Maestra en el arte de la muerte (6 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
12.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Muy bien. Martha miró hacia el interior de la habitación y vio, dice que vio, un niño colgado de las manos en una cruz. No pudo más que sentirse aterrorizada porque, en ese preciso instante, la esposa de Chaim apareció en el corredor y la insultó. Ella huyó.

—¿Sin dar alerta a la guardia? —preguntó Simón. El prior movió la cabeza, asintiendo.

—En efecto, ahí reside la debilidad de su relato. Suponiendo que Martha viese el cuerpo en el momento en que dice haberlo visto, no dio alerta a la guardia. No avisó a nadie. Sólo lo hizo después, cuando el cadáver del pequeño Peter fue descubierto. Entonces refirió lo que había visto a un vecino, que a su vez se lo contó a otro vecino, que fue al castillo y se lo dijo al alguacil. En el sendero que conduce a la casa de Chaim se encontró una rama de sauce. Un hombre que suele llevar turba al castillo declaró que el último viernes de Cuaresma, desde la orilla opuesta del río, avistó a dos hombres, uno de ellos con un sombrero como el que usan los judíos, que desde el gran puente arrojaban un bulto al Cam. Luego otros dijeron que habían oído gritos que provenían de la casa de Chaim. Yo vi el cadáver cuando lo sacaron del río y pude observar los estigmas de la crucifixión. —El prior frunció el ceño—. El pequeño cuerpo estaba horriblemente hinchado, tenía marcas en las muñecas y el vientre parecía haber sido abierto con algo semejante a una lanza, y... tenía otras heridas. En el pueblo inmediatamente hubo un gran tumulto. Para evitar que todos los hombres, mujeres y niños judíos, que estaban bajo la protección del rey, fueran víctimas de una carnicería, el alguacil y sus hombres, actuando en nombre del monarca, los llevaron rápidamente al castillo de Cambridge. En el trayecto, de todos modos, aquellos que buscaban venganza se apoderaron de Chaim y lo colgaron del sauce de Santa Radegunda. Cuando su esposa rogó por él, la capturaron y la descuartizaron. —El prior Geoffrey se santiguó—. El alguacil y yo hicimos lo que pudimos pero fuimos superados por la furia de los aldeanos. —Dolorosos recuerdos le hacían fruncir el ceño—. Vi hombres decentes transformados en seres demoníacos y matronas convertidas en mujeres abandonadas a sus instintos. —El religioso se quitó el solideo y se pasó la mano por la calva—. Incluso en esas circunstancias, probablemente habríamos podido poner freno al problema. El alguacil trató de restaurar el orden y se esperaba que, dado que Chaim estaba muerto, los demás judíos pudieran regresar a sus hogares. Pero no. En ese momento apareció Roger de Acton, un clérigo nuevo en nuestro pueblo, y uno de los peregrinos a Canterbury. Sin duda lo habréis visto, un sujeto pertinaz, de piernas magras, rasgos miserables, rostro pálido, un ser de dudosa honradez. El señor Roger... —en la mirada que el prior le lanzó a Simón se percibía desaprobación— casualmente es primo de la priora de Santa Radegunda, y pretende ganar fama garabateando opúsculos religiosos que no revelan más que su ignorancia. —Los dos hombres menearon la cabeza. El mirlo seguía cantando. El prior Geoffrey suspiró—. El señor Roger oyó la tétrica palabra, «crucifixión», y se aferró a ella como un hurón. Era algo nuevo, algo más que una mera acusación de tortura como las que los judíos siempre han inspirado. Os pido perdón, maese Simón, pero siempre ha sido así.

—Me temo que es cierto, excelencia.

—Se trataba de una nueva representación de la Pascua, un niño digno de sufrir el martirio del Hijo de Dios y, por lo tanto, indudablemente, un santo y un hacedor de milagros. Lo habría sepultado con decoro, pero me lo impidió esa bruja con aspecto humano que se hace pasar por monja de la orden de Santa Radegunda. —El prior agitó su puño en dirección al camino—. Ella secuestró el cuerpo del niño, reivindicando que era suyo, tan sólo porque los padres de Peter viven en un terreno propiedad del convento.
Mea culpa.
Me temo que ambos nos disputamos el cadáver. Pero esa mujer, maese Simón, ese monstruo, no veía el cuerpo de un niño que merecía cristiana sepultura, sino una adquisición para la guarida del demonio que ella denomina convento, una fuente de ingresos generados por peregrinos e inválidos que buscan curación. Una atracción, maese Simón. —El prior se recostó—. Y en eso se ha convertido. Roger de Acton ha divulgado la noticia. Han visto a nuestra priora pidiendo consejo a los cambistas de Canterbury acerca de la manera de vender las reliquias y símbolos del pequeño Peter en la puerta del convento.
Quid non mortalia pectora cogis, auri sacra fames!
[2]

—Estoy impresionado, excelencia —afirmó Simón.

—No puede ser de otro modo, señor. Ella tiene un nudillo de la mano del niño, que, al igual que su primo, apretó contra mi cuerpo en medio de mi dolor, diciendo que me curaría instantáneamente. Como veis, Roger de Acton desea agregarme a su lista de milagros, para que mi nombre sea incluido entre los de aquellos que solicitan al Vaticano la canonización del pequeño Peter.

—Entiendo.

—Ese nudillo que, siendo tan agudo mi dolor, no tuve escrúpulos para tocar, no surtió ningún efecto. Mi alivio provino de un origen más imprevisible —indicó el prior, poniéndose de pie—. Lo cual me recuerda que me urge hacer mis necesidades.

Simón alzó una mano para detenerlo.

—Pero, excelencia, ¿qué se sabe de los otros niños, los que aún no han aparecido?

El prior Geoffrey se quedó inmóvil, como si estuviera escuchando el canto del mirlo.

—Por el momento, nada. El pueblo se ha saciado con Chaim y Miriam. Los judíos alojados en el castillo se estaban preparando para partir cuando otro niño desapareció y entonces no nos atrevimos a trasladarlos.

El prior miró hacia otro lado para que Simón no pudiera ver su rostro.

—Fue el Día de Difuntos. Un niño de mi propia escuela. —Simón notó que la voz del prior se quebraba—. Luego una niña, la hija de un criador de aves. El Día de los Santos Inocentes. Que Dios nos ayude. Más recientemente, el día de San Eduardo, rey y mártir, otro muchacho.

—Pero, excelencia, ¿quién puede acusar a los judíos de estas desapariciones?

¿Acaso no están aún encerrados en el castillo?

—Al parecer, maese Simón, a los judíos se les atribuye ahora la capacidad de volar sobre las almenas del castillo, arrebatar a los niños y desgarrarlos a dentelladas antes de arrojar sus cadáveres en el pantano más cercano. Os aconsejaría que no revelarais vuestra condición, puesto que... —el prior hizo una pausa— han aparecido signos.

—¿Signos?

—Los encontraron en las zonas donde fueron vistos cada uno de los niños. Símbolos cabalísticos. Los aldeanos dicen que se parecen a la Estrella de David. Y ahora —el prior Geoffrey cruzó las piernas— tengo que hacer mis necesidades. Es un asunto de cierta importancia.

—Buena suerte, excelencia. —Simón lo vio caminar vacilante hacia los árboles. Pensó que había acertado al revelarle tanta información. Había ganado un valioso aliado. A cambio de los datos que el prior le había aportado, él le había brindado otros, aunque no todos.

La tierra aplastada del sendero que iba hacia la cima de la colina de Wandlebury provenía de algunas de las grandes zanjas que los primeros pobladores habían cavado para defender el lugar. Las ovejas, a su paso, la habían nivelado. Adelia, con una canasta en el brazo, ascendió fácilmente y se encontró a solas en la cima de la colina, un inmenso círculo cubierto de hierba, moteado con excrementos de ovejas semejantes a grosellas.

Vista desde lejos, la colina parecía un terreno pelado. Los únicos árboles crecían un poco más abajo y se agrupaban en la ladera que miraba hacia el este. El resto estaba cubierto por matas de espino y enebro. La superficie tenía hoyos por todas partes y curiosas depresiones, algunas de ellas de dos o tres pies de profundidad y al menos seis de diámetro. Un buen lugar para torcerse el tobillo.

Hacia el este, por donde salía el sol, el declive era suave; hacia el oeste la ladera caía abruptamente hacia la llanura.

Adelia se abrió la capa, cruzó las manos por detrás del cuello y dejó que la brisa traspasara a través de la odiosa túnica de burda lana adquirida en Dover que Simón de Nápoles le había rogado que usara.

—Para llevar a cabo nuestra misión debemos engañar a la gente común de Inglaterra, doctora. Si vamos a mezclarnos con ellos para descubrir qué saben, debemos tener una apariencia similar.

—¿Y sin duda creeréis que cada uno de los rasgos de Mansur son los de un siervo sajón? Además, ¿qué podéis alegar respecto a nuestros acentos?

Pero Simón había argumentado que tres extranjeros que iban de un lugar a otro ofreciendo medicinas milagrosas —y por ello ganándose la simpatía del vulgo— podían oír más secretos que un millar de inquisidores.

—Debemos evitar que nuestra jerarquía nos aleje de aquellos a los que interrogaremos. No es su respeto, sino la verdad lo que vamos a buscar.

—Con esto —replicó Adelia refiriéndose a la túnica— no será respeto lo que obtendremos. —No obstante, el cabecilla de la misión era Simón, más experimentado que ella en el arte de engañar. Adelia se había vestido con aquella prenda, que era básicamente una tela cerrada en los hombros por dos prendedores, conservando debajo su ropa interior de seda. Aun cuando nunca se había contado entre quienes seguían los dictados de la moda, ni siquiera por acatar las órdenes del rey de Sicilia habría tolerado la arpillera sobre la piel.

La luz le cegaba. Estaba cansada. Había pasado la noche en vela, cerciorándose de que su paciente no tuviera fiebre. Al amanecer, la piel del prior estaba fresca y su pulso normal. Aparentemente la operación había sido un éxito. Sólo quedaba por ver si podía orinar sin ayuda y sin dolor. Por el momento, todo en orden, como solía decir Margaret.

Adelia comenzó a caminar, buscando especies vegetales que pudieran ser de utilidad. Mientras pisaba el terreno con sus bastas botas —otro detalle del disfraz— percibió un aroma dulzón y desconocido. Entre la hierba había plantas medicinales: brotes de verbena, hiedra terrestre, hierba gatera, lechuguilla, clinopodio, una especie que los ingleses denominaban albahaca silvestre, aunque por su aspecto y su aroma no podía decirse que verdaderamente lo fuera. En cierta ocasión había comprado un antiguo herbario inglés a los monjes de Santa Lucía, pero no había podido leerlo. Se lo había regalado a Margaret, a modo de recuerdo de su tierra natal y sólo lo volvió a recuperar cuando continuó con sus estudios sobre el reino vegetal. Era emocionante —tanto como lo habría sido encontrarse por casualidad con una personalidad ilustre— ver crecer allí, a sus pies, las mismas especies que había observado en las ilustraciones de aquel herbario. El autor, que como la mayoría de los herboristas se apoyaba en los conocimientos de Galeno, prescribía las recomendaciones habituales: laurel para protegerse de los rayos; consuelda para ahuyentar la peste; mejorana para asentar el útero —como si el útero pudiera flotar hasta la cabeza y volver a bajar dentro del cuerpo femenino cual cereza dentro de una botella—. ¿Por qué los estudiosos nunca observaban?

La doctora comenzó a arrancar algunas plantas.

De pronto se sintió inquieta. No había razón para estarlo, el gran círculo seguía tan desierto como antes. La sombra de las nubes pasó rauda sobre la hierba; la luz del día cambió. Un espino raquítico tomó la forma de una anciana encorvada; el súbito chillido de una urraca hizo que los pájaros más pequeños salieran volando.

En cualquier caso, habría deseado no ser la única silueta que sobresalía en medio de tanta llanura. Qué tonta había sido. Las plantas y la aparente desolación del lugar la habían tentado y, cansada de la cháchara que la acompañaba desde Canterbury, había cometido el error de aventurarse sola por esos parajes, después de pedirle a Mansur que cuidara del prior. Un gran error. Había anulado su inmunidad ante los predadores. De hecho —como bien sabían los hombres de la región— estar allí sin la compañía de Margaret y Mansur era como llevar un letrero que dijera: «Venid a violarme». Si la invitación fuera aceptada, no sería responsabilidad del violador, sino suya.

Maldecía la prisión en la que los hombres encarcelaban a las mujeres. Adelia ya había padecido sus barrotes invisibles cuando —para ir de una clase a otra— Mansur insistía en acompañarla por los largos y oscuros corredores de la escuela de Salerno. Sentía que de ese modo se destacaba entre los demás estudiantes y adquiría la apariencia de una persona ridícula, rodeada de privilegios especiales.

Pero, ciertamente, había aprendido la lección el día que prescindió de su acompañante. Recordaba el ultraje y la desesperación con las que había tenido que defenderse, con uñas y dientes, de un estudiante; la sensación indigna de pedir auxilio a gritos —que, gracias a Dios, habían sido oídos— y el consiguiente sermón de sus profesores y, por supuesto, de Mansur y Margaret, acerca de los pecados de la arrogancia y la negligencia, que atentaban contra la buena reputación. Nadie había culpado a aquel joven, aunque más tarde Mansur —para enseñarle a tener buenos modales— le había roto la nariz.

Pese a todo, Adelia seguía siendo la misma, su arrogancia no había desaparecido, y se obligó a caminar un poco más, aunque en dirección a los árboles, recogiendo un par de plantas antes de mirar a su alrededor.

Nada. La brisa agitó las flores del espino; la luz volvió a atenuarse cuando una nube pasó delante del sol.

Apareció un faisán, aleteando y chillando. Adelia se volvió para mirar.

Como si hubiera brotado de la tierra, un hombre se dirigía hacia ella, proyectando una larga sombra.

Esta vez no se trataba de un estudiante con la cara llena de granos. Era uno de los rudos y leales cruzados que custodiaban la peregrinación. Los eslabones metálicos de su cota de malla siseaban bajo el tabardo. En su boca se dibujaba una sonrisa, pero sus ojos tenían una expresión tan dura como el metal que le cubría la cabeza y la nariz.

—Bien, muy bien... —decía por anticipado—, muy bien, señorita.

Adelia se sintió profundamente consternada a causa de su propia estupidez y de lo que se avecinaba. Contaba con algunos recursos; uno de ellos, una pequeña y siniestra daga que llevaba dentro de la bota. Se la había dado su madre adoptiva, una siciliana resuelta, con el consejo de dirigirla al ojo del atacante. Su padrastro judío le había sugerido una defensa más sutil: «Decid a vuestros agresores que sois una doctora y miradlos con preocupación, como si hubieran estado en contacto con la peste. Eso hará flaquear a cualquier hombre».

Other books

Summer People by Brian Groh
Sphere Of Influence by Kyle Mills
Tilting at Windmills by Joseph Pittman
Abandon by Cassia Leo
Maxwell’s Reunion by M. J. Trow
The Visitor by K. A. Applegate
In a Heartbeat by Rita Herron