Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
Adelia no lo había pensado.
—En mi caso, una nariz rota difícilmente merece ser calificada como una herida. Pudo haber sido mucho peor.
Había sido un accidente, en algún sentido, causado por ella misma al involucrarse en la pelea.
—Más aún —añadió Rowley, todavía con malicia—. El rabino salió ileso. Adelia no lograba entender.
—¿Estáis acusando a los judíos?
—No, en absoluto. Sólo estoy señalando que el buen rabino no fue agredido. Lo que digo es que, después de la muerte de Simón, sólo hay dos personas que siguen preguntándose quién mató a los niños. Vos y yo. Y ambos resultamos heridos.
—Y Mansur —observó distraídamente Adelia, aunque él había salido ileso.
—Ellos no lo vieron hasta que se sumó a la pelea. Además, Mansur no ha hecho preguntas, su inglés no es precisamente lo que se dice fluido. —No comprendo vuestro razonamiento. ¿Estáis diciendo que Roger de Acton es el asesino? ¿Acton?
—Estoy diciendo, maldición —la debilidad ponía de mal humor a Rowley—, digo que fue instigado a hacerlo. Alguien le sugirió, a él o a un miembro de su banda, que vos y yo éramos aliados de los judíos y que debían matarnos.
—Desde su punto de vista, todos los aliados de los judíos deberían morir.
—Alguien —explicó el recaudador de impuestos entre dientes—, alguien quiere darnos caza. A nosotros. A vos y a mí.
Por Dios, pensó Adelia, no, a los dos no. Sólo él había estado haciendo preguntas junto con Simón. En la fiesta, Simón le había dicho: «Lo tenemos, sir Rowley». La doctora tanteó el borde de la cama y se sentó.
—Ajá —exclamó Rowley—, ahora se está haciendo la luz, Adelia. Os quiero lejos de la casa del viejo Benjamín. Debéis venir a vivir aquí, con los judíos, durante un tiempo.
Adelia recordó la silueta entre los árboles. Le había ocultado a Rowley lo que ella y Matilda habían visto la noche anterior. Nada podía hacerse al respecto y no tenía sentido agregarle una nueva frustración.
Era Ulf quien había estado en peligro. El asesino iba tras otro niño y había elegido a ése en particular. Adelia lo sabía. Por ese motivo el chico pasaría las noches en el castillo y, durante el día, Mansur lo vigilaría de cerca.
Pero, Dios santo, si esa criatura consideraba que Rowley constituía una amenaza, siendo tan ingenioso, y contando con tantos recursos... entonces, dos seres a los que amaba estaban en peligro.
«Maldito sea», pensó luego la doctora. «Rakshasa está logrando lo que desea gracias a nosotros, y encima nos ha arrinconado a todos en este maldito castillo. De este modo jamás lo encontraremos. Al menos, yo he de moverme con libertad».
—Ulf, explicadle a sir Rowley vuestra teoría sobre el río.
—No, dirá que es una estupidez.
Adelia suspiró. Percibía incipientes celos entre los dos hombres de su vida.
—Debéis contárselo.
El chico lo hizo, con resentimiento y sin convicción. Rowley desestimó la hipótesis.
—En esta ciudad todo se relaciona con el río. —Desdeñó por igual la posibilidad de que el hermano Gilbert fuera el sospechoso—. ¿Creéis que es Rakshasa? Un monje enclenque como él no podría cruzar el monte de Cambridge, no me lo imagino cruzando el desierto.
Ninguna opinión era concluyente. Gyltha llegó con la bandeja del desayuno para Rowley y se sumó a la discusión.
Pese a la aparente ligereza con que hablaban del horror y la sospecha, la charla dejó mella en Adelia. Al fin y al cabo aquellas personas eran seres queridos para ella. Bromear con ellos, aunque fuera sobre la vida y la muerte, le resultó tan desconcertante y placentero —ella, que jamás había bromeado— que durante un instante experimentó una punzante felicidad.
Hic habitat felicitas. Ese enorme, lujurioso y mágico hombre que estaba en cama, llevándose el jamón a la boca, había sido suyo. Su vida había dependido de ella, la había conservado no sólo gracias a su habilidad, sino a la energía que le había transmitido. La doctora había pedido esa gracia y le había sido concedida.
Pero aun cuando para ella fuera maravilloso, su amor no era correspondido y debería convivir con esa tristeza el resto de su vida. Los momentos que pasaba en su compañía no hacían más que confirmar que sería desastroso mostrarse vulnerable ante él. Podría aprovecharlo para rechazarla o incluso para manipularla. Los propósitos de ambos eran mutuamente destructivos.
De todos modos, esos momentos no se prolongarían durante mucho más tiempo. La herida estaba cicatrizando, y Rowley ya no aceptaba que ella lo vistiera. En cambio, dependía de los cuidados de Gyltha o lady Baldwin.
—Es una indecencia que una mujer soltera se inmiscuya en esa parte del cuerpo masculino —había alegado, secamente.
Adelia había preferido no preguntarle cuál habría sido su destino si ella no se hubiera inmiscuido en el momento indicado. Ya no la necesitaba. Debía retirarse.
—De cualquier modo, debemos explorar el río —afirmó Adelia.
—En el nombre de Dios, no podéis ser tan condenadamente estúpida —espetó sir Rowley.
Indignada, se puso de pie. Estaba dispuesta a morir por ese cerdo, pero no a ser insultada. Le ajustó con rabia las mantas, y su aroma —una mezcla de la tintura de trébol que le administraba tres veces al día y la manzanilla con que se lavaba el cabello— envolvió a Rowley hasta que el tufillo de Salvaguarda, que pasó junto a la cama siguiendo a su ama, lo aniquiló.
Cuando Adelia salió de la sala, Rowley miró a quienes le rodeaban en silencio.
—¿No estoy en lo cierto? —preguntó en árabe a Mansur—. No permitiré que ella explore el río —agregó, irritado a causa del cansancio.
—¿Dónde le permitiréis estar,
efendi
?
—En una cama, como corresponde. —Si no hubiera estado débil e irascible, no lo habría dicho, al menos no en voz alta. Nervioso, miró al árabe, que se le acercaba. No estaba en condiciones de pelear con ese bastardo—. No quise decir eso —se disculpó, precipitadamente.
—Está bien,
efendi
—repuso Mansur—. De lo contrario, me veré obligado a abrir nuevamente vuestra herida y a agrandarla.
Esta vez el aroma que envolvió a Rowley —una combinación de incienso y madera de sándalo— le llevó de regreso a los zocos.
El árabe se inclinó sobre él y ante su cara juntó la punta de los dedos de la mano izquierda y los tocó con el índice de la mano derecha, un delicado movimiento que ponía en duda a los progenitores de sir Rowley señalando que podía haber tenido cinco padres.
Luego se incorporó, hizo una reverencia y salió de la sala, seguido por el niño con aspecto de gnomo, cuyo gesto era más simple, más crudo, pero igualmente explícito.
Gyltha recogió los restos del desayuno, cogió la bandeja y salió tras ellos. —No sé qué quisisteis decir, chico, pero hay mejores maneras de explicarlo.
«Oh, Dios», pensaba sir Rowley, hundiéndose en el colchón. «Me estoy volviendo pueril. Señor, sálvame, aunque sea cierto. Aquí es donde la querría, en mi cama, debajo de mí».
Y tanto la deseaba que había tenido que detenerla cuando cubría su herida con esa inmundicia verde, esa mixtura de consuelda. Porque su miembro había recuperado su vigor y tendía a ponerse erecto cada vez que ella le tocaba.
Reprochaba a su Dios —y a sí mismo— que lo hubiera puesto en ese aprieto.
Adelia no era en absoluto su tipo de mujer. ¿Excepcional? No conocía otra mujer igual. Le debía la vida. Pero, sobre todo, podía hablar con ella como no podía hacerlo con ninguna otra persona, hombre o mujer. En su relato de la persecución de Rakshasa le había contado aspectos de sí mismo más que al propio rey, y temía, además, haber revelado otros detalles inconvenientes en su delirio. En su compañía podía blasfemar —aunque no a ella, como lamentablemente había sucedido hacía breves instantes— y eso la transformaba en una compañía tan agradable como deseable.
¿Podría seducirla? Muy probablemente. Era versada en todas las funciones del cuerpo, pero indudablemente ingenua acerca de lo que hacía latir más rápido los corazones. Y Rowley había aprendido a confiar en el considerable y misterioso atractivo que tenía para las mujeres.
Seduciéndola, no obstante, sólo lograría despojarla de un plumazo, no sólo de su ropa, sino de su honor y, por supuesto, de aquello que la hacía excepcional, convirtiéndola en una mujer más en otra cama.
Y él la quería tal como era: con sus «humm» cuando estaba concentrada, con su vestimenta atroz —aunque en la fiesta de Grantchester le había sorprendido su estampa—, con la importancia que otorgaba a toda la humanidad, incluso —más aún, particularmente— a su escoria, con esa seriedad que podía transformarse en una risa asombrosa, con la manera en que erguía los hombros cuando se sentía intimidada, con el modo en que combinaba sus temibles medicinas, con la amabilidad con que sus manos llevaban la taza a su boca, con su modo de caminar, con su modo de hacer todas las cosas. Adelia tenía virtudes que él nunca había conocido: todo en ella era virtud.
—¡Oh, demonios! —exclamó sir Rowley a la sala vacía—. Tendré que casarme con esa mujer.
La aventura río arriba, si bien hermosa, no dio fruto. Considerando cuál era su objetivo, Adelia se sentía avergonzada de disfrutar tanto. Se dejaba llevar por los túneles que formaban las copas de los árboles y al salir nuevamente a la luz del sol, veía a las lavanderas que interrumpían su trabajo para saludarlos. Una nutria astuta nadaba junto al bote mientras hombres y perros, desde la orilla, trataban de cazarla; los criadores de aves desplegaban sus redes; los niños pescaban truchas; y durante millas la ribera estuvo desierta excepto por las currucas, que se balanceaban peligrosamente en los juncos mientras cantaban.
Salvaguarda
los seguía corriendo pesaroso por la orilla. Se había revolcado en algo que hacía intolerable su presencia en el bote. Mansur y Ulf se alternaban para impulsarlo, compitiendo entre sí. Al ver la naturalidad con que hacían avanzar la embarcación, Adelia quiso intentarlo; supuso que sería sencillo, pero terminó colgada del mástil como un mono. Afortunadamente el bote siguió deslizándose sin su ayuda mientras Mansur la rescataba y Ulf se carcajeaba.
Una multitud de cabañas, chozas y casetas de vendedores de aves se alineaba junto al río. Todas quedarían desiertas por la noche. Cada una lo suficientemente desolada como para que cualquier grito que saliera de ellas no pudieran percibirlo más que los animales salvajes. Por otra parte, eran tan numerosas que les habría llevado un mes investigarlas, y un año recorrer los pequeños senderos y los puentes entre los juncos que conducían a las que estaban más alejadas.
De los afluentes del Cam, algunos eran meros arroyos; otros, canales de considerable tamaño aptos para la navegación. Las grandes llanuras estaban surcadas por vías navegables: los pasos elevados, puentes y caminos terrestres estaban en malas condiciones y a menudo eran intransitables, pero cualquier persona podía ir donde deseara con un bote.
Mientras Salvaguarda cazaba pájaros, los tres exploradores comían pan y queso y bebían la mitad de la sidra que Gyltha les había dado, sentados en la orilla, junto al depósito donde sir Joscelin guardaba sus botes. En las paredes colgaban remos, mástiles y cañas de pescar, cuyo brillo se reflejaba tembloroso en el agua. Nada allí hablaba de muerte. A lo sumo, la vista en lontananza de la gran casa de Grantchester confirmaba que —como todos los señores feudales— sir Joscelin estaba demasiado ocupado y el horror podía pasar inadvertido. Pero salvo que las ordeñadoras, los vaqueros, los mozos de cuadra, los labriegos y los sirvientes de la casa —que allí vivían— fueran cómplices en el secuestro de los niños, era improbable que el cruzado fuera un asesino en su propia casa.
De regreso hacia la ciudad, Ulf escupió en el agua.
—Ha sido una maldita pérdida de tiempo.
—No exactamente —precisó Adelia. La excursión le había servido para advertir algo que habían pasado por alto. Tal vez los niños siguieron voluntariamente a su secuestrador o bien fueron llevados a la fuerza, pero en cualquier caso era imposible que hubieran pasado inadvertidos. Todos los botes que navegaban desde el gran puente río abajo eran de poco calado y tenían los topes bajos, lo que hacía imposible ocultar la presencia de una criatura más grande que un bebé, salvo que estuviera tendido bajo la bancada. En consecuencia, los niños se habían escondido por sí mismos o bien yacían inconscientes bajo una piel, un saco de arpillera o algo similar, y así continuaron hasta el lugar de su muerte.
La doctora lo explicó en árabe y en inglés.
—Entonces, él no va en bote —reflexionó Mansur—. Ese demonio los lleva en su montura. Viaja por tierra.
Era posible. En esa parte de Cambridge las zonas más habitadas estaban junto a las vías navegables. El interior era virtualmente un desierto, salvo por los animales con pezuñas que pacían en las llanuras. Pero Adelia lo dudaba. El protagonismo del río en la desaparición de los niños sugería lo contrario.
—Entonces es el opio —propuso Mansur.
¿Opio? Era una posibilidad. La insólita extensión de las plantaciones de adormidera en esa región de Inglaterra y la facilidad con que podía disponer de sus propiedades medicinales había complacido, aunque también alarmado, a Adelia. James, el boticario que visitaba a su amante por las noches, la destilaba en alcohol, y con el nombre de licor de San Gregorio, lo vendía indiscriminadamente, si bien lo guardaba debajo del mostrador, alejado de la vista de los clérigos, que lo consideraban impío por su capacidad para aliviar el dolor, un atributo que sólo le correspondía al Señor.
—Eso es —declaró Ulf—. Les da unas gotas de licor de San Gregorio. —El chico entrecerró los ojos y mostró los dientes—. «Bebe un sorbo de esto, cariño, y ven conmigo al paraíso».
Su caricatura del malévolo engaño les causó escalofríos pese a que era un cálido día de primavera.
Adelia volvió a sentir escalofríos a la mañana siguiente, cuando tomó asiento en el despacho privado de una contaduría. Los vidrios de las ventanas estaban unidos por soldaduras de plomo; la sala estaba abarrotada de documentos y arcones con cadenas y cerrojos; un recinto poco acogedor, masculino, construido para intimidar a potenciales deudores y para que las mujeres no se sintieran cómodas en absoluto. El señor De Barque, de De Barque Hermanos, la recibió receloso y respondió negativamente a su solicitud.
—Pero la letra de crédito estaba librada a nombre de ambos, a nombre de Simón de Nápoles y al mío —protestó Adelia. Le pareció que las paredes absorbían sus gritos.