Los señores de la instrumentalidad (127 page)

BOOK: Los señores de la instrumentalidad
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—La propietaria y ciudadana Agatha Madigan. La esposa de mi amo. Mientras ella agonizaba, me transcribieron su mente. Por eso hablo tan bien y sé tantas cosas.

—¡Pero eso es ilegal! —exclamó Casher.

—Supongo que lo era —reconoció T'ruth—, pero aun así mi amo ordenó hacerlo.

Casher se inclinó en la silla. Miró intensamente a T'ruth. Una parte de él amaba a la maravillosa niña, pero otra parte estaba sobrecogida por la presencia de la persona más poderosa que había conocido en su vida. Ella le devolvió la mirada con esa serena media sonrisa, tan femenina y segura de sí; T'ruth lo miró con ternura bajo la amarilla luz matinal de Henriada.

—Empiezo, a comprender —dijo él— que eres lo que tienes que ser. Es muy extraño, aquí en este mundo olvidado.

—Henriada es un mundo extraño, y quizá yo te resulte extraña. Pero en algo tienes razón: cada uno de nosotros es lo que tiene que ser. ¿No es ésa la esencia de la libertad? Si cada uno tiene que ser algo, ¿no crees que la libertad consiste en averiguarlo y hacerlo? ¿No es esa tarea la misión suprema de nuestra naturaleza? ¡Qué terrible sería ser algo y no saber qué!

—¿Como quién? —preguntó Casher.

—Como Gosigo, tal vez. Él fue un gran rey, un buen rey, en un mundo distante donde todavía necesitan reyes. Pero cometió un error intolerable y la Instrumentalidad lo convirtió en un sin-memoria y lo mandó aquí.

—¡De forma que ése es el misterio! ¿Y qué soy yo?

Ella lo contempló con calma y firmeza antes de responder.

—Eres un asesino. Ello tiene que causarte muchas dificultades, porque te ves obligado a justificarte constantemente.

Eso estaba tan cerca de la verdad —Casher se preguntaba a menudo si «justicia» no era sólo un modo solapado de decir «venganza»— que él guardó silencio con un jadeo.

—Y tengo un trabajo para ti —añadió la asombrosa niña.

—¿Un trabajo? ¿Aquí?

—Sí. Algo peor que matar. Y tienes que hacerlo, Casher, si quieres irte de aquí antes de que yo muera, dentro de ochenta y nueve mil años. —T'ruth miró alrededor—. ¡Silencio! Viene Eunice, y no quiero asustarla dándole a conocer las cosas terribles que deberás llevar a cabo.

—¿Aquí? —susurró Casher—. ¿En esta casa?

—En esta casa —dijo T'ruth con voz normal, mientras Eunice entraba con una bandeja llena de platos de comida y dos cuencos de bebida.

Casher miró a esa mujer humana que trabajaba tan placenteramente para un animal; Eunice estaba atareada poniendo cosas en la mesa, y T'ruth, tortuga y mujer, colocaba bien los platos con ademanes suavemente perentorios: ninguna de ambas le prestó atención.

Las palabras resonaban en la cabeza de Casher O'Neill: «En esta casa... algo peor que matar...» No tenía sentido. Tampoco tenía sentido tomar té antes de las cinco, hora decimal.

Suspiró y ambas lo miraron, Eunice con divertida curiosidad y T'ruth con afectuosa preocupación.

—Ha reaccionado mejor que la mayoría —comentó Eunice a T'ruth—. Casi todos los que vienen a matarte quedan muy contrariados cuando descubren que no pueden hacerlo.

—El es un asesino, Eunice, un verdadero asesino. Creo que no le afectó mucho.

Eunice se volvió hacia él y le dijo con afabilidad:

—Un asesino. Es un placer tenerte aquí. La mayoría de los que vienen son aficionados y la dama tiene que curarlos antes de que les encontremos una ocupación.

Casher no pudo resistirse a preguntar:

—¿Los demás están aquí?

—La mayoría. Aquellos a quienes no les pasó nada. Como yo. ¿Adonde más podíamos ir? ¿A la casa del administrador Rankin Meiklejohn? —Pronunció este nombre con gran desdén. Se inclinó ante Casher, saludó respetuosamente a la mujer-niña y se marchó.

T'ruth miró amigablemente a Casher O'Neill.

—Veo que no te sentará bien la comida si te quedas aquí esperando malas noticias. Cuando dije que tenías que hacer algo peor que matar, hablaba desde un punto de vista femenino. Tenemos un maniático homicida en esta casa. Es un huésped y está amparado por la ley de Vieja Australia del Norte. Eso significa que no podemos matarlo ni expulsarlo, aunque es casi tan longevo como yo. Espero que tú y yo podamos evitar que moleste a mi amo. No puedo curarlo ni amarlo. Está demasiado loco para llegar a él a través de las emociones. Un miedo puro y supremo podría conseguirlo, y se requiere un hombre para esa tarea. Si lo haces, te recompensaré con generosidad.

—¿Y si no lo hago?

Ella volvió a mirarlo como si intentara descubrirle el alma a través de los ojos; Casher volvió a sentir ese temblor de afecto, ligeramente teñido de deseo, que había experimentado al verla por primera vez ante la puerta de Beauregard.

Dejaron de mirarse.

T'ruth bajó la cabeza.

—No puedo mentir —suspiró, como si fuera un defecto—. Si no me ayudas tendré que hacer las cosas que estén en mi mano. La principal es no hacer nada. Dejarte vivir, dormir y comer en esta casa hasta que te aburras y me pidas alguna tarea rutinaria en la finca. Podría hacerte trabajar —continuó, mirándolo con rubor— haciendo que te enamorases de mí, pero eso no sería amable. No lo haré así. Harás un trato conmigo o no lo harás. Depende de ti. De todos modos, comamos primero. Estoy levantada desde el alba, esperando un asesino más. Me preguntaba si tú lo conseguirías. Eso sería terrible ¡Mi amo se quedaría solo!

—¿Pero a ti no te importaría morir?

—¿A mí? ¡Si ya he vivido mil años y me quedan ochenta y nueve mil! Nada podría importarme menos. Toma un poco de café.

T'ruth le sirvió la bebida.

8

Dos o tres veces intentó Casher encauzar la conversación hacia el trabajo en cuestión, pero T'ruth la desviaba hacia trivialidades. Incluso lo hizo asomarse a la enorme ventana, donde podían ver los pantanos y la bahía. A lo lejos, el cielo estaba oscuro y lleno de gusanos. Los gusanos eran los tornados que quedaban fuera del alcance de las máquinas climáticas, los cuales giraban por el resto de Henriada pero se detenían en los límites de Ambiloxi y Beauregard. T'ruth le hizo admirar los extraños castillos de coral que se habían elevado desde el fondo de la bahía, cientos de metros hacia arriba. Trató de hacerle ver una familia de hombres del viento, que artera y ágilmente le robaban manzanas del huerto, pero los ojos de Casher no estaban habituados al paisaje, o bien T'ruth podía ver mucho más lejos que él.

Éste era un mundo rico en agua. De no haber estado entre peligrosos hoyos del espacio, el agua se habría convertido en un producto de exportación. La humanidad había hecho todo lo posible, cultivando algas para suplir el hierro y el fósforo que a menudo escaseaba en las dietas de los mundos, controlando el clima a un alto precio. Al fin la Instrumentalidad aconsejó que desistieran. Las exportaciones de Henriada nunca equilibraban las importaciones. Las subvenciones habían superado lo habitual. Las formas de vida de la Tierra se habían adaptado con vigor excesivo. Las formas comunes rápidamente encontraban formas nuevas, ante el desafío de los vientos, las lluvias, la mueva química y los extraños patrones de radiación de Henriada. Las ballenas se volvían aéreas, el coral se adaptaba al aire, los niños humanos perdidos en el viento a veces sobrevivían para volverse subhumanos y salvajes, las medusas se convertían en barredoras del cielo. Los primeros colonos de Henriada habían escogido un nuevo planeta cuyo propietario, a su vez, lo había comprado a una cooperativa postsoviética. Alquilaron el nuevo planeta a un precio razonable —no barato, pero razonable—, configuraron una ecología, emigraron, y desde entonces les iba bien.

Henriada conservaba el clima inhóspito, las esperanzas perdidas y las ruinas.

Y de estas ruinas, Murray Madigan era la mayor.

Ex terrateniente y anfitrión, caballero entre caballeros, el hombre más rico del mundo entero, Madigan se había vuelto viejo, senil, débil. Sólo le esperaba la muerte o la catalepsia. La muerte de su esposa le hacía temer su propio fin. Teniendo a T'ruth, la niña-tortuga, había escogido la catalepsia. Pasaba casi todo el tiempo en trance, con el pulso cardíaco imperceptible y el ritmo metabólico muy lento. Luego era normal durante horas o días. A veces dormía varias semanas, a veces varios años. Los médicos de la Instrumentalidad lo habían examinado —más por curiosidad científica que por cuestiones jurídicas— y habían decidido que su sistema de vida era extravagante pero legal. Se fueron y lo dejaron en paz. Madigan había ordenado imprimir la personalidad de su esposa moribunda, Agatha, en la niña-tortuga, aunque esto era ilegal; simplemente había sobornado al médico.

T'ruth le contó todo esto a Casher mientras tomaban una interminable merienda.

Un arcaico fuego de leños crepitaba en un auténtico hogar.

Mientras T'ruth hablaba, Casher observaba el delicado movimiento de sus hombros, el vaivén del ligero vestido, la cara aniñada, tan tierna, tan atractiva y tan sabia.

Como tenía tan pocos datos sobre el planeta de Henriada, Casher se esforzaba para ordenar sus pensamientos y hallar un sentido a la situación en que se encontraba. Aunque la muchacha fuera atractiva, esto no le decía nada sobre los verdaderos desafíos que aún le esperaban en la casa. Conseguir el crucero de potencia había dejado de ser su principal preocupación; no contaba con prueba alguna de que el borracho y trastornado administrador, Rankin Meiklejohn, le daría algo a menos que matara a la niña.

Pero eso se había convertido en una misión olvidada. A pesar de que había ido a Beauregard con el propósito de matarla, ahora estaba embarcado en un viaje sin destino. Años de triste experiencia le habían enseñado que, cuando un proyecto se derrumbaba, aún tenía una misión de supervivencia personal; su vida podía ser importante para su planeta natal, Mizzer, y su regreso podía devolver la libertad a los Doce Nilos.

Así que miraba a la niña desde una nueva perspectiva. ¿Cómo podía ella favorecer sus planes? ¿O entorpecerlos? Las promesas de T'ruth parecían demasiado vagas para ser útiles en el triste y complejo mundo de la política.

Casher se limitaba a tratar de disfrutar de la compañía de la niña y del extraño lugar donde se hallaba.

El golfo de Esperanza quedaba a cierta distancia. En el horizonte los impotentes tornados intentaban burlar a las máquinas climáticas que aún funcionaban, a cargo de Beauregard, a lo largo de toda la costa de Ambiloxi hasta Mottile. La costa estaba sofocada por algas que antaño habían sido un producto rentable y ahora constituían un estorbo. Los derruidos edificios que se veían a lo lejos eran quizá las ruinas de plantas de procesamiento; los castillos de coral impedían que Casher los viera con claridad.

¿Y esta casa? ¿Qué sentido tenía la casa?

Una submuchacha perturbadoramente sabia, que admitía haber recibido un condicionamiento ilegal; un amo que era un cadáver viviente; una amenaza que ni siquiera se podía mencionar abiertamente dentro de la casa; una finca que parecía haber desplazado al gobierno planetario; un gobierno planetario que la Instrumentalidad, por insondables razones, había dejado desmoronar. ¿Por qué, por qué, por qué?

La niña-tortura lo miraba. Si Casher hubiera sido un estudioso del arte, habría dicho que T'ruth le ofrecía la tierna, femenina y distante sonrisa de una Madonna, pero Casher no conocía los motivos de las antiguas pinturas; sólo sabía que esa sonrisa era característica de T'ruth.

—Te preguntas... —dijo ella.

Él cabeceó, lamentando que las meras palabras se interpusieran entre ambos.

—Te preguntas por qué la Instrumentalidad te dejó venir aquí.

Él asintió de nuevo.

—Yo tampoco lo sé —reconoció T'ruth, cogiéndole la mano. Parecía una velluda manaza de gigante ente las dos bonitas y cuidadas manitas de la niña; pero la tranquila mirada y la firme voz de T'ruth indicaban que era ella quien brindaba el consuelo, no él.

¡La niña lo ayudaba a él!

Era ultrajante, imposible, cierto.

Eso bastó para alarmar a Casher, quien intentó retirar la mano. Ella lo aferró con tierna suavidad, con débil fuerza, y él no pudo resistirse. De nuevo se le repitió la sensación que había tenido al verla en la puerta de Beauregard: siempre la había conocido y siempre la había amado. (¿No había un planeta donde gente excéntrica profesaba un culto extravagante, el cual afirmaba que los seres humanos renacían sin cesar con recuerdos fragmentarios de sus vidas anteriores? Era casi lo mismo. Aquí. Ahora. No conocía a la niña pero siempre la había conocido. No amaba a la niña pero la había amado desde el principio del tiempo.)

—Espera... espera... —dijo ella, casi en un susurro—. Tu muerte puede entrar muy pronto por esa puerta, y yo te diré cómo afrontarla. Pero antes de eso debo mostrarte el objeto más bello del mundo.

A pesar de la tierna firmeza de esa mano, Casher habló con enfado:

—Estoy harto de las adivinanzas de Henriada. El administrador me ordena matarte y yo fracaso. Luego tú me prometes una batalla y me ofreces en cambio una buena comida. Ahora hablas de la batalla y mencionas alguna otra nimiedad. Me sacarás de quicio si continúas así... y... y... y... —tartamudeó— me convierto en un inútil cuando estoy fuera de quicio. Si quieres que pelee por ti, dime de qué se trata y déjame pelear ahora. Estoy dispuesto.

La remota sonrisa no vaciló:

—Casher, te mostraré tu arma más importante.

Con la mano libre tiró de la fina cadena de un delgado collar de oro. Una joya surgió de la parte superior de la túnica, donde estaba escondida. Era la imagen de dos maderos con un hombre clavado en ellos.

Casher la miró y soltó una carcajada histérica.

—Esto es el colmo —exclamó—. No seré útil para ti ni para nadie. Sé de qué se trata, aunque hasta ahora sólo tenía sospechas. Es lo que convinieron el robot, la rata y el copto cuando fueron a explorar el espacio tres. Es la Vieja Religión Fuerte. La has puesto en mi mente, y la próxima persona que me encuentre lo descubrirá y lo borrará. Quizá también me borre a mí, de paso. No es un arma. Es una derrota. Has acabado conmigo. Hace tiempo que conozco el Signo del Pez, pero pude salir bien librado con lo poco que sabía.

—¡Casher! —exclamó T'ruth—. Cálmate. No sabrás nada de esto cuando te vayas de Beauregard. Olvidarás. Estarás a salvo.

Él se puso en pie, sin saber si huir, reír o llorar ante la tonta y lamentable desgracia que le había ocurrido. ¡Pensar que se había ganado la calificación de fanático —con lo cual le prohibirían el viaje entre las estrellas— sólo porque una muchacha le había mostrado una antigua joya!

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