Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
—Bájala del techo, señor. Ponte la red bajo la barbilla.
Casher miró hacia arriba.
Había una red pegada al techo del vehículo, justo encima de su cabeza. Intentó bajarla, pero no cedía. Irritado, tiró con más fuerza, y la red bajó despacio.
¡Por la Campana y el Banco, quieren colgarme de esto!
, pensó mientras tironeaba de la red. En cada extremo de la red había una fuerte correa de fibra, y la banda tenía entre quince y veinte centímetros de ancho. Casher terminó en una posición ridícula, asiendo la correa con ambas manos para que no restallara contra el techo, sin saber qué hacer con ella. Gosigo se inclinó con impaciencia y le ayudó a ajustarse la red bajo la barbilla. Por un instante, Casher sintió la cabeza estrujada, como si un gran peso la aplastara.
—No te resistas —aconsejó Gosigo—. Relájate.
Casher se relajó. La cabeza le quedó varios centímetros por encima del respaldo del asiento, apoyada en una almohadilla esponjosa que él no había visto antes. Al cabo de dos segundos, notó que la posición era rara pero cómoda.
Gosigo se había ajustado su propia correa y había encendido las luces del vehículo. Brillaban con tanta intensidad que Casher sospechó que eran un láser capaz de carbonizar las puertas del salón.
Las luces debían de actuar como llaves electrónicas.
5
Dos paneles se abrieron y entró una feroz turbulencia de viento y vegetación. Era fuerte y tormentosa, aunque su velocidad no alcanzaba la de un huracán.
La máquina avanzó torpemente, pronto salió de la casa y tomó por la carretera.
El cielo, pardo, brillante y luminoso, estaba cuajado de estrías amarillas. Casher nunca había visto un cielo de ese color en ninguno de los mundos que había visitado, y en su largo exilio había visto muchos planetas.
Gosigo miraba hacia delante, empeñándose en mantener el vehículo en medio de la negra y lisa carretera.
—¡Cuidado! —advirtió una voz a la derecha de Casher.
Era Gosigo, a través de un intercomunicador que debía de estar incorporado a los cascos.
Casher se puso alerta, aunque no se veía nada excepto un viento feroz. De pronto el vehículo se oscureció, giró sobre sí mismo y se sacudió con violencia. Un hedor aceitoso, penetrante y fétido inundó todo el coche.
Gosigo extrajo un panel con una consola de botones. Un fuego luminoso, de un brillo insoportable, surgía del parabrisas y las portezuelas laterales.
La batalla terminó antes de empezar.
El coche estaba en una especie de ciénaga. A treinta o treinta y cinco metros se veía la carretera.
Algo chirrió en la máquina y el coche se enderezó. A continuación se oyó un ruido de succión, y el chirrido cesó. Casher vio cómo giraban los grandes tirabuzones laterales.
Al fin la máquina se equilibró, abofeteada sólo por ramas, hojas y fragmentos que parecían algas.
Un pequeño tornado pasaba sobre ellos.
Gosigo se tomó tiempo para ladear la cabeza y hablarle a Casher.
—Una ballena aérea nos tragó y tuve que abrirme paso quemándola.
—¿Una qué? —exclamó Casher.
—Una ballena aérea —repitió Gosigo con serenidad, por el intercomunicador—. No hay formas de vida aborígenes en este planeta, pero las formas importadas de la Tierra han sufrido tremendas adaptaciones desde que las trajimos. Los tornados arrastraban las ballenas por el aire, así que algunas se adaptaron al vuelo. Eran especies carnívoras, por eso les gusta abrir nuestros vehículos para comer lo que hay adentro. Por el momento estamos a salvo de ellas, siempre que podamos regresar a la carretera. Hay hombres salvajes que viven en el viento, pero no serán peligrosos a menos que nos encontremos desamparados. Pronto sacaré de aquí el vehículo e intentaré volver a la carretera. No estamos demasiado lejos de Ambiloxi.
El viaje hasta la carretera fue largo, aunque siempre quedaba a la vista mientras intentaban acercarse de diversas maneras.
La primera vez el coche se inclinó peligrosamente hacia delante. En el panel se encendieron varias luces rojas y sonaron timbres. Las grandes ruedas erizadas de pinchos giraban en falso mordiendo una marisma sin fondo.
—¡Sostente con fuerza! —gritó Gosigo al pasajero—. ¡Tendremos que dispararnos hacia atrás para salir de ésta!
Casher no sabía cómo sostenerse con más fuerza, ya que tenía correas por todas partes, pero se aferró a los brazos del asiento.
El mundo se volvió rojo cuando el frontal del vehículo escupió llamas como un cohete. La ciénaga hirvió y el vapor les impidió ver nada. Gosigo sintonizó el parabrisas en radar, y aun con este sistema no se veía más que un gris remolino de fantasmas ondeantes. La máquina luchaba para volver a tierra firme. De pronto, la consola se puso verde y Gosigo apagó los controles. Estaban de vuelta al punto de partida. Las repugnantes entrañas calcinadas de la ballena aérea estaban esparcidas por entre los árboles de coral.
—Probemos de nuevo —dijo Gosigo, como si Casher tuviera algo que ver.
Manipuló los controles y el coche se elevó varios metros. Los pinchos de las ruedas se habían extendido hidráulicamente hasta alcanzar ciento cincuenta centímetros de longitud. El coche se movía sobre sus grandes ruedas como una enorme bicicleta cerrada. El viento soplaba fuerte y caprichoso, pero no había tornados a la vista.
—Allá vamos —dijo Gosigo, innecesariamente. El coche salió disparado como un bólido a través de la vegetación, enfilando hacia la carretera que se veía a la derecha de Casher.
Un estrépito rechinante les anunció que no habían tenido suerte. Por un instante Casher estuvo demasiado aturdido para ver dónde estaban.
Se alegró de llevar el casco y de que la red le sostuviera el cuello. El choque lo habría matado si no hubiera tenido una protección total.
Gosigo parecía considerar que el viaje transcurría en normalidad. Sus clásicos rasgos indios se relajaron en una sabia sonrisa cuando dijo:
—Hemos chocado contra una roca. Nos hemos volcado. Intentaremos de nuevo.
—¿Esta máquina es irrompible? —jadeó Casher.
—Casi —rió Gosigo—. Nosotros somos los objetos más vulnerables que hay en ella.
La máquina escupió otra llamarada, esta vez desde el flanco. Se irguió en equilibrio inestable sobre las cuatro altas ruedas. Gosigo conectó la pantalla de radar para mirar a través del vapor que sus propias toberas habían creado.
Allá estaba la carretera, lisa y despejada.
—¡Vamos a intentarlo de nuevo! —gritó Gosigo mientras la máquina se lanzaba hacia delante y ejecutaba pasos de ballet en la superficie del pantano. Avanzó, redujo la velocidad, rodeó un montículo, se impulsó con las toberas y luego hendió el agua.
Casher vio el cono invertido de un tornado a medio kilómetro. Viraba hacia ellos.
Gosigo captó su temor, porque respondió:
—Un problema: ¿quién llegará antes a la carretera, eso o nosotros?
La máquina corcoveó, pataleó, tembló, giró.
Casher no veía nada por el parabrisas delantero, pero era obvio que Gosigo sabía lo que hacía.
El desequilibrio de una caída le revolvió el estómago y luego oyó un ruido de cuchillos rechinantes.
El impávido Gosigo sacó la cabeza de la red y sonrió a Casher.
—La turbulencia nos embestirá dentro de un par de minutos, pero ya no hay peligro. Estamos en la carretera, y he fijado la máquina a la superficie.
—¿La has fijado? —jadeó Casher.
—¿Reparaste en esos grandes tornillos en el flanco del coche? Están hechos para penetrar en la carretera. Aquí todos los caminos son de neo asfalto y se reparan solos. Quedarán rastros de ellos cuando la última persona conocida del último planeta conocido haya muerto. Son buenas carreteras. —Calló ante el repentino silencio—. La tormenta está pasando por encima de nosotros...
Comenzó de nuevo antes de que él atinara a terminar la frase. Vientos furibundos y aullantes azotaron la máquina, que permaneció tan firme como si estuviera empotrada en permapiedra.
Gosigo pulsó dos botones y calibró un medidor. Miró de reojo los instrumentos y apretó un botón en el borde de su asiento de conductor. Se produjo una explosión seca, como cuando se hace estallar una roca con sustancias químicas.
Casher iba a hablar, pero Gosigo le pidió silencio con la mano.
Gosigo movió deprisa los controles. El parabrisas se oscureció, el radar se encendió y se apagó, y al fin un mapa brillante, fondo rojo con líneas doradas, cubrió toda la pantalla. Había más de una docena de puntos brillantes en el mapa. Gosigo los estudió.
El mapa se difuminó, se esfumó, se disolvió en un caos rojo.
Gosigo pulsó otro botón y el parabrisas volvió a ser transparente.
—¿Qué fue eso? —preguntó Casher.
—Un cohete de radar en miniatura. Lo envié a doce kilómetros para que echara un vistazo. Transmitió un mapa de lo que veía y reflejé el mapa en la pantalla. Los tornados son más violentos que de costumbre, pero creo que podremos llegar. ¿Has visto la esquina superior derecha del mapa?
—¿La esquina superior derecha?
—Sí, la esquina superior derecha. ¿Te has fijado en lo que había allí?
—Pues nada —respondió Casher—. Allí no había nada.
—Tienes toda la razón. ¿Qué te sugiere esto?
—No te entiendo —dijo Casher—. Supongo que eso significa que allí no hay nada.
—De nuevo tienes razón. Pero te diré una cosa. Nunca hay.
—¿Nunca hay qué?
—Nunca hay nada —dijo Gosigo—. Los mapas nunca muestran nada en este punto. Eso queda al este de Ambiloxi. Es Beauregard. Nunca aparece en los mapas. Allí nunca pasa nada.
—¿Nunca hay mal tiempo? —preguntó Casher.
—Nunca.
—¿Por qué no?
—
Ella
no lo permite —respondió Gosigo con firmeza, como si sus palabras tuvieran sentido.
—¿Quieres decir que sus máquinas climáticas funcionan? —dijo Casher, buscando la única explicación racional posible.
—Sí.
—¿Por qué?
—Ella paga por las máquinas.
—¿Cómo? —exclamó Casher—. ¡El mundo de Henriada está en bancarrota!
—La parte que le pertenece a ella no lo está.
—¡Basta de adivinanzas! —dijo Casher—. Dime quién es ella y qué significa todo esto.
—Pon la cabeza en la red —dijo Gosigo—. No hago adivinanzas porque me apetezca. Me han ordenado no hablar.
—¿Porque eres un sin-memoria?
—¿Qué tiene que ver? No me hables así. Recuerda que no soy un animal ni una subpersona. Aunque sea tu criado por unas horas, soy un hombre. Pronto lo averiguarás. ¡Sostente!
El coche paró en seco, y los pinchos de las ruedas mordieron el flexible pero firme neo asfalto del camino. En cuanto se detuvieron, los tirabuzones del exterior empezaron a horadar el suelo. Casher tuvo la sensación de que los ojos se le salían de las órbitas a causa de la brusca desaceleración. Se aferró a los brazos del asiento mientras el tornado se abalanzaba sobre el vehículo, picoteándolo repetidas veces. Las enormes sujeciones aguantaron. Casher sintió que el coche resistía la gigantesca succión de la tormenta.
—No te preocupes —gritó Gosigo por encima del ruido de la tormenta—. Siempre tomo la precaución de disparar los cohetes hacia arriba para que nos sujeten aún más. Estos coches no se salen del camino con frecuencia.
Casher trató de relajarse.
El embudo del tornado, que parecía un ser vivo, los picoteó un par de veces más y se alejó.
Esta vez Casher no había visto indicios de las ballenas aéreas que cabalgaban en las tormentas. Sólo había visto lluvia, viento y desolación.
El tornado se fue en un instante. Formas fantasmagóricas lo seguían dando brincos.
—Hombres del viento —explicó Gosigo, mirándolos sin curiosidad—. Salvajes que han aprendido a vivir en Henriada. Son casi animales. Estamos cerca del territorio de la dama. Aquí no se atreverán a atacarnos.
Casher O'Neill estaba demasiado aturdido para hacer preguntas u objeciones.
Una vez más, el coche arrancó y siguió viaje por la tersa, angosta y serpenteante carretera de neo asfalto, casi como si la máquina se alegrara de funcionar, y de funcionar bien.
6
Casher nunca consiguió recordar con precisión cuándo pasaron del aullante desierto de Henriada a la apacible belleza de los dominios del señor Murray Madigan. Era consciente de la sensación pero no de los hechos.
Ambiloxi lo desconcertó. Era un pueblo tan normal y anticuado que no pudo pensar mucho en ello. Había viejos sentados en un porche de madera, echando una ojeada vespertina a los forasteros. En la calle principal se veían caballos atados en fila entre las máquinas aparcadas. Parecía un apacible cuadro de tiempos antiguos.
No había indicios de tornados, ni del dolor y la ruina que rodeaban la casa de Rankin Meiklejohn. No había subpersonas ni robots, a menos que estuvieran diseñados de forma tan ingeniosa como para confundirse con personas verdaderas. ¿Se recuerda algo que resulte agradable pero poco memorable? Ni siquiera los edificios parecían fortificados contra las formidables tormentas que habían llevado al próspero planeta de Henriada al abandono y la ruina.
Gosigo, que tenía un notable talento para poner de relieve lo evidente, dijo con voz monótona:
—Aquí funcionan las máquinas climáticas. No es necesario tomar precauciones especiales.
Pero no se detuvo en el pueblo para descansar, tomar un refresco, conversar ni cargar combustible. Continuó el viaje en silencio. El gigantesco vehículo blindado se veía fuera de lugar entre los vehículos apacibles y desprovistos de defensas. Gosigo conducía como si hubiera recorrido muchas veces esa ruta y la conociera bien.
Cuando dejaron atrás Ambiloxi, Gosigo aceleró, aunque hasta una velocidad moderada comparada con la frenética acción evasiva que había realizado ante las tormentas en el primer tramo del viaje. El paisaje se parecía al de la Tierra: húmedo, con abundante vegetación. Viejas torres de radar antimisiles se elevaban al borde del camino. Casher no entendía para qué podían servir, aunque el aspecto le indicaba que eran obsoletas.
—¿Para qué se utiliza el radar antimisilístico? —preguntó, hablando cómodamente ahora que no tenía la cabeza en la red.
Gosigo se volvió con una expresión torturada, donde se combinaban el dolor y el desconcierto.
—¿Radar antimisiles? ¿Radar antimisiles? No conozco esa palabra, aunque creo que debería conocerla...