Maestra en el arte de la muerte (12 page)

BOOK: Maestra en el arte de la muerte
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No obstante, la cintura del joven padre Geoffrey se fue ensanchando con las comidas de Gyltha y la misma Gyltha también engordó; si se debió a sus recetas o a otra cosa, era algo que nadie excepto ellos dos sabía. Al ser llamado por Dios para ingresar en la orden de San Agustín, el padre Geoffrey ofreció a Gyltha una asignación mensual, pero ella la rechazó y desapareció en el pantano del que era oriunda.

—Podría procurarte una o dos criadas —sugirió con voz seductora el prior— para que se ocupen de la cocina, del orden, eso es todo.

—Extranjeros —gruñó Gyltha—. No me llevo bien con los extranjeros.

Al mirarla el prior recordaba cómo había descrito Guthlac a las gentes de los pantanos, a quienes el ilustre santo había tratado de inculcar el cristianismo: «Grandes cabezas, largos cuellos, pálidos rostros y dentaduras equinas. Señor, sálvanos de ellos». Pero ellos tenían los medios y la independencia que se necesitaban para resistir a Guillermo el Conquistador, durante más tiempo y con más firmeza que el resto de los ingleses.

Tampoco les faltaba inteligencia. Gyltha era la persona ideal para el plan que el prior Geoffrey tenía en mente: era lo suficientemente culta y, al mismo tiempo, conocida y respetada por los habitantes de Cambridge para servir de puente entre unos y otros. Si aceptara...

—¿Acaso no era yo un extranjero? —preguntó el prior—. Y te hiciste cargo de mí. —Gyltha sonrió y por un momento su sorprendente encanto le recordó al prior Geoffrey aquellos años en su pequeña casa parroquial, junto a la iglesia de Santa María. Aprovechó su ventaja—. Será bueno para Ulf.

—Le va bastante bien en la escuela.

—Cuando se toma la molestia de asistir.

El hecho de que el joven Ulf hubiera sido admitido en la escuela del priorato tenía menos que ver con su inteligencia —considerable, aunque peculiar— que con la sospecha, nunca confirmada por el prior, de que por ser nieto de Gyltha, el chico también era nieto suyo.

—Es necesario pulir un poco sus modales.

Gyltha se inclinó hacia delante y apoyó un dedo lleno de cicatrices en el escritorio del prior.

—¿Qué están haciendo ellos aquí? ¿Me lo dirás?

—Enfermé. Ella me salvó la vida.

—¿Ella? He oído que fue el moreno.

—Ella. Y no fue brujería, de ningún modo. Es una verdadera doctora. Sólo que es mejor que nadie lo sepa.

De nada serviría ocultárselo a Gyltha. Si aceptaba ocuparse de los salernitanos, lo descubriría. En cualquier caso, la mujer era tan hermética como las ostras marinas que le regalaba todos los años, de las cuales el prior había seleccionado las mejores, que en ese momento estaban en la cámara de hielo del priorato. —No sé con certeza quién los envió aquí —continuó el prior—, pero tienen la intención de descubrir quién está matando a los niño?

—Harold. —El rostro de Gyltha no demostraba emoción, pero su voz era suave; tenía trato con el padre de Harold.

—Harold. Gyltha asintió.

—Entonces, ¿no fueron los judíos?

—No.

—Nunca creí que hubieran sido ellos.

Desde los claustros que comunicaban la casa del prior con la iglesia llegaba el sonido de la campana que llamaba a los hermanos a vísperas.

Gyltha suspiró.

—Las criadas, como prometiste, y sólo me ocuparé de la maldita cocina.


Beningne, Deo gratias.
—El prior se puso de pie y acompañó a Gyltha a la puerta—. ¿Los Tubs siguen criando esos perros malolientes?

—Más malolientes que nunca.

—Ve con uno de esos perros apestosos. Que no se aparte de ella. Si hace preguntas, puede causar problemas. Es necesario que estés atenta. Ah, y ellos no comen nada de cerdo ni marisco.

El prior, a modo de despedida, le dio a Gyltha una palmada en el trasero. Luego cruzó los brazos debajo de la casulla y salió hacia la capilla para las vísperas.

Adelia se sentó en un banco del jardín del priorato. Olía el aroma del romero, que formaba un seto bajo bordeando el parterre de flores que tenía a sus pies, mientras escuchaba los salmos de vísperas que el aire de la noche traía desde el claustro atravesando los muros vegetales del jardín hasta los oscuros árboles del paraíso. Intentaba dejar la mente en blanco, permitir que esas voces masculinas vertieran un bálsamo en las heridas causadas por las abominaciones humanas. «Que ante ti se haga valer como el incienso mi plegaria, mi elevación de manos, como la ofrenda de la tarde...»
[7]
, cantaban.

En la casa donde el prior Geoffrey les había alojado por esa noche a ella, a Simón y a Mansur, les servirían la cena. Eso implicaría sentarse a la mesa con otros viajeros, y Adelia no estaba de ánimo para conversaciones triviales. Ajustó las correas de su morral de cuero de cabra para que, por el momento, la información que los niños muertos le habían proporcionado quedara atrapada en él, en forma de palabras escritas en tiza sobre una pizarra. Al día siguiente, cuando lo abriera, sus voces se liberarían y colmarían sus oídos. Pero esa noche incluso ellos debían ser silenciados: Adelia no podía tolerar más que la serenidad de la noche.

No se puso de pie hasta que la oscuridad la envolvió. Cogió su morral y caminó por el sendero. Los largos rayos de luz se proyectaban por las ventanas gracias a las velas de la casa de huéspedes.

Había sido un error irse a dormir sin cenar. Adelia yacía insomne en un estrecho catre, dentro de una estrecha celda que daba al pasillo, reservada a huéspedes féminas, molesta por el mero hecho de estar allí, molesta con el rey de Sicilia, con ese país y hasta con los propios niños muertos, que le imponían la carga de su agonía.

—No sé si podré ir —le había replicado a Gordinus la primera vez que él le mencionó el asunto—. Tengo a mis alumnos, mi trabajo.

Pero no era cuestión de elección. La orden de buscar un experto en el estudio de los cadáveres había sido impartida por un rey ante el cual —debido a que también gobernaba el sur de Italia— no había posibilidad de apelar.

—¿Por qué me elegís a mí?

—Porque cumplís con los requerimientos del rey —había explicado Gordinus— . No conozco a ninguna otra persona que los reúna. Maese Simón tendrá la fortuna de contar con vos, Simón no se consideró tan afortunado como agobiado por la responsabilidad. Adelia se percató de inmediato. A pesar de sus credenciales, la presencia de una mujer médico, un ayudante árabe y una acompañante femenina —Margaret, la bendita Margaret, todavía vivía— había agregado un Pelion de complicación a la Ossa de una misión que ya era compleja.

Pero una de las aptitudes de Adelia —perfeccionada en el rudo ambiente de las escuelas— era hacer que su femineidad fuera casi invisible, exigiendo que no se le hicieran concesiones, mezclándose entre los hombres y pasando casi desapercibida. Sólo si su profesionalidad se ponía en duda, sus compañeros descubrían a una Adelia perfectamente visible, que se expresaba en un lenguaje áspero —de ellos había aprendido a insultar— y capaz de mostrar un temperamento aún más hosco.

No hubo necesidad de recurrir a ello, pues Simón se mostró cortés y así, en el transcurso del viaje, fue librándose de sus preocupaciones. Él la encontró modesta, una calificación que —Adelia había comprobado— solía otorgarse a las mujeres que no causaban problemas a los hombres. Aparentemente, la esposa de Simón era el paradigma de la modestia judía y él juzgaba a todas las demás mujeres de acuerdo con ese modelo. Mansur, el otro cómplice de Adelia, había dado prueba de su valía y, hasta alcanzar la costa de Francia, donde Margaret había fallecido, todos habían viajado en perfecta armonía.

Tan sólo la regularidad de su período le recordaba a Adelia que no era un ser neutro. Y la llegada a Inglaterra y el traslado en carro adoptando el rol de integrantes de una
trouppe
de curanderos ambulantes sólo les había ocasionado falta de comodidades y asombro.

Aún era un misterio el motivo por el cual el rey de Sicilia había involucrado a Simón de Nápoles, uno de sus investigadores más capaces —por no hablar de la propia Adelia—, en un asunto que afectaba a los judíos de una pequeña isla húmeda y fría en el confín del mundo. No le había sido revelado a Simón, ni tampoco a ella. Su misión era lograr que el nombre de los judíos estuviera libre de la mácula del asesinato, un propósito que sólo lograrían si descubrían la identidad del verdadero asesino. Intuyó que no le gustaría Inglaterra, como así fue. En Salerno era un miembro respetado de una prestigiosa escuela de medicina en la que nadie, salvo los recién llegados, se sorprendía al conocer a una mujer que practicaba la medicina. En esa isla la habían hundido en un estanque. Los cuerpos que acababa de examinar habían ensombrecido su visión de Cambridge. No era la primera vez que veía despojos de seres asesinados, pero raramente habían sido tan terribles como éstos. En algún lugar del país, un carnicero de niños estaba vivo y se movía con libertad.

La tarea de identificarlo sería extremadamente difícil debido a la falta de respaldo oficial y a la necesidad de simular que, de ningún modo, ése era su propósito. En Salerno, aun cuando debía ocultar su identidad, el trabajo se realizaba de acuerdo con las autoridades; aquí sólo tenía de su parte al prior, e incluso él no se atrevía a divulgarlo.

Todavía molesta, se durmió y tuvo oscuros sueños.

Se levantó tarde, algo que no solía concederse a otros huéspedes.

—El prior nos indicó que, debido a vuestro agotamiento, os excusáramos de asistir a maitines —le contó el hermano Swithin, su pequeño y rechoncho anfitrión—. Pero mi deber es asegurarme de que vuestro apetito sea satisfecho al despertar.

Adelia desayunó en la cocina: jamón —un raro lujo para alguien que viajaba con un judío y un musulmán—, queso fabricado con leche de las ovejas del priorato, pan fresco elaborado en su tahona, manteca recién hecha y mermelada —receta del propio hermano Swithin—, una porción de pastel de anguila y leche tibia recién ordeñada.

—Estabais desfallecida, señora —comentó el hermano Swithin, sirviéndole más leche—. ¿Os encontráis mejor ahora?

Adelia le sonrió. Lucía un bigote blanco.

—Mucho mejor.

Había estado desfallecida, sí —aunque posiblemente ella y el hermano Swithin no se refirieran a lo mismo—, pero había recuperado el vigor. El resentimiento y la compasión por sí misma habían desaparecido. ¿Qué importaba que tuviera que trabajar en un país extranjero? Los niños eran universales. Habitaban un territorio que superaba la idea de pertenencia a un lugar y estaban bajo la protección de leyes eternas. El salvajismo del que habían sido víctimas Mary, Harold y Ulric no la ofendía menos por el hecho de que esos niños no hubieran nacido en Salerno. Eran hijos de todos, sus hijos.

Adelia se sintió más segura que nunca. Era preciso eliminar a ese asesino para que el mundo estuviera más limpio.

«Si alguien ofende a uno de estos pequeños, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de moler...».

Del cuello de ese delincuente, aunque aún ignoraba quién era, estaba colgada Adelia, doctora Trótula de Salerno, especialista en muertos, que no escatimaría esfuerzos y brindaría todo su saber y su experiencia con el fin de abatirlo. Volvió a la celda para plasmar en papel sus observaciones. De ese modo, cuando regresara a Salerno, podría enviar el registro de sus hallazgos al rey de Sicilia, aunque no supiera con qué objetivo los reclamaría el monarca. Era un trabajo arduo y lento. Más de una vez tuvo que soltar la pluma para taparse los oídos. Entre las paredes de la celda resonaban los gritos de los niños. «Por favor, silenciad vuestras voces para que pueda averiguar quién es él». Pero ellos no habían querido morir y no podían ser acallados.

Simón y Mansur ya habían partido para alojarse en un lugar escogido por el prior. Allí tendrían la privacidad necesaria para cumplir su misión. Pasado el mediodía Adelia se reuniría con ellos.

Le sorprendió, pero no le disgustó —pues le permitía investigar el territorio del asesino y tener una perspectiva de la ciudad— que el hermano Swithin, atareado con un nuevo contingente de viajeros, estuviera dispuesto a dejarla ir sin escolta, y que en las calles de Cambridge —repletas de gente—, mujeres de todos los estamentos sociales fueran de aquí para allá sin compañía y con el rostro descubierto.

Era un mundo diferente. Sólo los estudiantes de la escuela pitagórica, tocados con birretes rojos y muy ruidosos, le resultaron familiares. Los estudiantes eran iguales en todo el mundo.

En Salerno los aleros protegían del inclemente sol y los puentes elevados proyectaban sombra en las calles, pero esta ciudad se abría como una flor para atrapar toda la luz que el cielo inglés pudiera ofrecer.

En realidad, había siniestros callejones laterales, donde proliferaban como hongos toscas construcciones con techos de juncos. Pero Adelia recorrió sólo las calles principales, todavía alumbradas por el largo atardecer, sin preocuparse por su reputación o su monedero como no lo habría hecho en Salerno.

En Cambridge de lo único que se protegían era del agua, que corría por canales a ambos lados de la calle, de modo que cada vivienda, cada tienda, tenía una pasarela para acceder a ellas. Cisternas, bebederos y estanques confundían la visión y duplicaban las imágenes. Junto a un camino, un cerdo se reflejaba nítidamente en el charco donde estaba. Los cisnes parecían flotar unos sobre otros. Los patos nadaban por encima de un arco ojival: la entrada de una iglesia que se alzaba frente a su estanque. Erráticos cursos de agua devolvían imágenes de techos y ventanas; espejadas en los riachuelos, las copas de los sauces parecían crecer hacia abajo. El sol del ocaso teñía todo de ámbar.

Adelia sentía que Cambridge tocaba la flauta para ella, pero no estaba dispuesta a bailar. El reflejo que todo duplicaba era síntoma de una duplicidad más profunda, dos caras, una ciudad de Jano por donde caminaba con sus dos piernas, como cualquier otro hombre, una criatura que asesinaba niños. Hasta que fuera descubierto, Cambridge usaría una máscara con la que era imposible saber si debajo de ella se escondía el hocico de un lobo.

Inevitablemente, se desorientó.

—Por favor, ¿podría indicarme cómo llegar a la casa del viejo Benjamín?

—¿Para qué queréis ir allí, señora?

Era la tercera persona a la que había pedido ayuda, y la tercera que le había preguntado para qué quería ir allí.

Se le ocurrió responder «estoy pensando en abrir un burdel», pero sabía que no debía exacerbar la curiosidad de Cambridge, por lo que se limitó a decir «me gustaría saber dónde está».

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