en estampida hacia la cocina para beber un trago de licor. Cuando terminó, lanzó la taza de hojalata al agua.
—Malditos sean. Maldita sea su ignorancia.
Gyltha dejó de amasar el pan y levantó la cabeza para mirarla. La mujer le había ayudado a interpretar algunos de los misteriosos síntomas de los habitantes de Anglia Oriental: por ejemplo, «tembloroso» significaba inestabilidad en las piernas.
—Chica, habéis salvado el pie del joven Coker.
—Su trabajo es hacer techos de junco —indicó Adelia—. ¿Cómo hará para subir escaleras con sólo dos dedos en un pie?
—Es mejor que no tener pie.
La actitud de Gyltha había cambiado, pero Adelia estaba demasiado deprimida para notarlo. Esa mañana, veintiuna personas desesperadas habían acudido a ella, o en realidad, al doctor Mansur, y si los hubiera atendido a tiempo, podría haber curado a ocho de ellos. En las condiciones en que habían llegado, no había logrado curar más que a tres. En verdad, a cuatro; el chico con tos podría haber mejorado inhalando esencia de pino si sus pulmones no hubieran estado tan dañados.
No haber estado antes en Cambridge para curarlos la agobiaba; ellos la habían necesitado.
Mordisqueó distraída una galleta que Gyltha había deslizado en su mano. Es más, pensó, si los pacientes seguían llegando en esas cantidades, tendría que instalar su propia cocina. Se necesitaría tiempo y espacio para preparar tinturas, brebajes, ungüentos, polvos. No confiaba en los boticarios desde que se había descubierto que el
signore
DʹAmelia adulteraba sus polvos más caros con cal.
Cal. Allí es donde ella, Simón y Mansur deberían estar, buscando la cal de Wandlebury Ring, aunque reconocía que Simón había sido prudente por no ir solo a ese misterioso lugar. Tal vez hiciera falta más de una persona para mirar detenidamente esas extrañas canteras, por no mencionar la posibilidad de que el asesino a su vez los estuviera observando, en cuyo caso Mansur sería muy útil.
—¿Dijisteis que maese Simón fue a ver a los mercaderes de lana? Gyltha asintió con la cabeza.
—Se llevó las tiras que ese demonio usó para atar a los niños. Quería averiguar si alguno de ellos las había vendido, y a quién.
En efecto, Adelia había lavado y secado dos de las tiras para él. Puesto que Wandlebury Ring debía esperar, Simón había empleado su tiempo buscando en otra dirección. Pero le sorprendía que hubiera puesto al tanto a Gyltha de sus propósitos. En fin, dado que el ama de llaves era una persona honesta...
—Venid conmigo —le pidió y la guió escaleras arriba. Luego se detuvo—. Esta galleta...
—Mis pastas de avena y miel.
—Muy nutritiva.
Adelia llevó a Gyltha hasta la mesa del
solar
donde estaba el contenido de su morral de cuero de cabra. Señaló uno de los objetos.
—¿Habéis visto antes algo como esto?
—¿Qué es? —Creo que es alguna clase de dulce. —Tenía forma de rombo, estaba gris y seco como una roca. Adelia tuvo que usar su cuchillo más afilado para cortar una porción, que dejó a la vista el interior, rosado con un tenue aroma—. Estaba enredado en el cabello de Mary. —Gyltha cerró con fuerza los ojos y se santiguó. Luego los abrió para observar detenidamente—. Diría que es gelatina —la animó Adelia—. Con perfume a flores o a frutas. Endulzada con miel.
—Confitura de gente rica —comentó inmediatamente Gyltha—. Nunca he visto algo así. Ulf. —En un segundo el nieto entró en la habitación, por lo que Adelia supuso que había estado detrás de la puerta—. ¿Has visto alguna vez algo así? —le preguntó su abuela.
—Dulces —gruñó el chico, confirmando que había estado detrás de la puerta—. Compro dulces todo el tiempo, sí, gasto todo el dinero...
Mientras hablaba, sus ojos pequeños y astutos hacían un inventario de los objetos obtenidos en la celda de Santa Berta que podían servir como prueba: el rombo, las tiras de lana restantes que se secaban en la ventana. Adelia los cubrió con un lienzo.
—¿Y bien?
Ulf meneó la cabeza con indudable autoridad.
—Por la forma, no son de aquí. En este país son enroscados o redondos.
—Entonces, vete —le ordenó Gyltha—. Si él no los ha visto, no son de aquí — aseguró cuando el chico salió.
Era decepcionante. La noche anterior la sospecha que pendía sobre todos los hombres de Cambridge se había limitado a los peregrinos. Aun así, sin contar a las esposas, las monjas y las sirvientas, las personas que había que investigar ascendían a cuarenta y siete.
—Seguramente podemos descontar al mercader de Cherry Hinton. Parece inofensivo —habían decidido.
Pero al consultar a Gyltha descubrieron que Cherry Hinton estaba al oeste de Cambridge y, en consecuencia, en la linde con Wandlebury Ring.
—No debemos descartar a nadie —había dicho Simón.
Para acotar las sospechas por medio de las pruebas que ya tenían —antes de comenzar los interrogatorios sobre las cuarenta y siete personas— Simón se había encargado de determinar el origen de las tiras de lana, y Adelia, del rombo. Pero éste no pudo ser identificado.
—Aunque debemos suponer que esta rareza reforzará su conexión con el asesino una vez que lo encontremos —dijo la doctora a Gyltha.
—¿Crees que tentó a Mary con eso?
—Sí.
—Pobre pequeña Mary, tenía miedo de su padre, siempre pegándoles a ella y a su madre, un torturador, tenía miedo de todo. Nunca se iba lejos —recordó Gyltha—.
¿La tentaste con esto, miserable? —preguntó, mirando el rombo petrificado.
Las dos mujeres compartieron un momento de reflexión: una mano hacía una seña, la otra sostenía el exótico dulce, la niña atraída por él, cada vez más cerca, un ave rapaz se lanzaba sobre un armiño. Gyltha corrió escaleras abajo para advertir a Ulf del peligro que representaban los hombres que ofrecían cosas a los niños.