Read Maestra en el arte de la muerte Online
Authors: Ariana Franklin
—Sí —asintió Adelia.
Incluso a un paso de la muerte conservaban la noción de su sexualidad. Rowley abrió los ojos.
—¿Me estáis cuidando?
—Sí.
—¿Desde cuándo?
—Cinco noches y... unas siete horas —indicó Adelia después de mirar hacia la ventana. A través de los maineles, el sol de la tarde proyectaba haces de luz en el suelo.
—¿Tanto? —Rowley trató de levantar la cabeza—. ¿Dónde estoy?
—En lo alto de la torre.
Poco después de la operación —realizada en la mesa de la cocina del alguacil— Mansur había llevado al paciente hasta allí, en una sorprendente demostración de fortaleza, para que médico y paciente estuvieran en un lugar privado y tranquilo mientras Adelia luchaba por salvar su vida.
La sala no tenía excusado. Pero Adelia había contado con la colaboración de personas que deseaban, es más, lo ansiaban, subir y bajar escaleras llevando bacinillas. En su mayoría, mujeres judías agradecidas a sir Rowley por haber defendido el sepulcro de un hombre de su pueblo. En efecto, todos los judíos habían ofrecido su ayuda. Pero Adelia tuvo que rechazar a la mayoría para no ofender a Mansur y Gyltha, que habían abrazado esa causa como propia.
La brisa entraba por los vanos de la sala manteniéndola libre de los hedores que circulaban en el nivel más bajo del castillo y de las emanaciones de sus pozos ciegos. Su única mácula era el tufillo de
Salvaguarda;
aun cuando el animal tenía prohibida la entrada, la pestilencia se colaba por debajo de la puerta. De nada había servido que le bañaran, pues el olor del animal continuaba atenazando el olfato más atrofiado. De hecho, era lo único agresivo en él: astutamente se había escabullido de la refriega en el jardín del alguacil, en lugar de defender a su ama.
—¿Maté a ese bastardo? —preguntó sir Rowley desde la cama.
—¿Roger de Acton? No, está bien, aunque encarcelado en la torre central. Dejasteis a Quincy, el carnicero, lisiado, a Colin de St Giles con un tajo en el cuello, y uno de los sujetos que pronunciaba sus inflamadas arengas tiene sus perspectivas de paternidad notoriamente mermadas, pero el señor Acton huyó sin heridas.
—
Merde.
La breve conversación lo había agotado. Sir Rowley volvió a sumirse en la inconsciencia.
Primera prioridad, la cópula. En segundo lugar, la batalla. Y aunque estaba mucho más delgado, la gula era evidente, tanto como la arrogancia. En suma, reúne la mayoría de los pecados capitales. «¿Por qué, entonces, entre todos los hombres, sois el único para mí?», pensó Adelia. Gyltha lo había adivinado. En el punto álgido de la fiebre, cuando Adelia se negaba a ser reemplazada del lecho del enfermo, el ama de llaves había dicho: —Está bien que lo améis, pero de nada le servirá que enferméis por cuidarlo.
—¿Amar a ese hombre? —Vaya disparate—. Estoy cuidando a un paciente. Él no es... oh, Gyltha, ¿qué haré? Él no es la clase de hombre adecuado para mí.
—¿Qué demonios tiene qué ver eso con la clase de cabrón que sea? —había dicho Gyltha con un suspiro.
De hecho, Adelia se vio obligada a confesar que no tenía nada que ver.
En verdad, podían decirse muchas cosas a favor de sir Rowley. Como había demostrado con los judíos, era un defensor innato de los desamparados. Era divertido, la hacía reír. Y en medio de la fiebre había regresado una y otra vez a la duna donde yacía el cuerpo mutilado del niño, para volver a padecer la misma culpa y el mismo dolor. Su mente había perseguido al asesino, en un delirio tan ardiente y terrible como las arenas del desierto, hasta que Adelia se vio obligada a administrarle un opiáceo por temor a que su debilitado organismo se extenuara.
Pero, asimismo, había mucho que decir en su contra. La fiebre también lo había incitado a murmurar sus apreciaciones carnales sobre las mujeres que había conocido. A menudo les atribuía cualidades de las comidas que había degustado en Oriente. La pequeña Sahira, tierna como un tallo de espárrago. Samina, tan rolliza que bastaba para una cena completa. Abda, negra y hermosa como el caviar. Más que una lista de cualidades, era un menú. En cuanto a Zabida, sus escasos conocimientos de lo que hombres y mujeres hacían en la cama se habían ampliado hasta el asombro con las proezas de esa mujer acrobática y gregaria.
Más escalofriante aún fue la revelación de la ambición que lo impulsaba. Al principio, mientras escuchaba las fantásticas conversaciones que Rowley mantenía con un ser invisible, Adelia había confundido el frecuente uso de «Señor». Había imaginado que se refería al Señor de los Cielos, pero luego descubrió que se trataba de Enrique II. La imperiosa necesidad de encontrar y castigar a Rakshasa se vinculaba con sus servicios al rey de Inglaterra. Si libraba a Enrique del incordio que privaba al tesoro de los ingresos que le proporcionaban los judíos de Cambridge, Rowley esperaba la gratitud del rey y un considerable ascenso.
—¿Barón u obispo? —preguntaba en su delirio, aferrándose a la mano de Adelia, como si de ella dependiera esa decisión—. ¿Obispado o baronía? — Cualquiera de esas excelentes perspectivas le provocaba mayor agitación—. No se moverá. No puedo moverlo —decía, como si el carro que había adosado al destino del rey fuera demasiado pesado.
Así era él. Sin duda valiente y piadoso, pero sibarita, lujurioso, astuto, codicioso, ávido de prestigio. Imperfecto, licencioso. No era el hombre que Adelia habría esperado, deseado o amado.
Pero lo hizo.
Cuando aquella cabeza dolorida había girado sobre la almohada, dejando el cuello a la vista y pronunciando su nombre —«¿Adelia? Doctora, ¿estáis ahí?»—, sus pecados se habían derretido, y lo mismo había ocurrido con el corazón de Adelia. Como Gyltha había dicho, la clase de hombre que él fuera no tenía la menor importancia.
Pero
debía
tenerla. Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar tenía propios y firmes principios. No ambicionaba riquezas o ascensos. Aspiraba a vivir al servicio del don que le había sido concedido. Porque era un don, y no implicaba la obligación de engendrar vida, como lo hacían las otras mujeres, sino de descubrir más sobre la naturaleza de la vida para poder salvarla.
Siempre había sabido, y aún lo sabía, que el amor romántico no era para ella.
Estaba destinada a la castidad, como las monjas, casadas con Dios. Una castidad enclaustrada en la escuela de medicina de Salerno, desde donde había imaginado conservarla hasta llegar a una vejez serena, útil y respetada, despreciando —lo admitía— a las mujeres que se entregaban a una pasión desgarradora.
Sentada en la sala de la torre, reprochaba al ser que había sido, de lisa y llana ignorancia. Qué ingenua había sido. No conocía ese torbellino por el que la razón se dejaba arrasar, a sabiendas de su error.
Debía razonar.
Constituía un privilegio salvar la vida de cualquier ser humano, pero salvar a ese hombre era, más que un privilegio, su dicha. Le molestaba incluso que la apartaran de su lado cuando era necesario que atendiera, junto con Mansur, a los pacientes que las Matildas enviaban al castillo.
Pero era hora de recuperar el sentido común.
El matrimonio era imposible. Aun suponiendo que él se lo propusiera, lo que era poco probable, Adelia tenía en alta estima su propio valor y dudaba de que él pudiera reconocerlo. Por una parte, a juzgar por el color del vello púbico que había descrito durante sus más lujuriosos desvaríos, prefería a las morenas. Por otro lado, no podía —y no lo haría— competir con mujeres como Zabida.
No. No era probable que una mujer que practicaba la medicina, reservada y de rostro poco agraciado, lo atrajera. La ansiedad con que reclamara su presencia en medio de la fiebre había sido una súplica de ayuda.
Él la veía como un ser asexuado. De otro modo el relato de su cruzada no habría sido tan franco y tan pródigo en insultos. Un hombre podía hablar en esos términos con un sacerdote amigable, con el prior Geoffrey tal vez, pero no con la dama de sus sueños.
En cualquier caso, si aspiraba a un obispado no podría proponer matrimonio a mujer alguna. ¿Ser la amante de un obispo? Había montones de ellas. Algunas exhibían su condición, desvergonzadamente. De otras se rumoreaba en voz baja, entre risitas, que tras algún oculto matorral, dependían del capricho de su amante diocesano.
«Bienvenida a las puertas del paraíso, Adelia. ¿Qué habéis hecho con vuestra vida?». «Fui la amante de un obispo, Señor».
¿Y si se convertía en barón? Como todos ellos, buscaría una heredera para incrementar sus posesiones. Pobre heredera. Una vida dedicada al hogar, a criar niños, a recibir a su esposo y alabar sus malditas hazañas cuando regresara del campo de batalla al que su rey lo hubiera arrastrado; donde, indudablemente, dicho esposo había tenido otras mujeres —morenas en este caso— y había engendrado hijos bastardos con la concupiscencia de un conejo en celo.
Había alcanzado deliberadamente tal grado de furia ante el hipotético adulterio de sir Rowley Picot y sus amantes ilegítimas que, cuando Gyltha entró en la habitación con un cuenco de habas para el paciente, Adelia, agotada, le dijo: —Vos y Mansur os ocuparéis del cabrón esta noche. Me voy a casa.
Yehuda la detuvo al pie de la escalera para preguntarle por Rowley y para llevarla a conocer a su hijo. El bebé que se acurrucaba contra el pecho de Dina era minúsculo, pero parecía gozar de buena salud, pese a la preocupación de sus padres porque su peso no aumentaba.
—El rabino Gotsce está de acuerdo. El Brit milá deberá posponerse; no es posible realizarlo dentro de los ocho días de rigor. Lo haremos cuando esté más fuerte. ¿Qué os parece, señora?
Adelia consideró prudente no someter al niño a la circuncisión hasta que creciera un poco.
—¿Creéis que se debe a mi leche? —preguntó Dina—. No tengo suficiente. Adelia no era partera. Conocía los rudimentos de esa especialidad, pero Gordinus siempre había enseñado a sus alumnos que era mejor dejar esa práctica en manos de mujeres expertas —o como quisieran llamarlas— salvo que se presentaran complicaciones. Su opinión se fundaba en la observación: si se comparaban los partos atendidos por comadronas y los asistidos por médicos, hombres por añadidura, eran más los niños que sobrevivían si llegaban con la ayuda de esas mujeres. Su criterio no era bien visto por los médicos y tampoco por la Iglesia. Para ambos era beneficioso tildar de brujas a la mayoría de las matronas. Pero la cantidad de muertes en Salerno —tanto de bebés como de sus madres— cuando el parto era atendido por un médico de sexo masculino sugería que Gordinus estaba en lo cierto.
De todos modos, el bebé era muy pequeño y la leche de su madre no parecía alimentarlo.
—¿Habéis considerado la posibilidad de buscar una nodriza? —sugirió Adelia.
—¿Y dónde podríamos encontrarla? —preguntó Yehuda con un desdeñoso acento ibérico—. ¿Acaso la turba que nos condujo a este lugar tuvo en cuenta si entre nosotros habría madres que amamantaran? Se les pasó por alto. No sé por qué.
—Puedo preguntar a lady Baldwin si hay alguna en el castillo —insinuó vacilante Adelia, previendo que la sugerencia sería rechazada.
Originalmente Margaret había sido su nodriza y Adelia sabía de hogares judíos que contrataban mujeres con esa finalidad. Pero no sabía si la rigidez de ese pequeño enclave admitiría que su nuevo miembro fuera amamantado por un pecho no judío.
Dina la sorprendió.
—Leche, de eso se trata, esposo. Confío en que lady Baldwin encuentre una mujer honrada.
Yehuda apoyó suavemente su mano en la cabeza de su esposa.
—Siempre que ella no considere que estáis faltando a vuestro deber de madre. Con todo lo que habéis sufrido, somos afortunados tan sólo por tener este hijo. Oh, la paternidad le había hecho madurar. Y Dina, aunque ansiosa, estaba más feliz que la última vez. Quizás su matrimonio era más prometedor de lo que había creído en un principio. Cuando Adelia se despidió, Yehuda la siguió.
—Doctora...
Adelia se dirigió velozmente hacia él.
—No debéis llamarme doctora. El doctor es el señor Mansur Khayoun de Al Amarah. No soy más que su ayudante.
Obviamente, lo ocurrido en la cocina del alguacil se había divulgado. Pero ya tenía demasiados problemas como para tener que enfrentarse a la oposición de los médicos de Cambridge, por no mencionar a la Iglesia, que inevitablemente surgiría si se difundía la noticia de que era doctora.
Mansur había estado presente durante la operación. Podría decir que era el experto que supervisaba su tarea, que la urgencia tuvo lugar en un día sagrado para los musulmanes y que Alá no habría admitido que estuviera en contacto con la sangre, o algo similar. Yehuda se inclinó ante ella.
—Señora, sólo deseaba deciros que el niño se llamará Simón.
—Gracias —murmuró Adelia, estrechando su mano. Aunque todavía estaba cansada, el día había cambiado, ella misma había cambiado, se sentía vital, incluso nerviosa, porque el niño llevaría el nombre de su amigo. Experimentaba una rara sensación, parecida a la de estar flotando.
Comprendió que estaba enamorada. El amor, aun condenado al fracaso, daba alas a su alma. Las gaviotas nunca habían dibujado círculos tan perfectos en la bóveda celeste, nunca sus graznidos habían sido tan emocionantes.
La prioridad de Adelia era visitar al otro Simón. De camino al jardín del alguacil recorrió el patio en busca de flores que llevar a su tumba. Esa parte del castillo era estrictamente utilitaria; las gallinas y los cerdos habían acabado con la mayor parte de la vegetación, pero algo de hiedra había prendido en lo alto del viejo muro y un ciruelo silvestre florecía en el montículo donde se había erigido la torre de madera original.
Unos chiquillos se deslizaban por una rampa de madera, y mientras Adelia arrancaba con tristeza unas ramas, un niño y una niña se acercaron a conversar.
—¿Qué es eso?
—Es mi perro —les dijo Adelia.
Por un momento se quedaron pensativos. Luego preguntaron: —Ese negro que está con vos, señora, ¿es un hechicero?
—Es doctor.
—¿Está curando a sir Rowley, señora?
—Él nos cae bien —interrumpió la niña—. Dice que tiene un ratón en su mano, pero en realidad es una moneda y nos la regala. Me gusta sir Rowley.
—También a mí —reconoció Adelia, sin querer. Sintió que su confesión era tierna.
—Allí están Sam y Bracey. No debieron dejarlos entrar, ¿verdad? Ni siquiera para matar judíos, dice mi papá. El niño señaló un lugar junto a los nuevos cadalsos, donde había una doble picota de la que sobresalían dos cabezas. Tal vez fueran las cabezas de los hombres que custodiaban la puerta por la que Roger de Acton y la gente de la ciudad habían entrado en el castillo.