Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
—Mi casa es ahora nuestro hogar —dijo Ellen, señalando la pequeña nave que había escupido su cuerpo momentos antes.
Entraron en la navecita llamada Locura. Presentían que encontrarían ropa, comida y sabiduría. Las hallaron.
6
Diez años después, la prueba de la felicidad jugaba en el patio de la casa, un macizo edificio de piedra y ladrillo, que los nativos habían construido bajo las órdenes de Alan. (Habían alterado toda su tecnología mientras aprendían de él, y gracias a la eficacia y el poder de la casta sacerdotal telepática, los conocimientos que se aprendían en un punto del planeta se propagaban deprisa a las demás razas.) La prueba de la felicidad consistía en los treinta y cinco niños humanos que jugaban en el patio. Ellen había tenido nueve, cuatro pares de mellizos y otro niño. Alma había tenido doce, dos pares de quintillizos y un par de mellizos. Los otros catorce se habían engendrado en probetas a partir de óvulos y espermatozoides que habían encontrado en la nave, las donaciones congeladas de desconocidos que habían contribuido a la colonización humana de otros mundos. Gracias a la cuidadosa codificación genética de ambas clases de niños, había variedad de tipos, aptos para reproducirse naturalmente durante muchas generaciones.
Alan se dirigió a la puerta. Calculaba el tiempo por el lugar donde caía la gran sombra. Costaba creer que la gigantesca e indestructible estatua que se erguía ante ellos había sido una vez él mismo. Un pequeño glaciar empezaba a formarse alrededor de los pies de Samm, y la noche se estaba haciendo fría.
—Haré entrar a los niños —dijo G'tikkik, una de las niñeras-gallina que habían contratado para cuidar a los bebés humanos. Ella, a cambio, obtuvo el privilegio de empollar sus huevos en el tibio anaquel que había detrás de la cocina eléctrica; le daba vuelta a cada hora, esperando ansiosamente el momento en que las boquitas picudas romperían el cascarón
Y
manitas humanoides abrirían un orificio del cual saldría un bebé humanoide, mezcla de hermosura y fealdad, como un gnomo, excepcional sólo porque andaría erguido desde el instante del nacimiento.
Un niño discutía con G'tikkik. Llevaba una tibia túnica de fibras vegetales tejidas para servir como base para un manto de plumas. Afirmaba que con ese manto sobreviviría a un huracán y señalaba, con justicia, que no necesitaba entrar en la casa para no tener frío. Alan se preguntó si ése sería Rupert.
Estaba a punto de llamar al niño cuando sus dos esposas salieron a la puerta, cogidas del brazo. Hacía calor en la cocina, donde habían preparado dos cenas: una para los humanos, que ahora sumaban treinta y ocho, y otra para la gente-ave, que había llegado a valorar los alimentos cocidos, pero que tenía extrañas exigencias en los ingredientes, tales como «un cuarto de grava de granito bien triturada con cada galón de avena, todo bien azucarado y servido con leche de soja».
Alan se situó detrás de sus esposas y les apoyó la mano en el hombro.
—Resulta difícil creer —dijo— que hace más de diez años ni siquiera sabíamos que aún éramos personas. Ahora formamos una buena familia.
Alma levantó la cara para recibir un beso, y Ellen, que era menos sentimental, la imitó para que su coesposa no sintiera vergüenza por ser la única mimada. Las dos se tenían gran simpatía. Alma había salido del cubo Finsternis como una sin-memoria, condicionada para no recordar nada de su larga y triste vida psicótica, antes de que la Instrumentalidad la enviara en una arriesgada misión entre las estrellas. Cuando se había unido a Alan y Ellen, conocía la Vieja Lengua Común, pero poco más que eso.
Ellen había tenido tiempo de educarla, amarla y cuidarla antes de que nacieran los niños, y ambas mantenían una afectuosa y cálida relación.
Los tres padres se apartaron mientras las mujeres-gallina, usando sus cómodas y bonitas capas de plumas, entraban a los niños en la casa. Los más pequeños ya habían terminado de tomar sol y ahora recibían los biberones de manos de niñas-ave, que nunca se cansaban de observar la simpatía y el desamparo de los bebés humanos.
—Resulta difícil recordar aquellos tiempos —dijo Ellen, que había sido Locura—. Yo quería belleza, fama y un matrimonio perfecto, y nadie me dijo que esas cosas no eran compatibles. Tuve que llegar al confín de las estrellas para obtener lo que quería, para ser lo que quería ser.
—Y yo —continuó Alma, que había sido Finsternis—, tenía un problema peor. Estaba loca. Tenía miedo de la vida. Ni siquiera sabía cómo ser mujer, novia, amante, madre. ¿Cómo iba a adivinar que necesitaba una hermana y esposa, como tú has sido, para que mi vida fuera completa? Sin tu guía, Ellen, jamás me habría casado con nuestro esposo. Pensé que llevaba la muerte a las estrellas, pero también llevaba la solución de mi problema. ¿En qué otra parte habría podido ser yo?
—Y yo —intervino Alan, que había sido Samm— me convertí en un gigante de metal entre las estrellas porque mi primera esposa había muerto y mis hijos me olvidaron y rechazaron. Nadie puede decir que ahora no soy un padre. Tengo treinta y cinco hijos, y más de la mitad son míos. Seré más padre que ningún otro hombre de la raza humana.
Las sombras cambiaron cuando el enorme brazo derecho señaló el cielo anunciando con astronómica precisión que la noche caía sobre el lugar.
El brazo se levantó, apuntando hacia arriba.
—
Yo
hacía esto en otros tiempos —dijo Alan.
Llegó un grito, como un pistoletazo silencioso que todos oyeron, pero sin ecos ni reverberaciones.
Alan miró alrededor.
—Todos los niños han entrado. Incluso Rupert. Vamos querida, a cenar juntos.
Alma y Ellen entraron y él atrancó las pesadas puertas.
Esto era paz y felicidad, el triunfo del bien. No tenían más obligación que vivir y ser felices. La amenaza y la promesa de victoria habían quedado atrás, muy atrás.
El conflicto desembocó en guerra.
Tibet y Norteamérica, tras reclamar ambas el Monopolio del Calor Radiante, solicitaron una Autorización de Guerra para el 2127 d. C.
El Comité de Guerra Universal la concedió, estipulando, desde luego, las condiciones. Tras algunas componendas y enmiendas, las naciones beligerantes aceptaron.
Las condiciones eran:
(a) Sólo combatirían aeronaves de 22.000 toneladas, combinación de aeroplano y dirigible.
(b) Las naves irían armadas con ametralladoras que sólo dispararían balas no explosivas.
(c) Ambas naciones, las Naciones Unidas de América del Norte y la Alianza Mongol, alquilarían el Territorio de Guerra de Kerguelen para las dos horas que duraría la guerra, y esta comenzaría el 5 de enero de 2127 al mediodía.
(d) La nación vencida pagaría todos los costes de la guerra, excepto el Alquiler del Territorio de Guerra.
(e) No habría seres humanos en el campo de batalla. Los controles mongoles estarían en Lhasa; los norteamericanos, en la Ciudad de Franklin.
Las naciones beligerantes no tuvieron dificultad para alquilar el Territorio de Guerra de Kerguelen. La tarifa impuesta por la Liga Austral fue como de costumbre, de cuarenta millones de dólares por hora.
Espectadores de todo el mundo se precipitaron a las fronteras del Territorio, ansiosos de conseguir buenos lugares. Hubo gran demanda de telescopios le rayos Q.
Los mecánicos trabajaron cuidadosamente en los gigantescos artefactos bélicos.
Los controles de radio, delicados como relojes, se ajustaron con precisión, tanto en las estaciones de control de Lhasa y Ciudad de Franklin como en las aeronaves de guerra.
Las naves llegaron en el minuto decidido.
Controlados por sus pilotos a miles de kilómetros de distancia, los grandes aeroplanos revoloteaban y planeaban. Ninguna de ambas flotas se decidía a iniciar el ataque.
Había cinco naves norteamericanas,
Próspero
,
Ariel
,
Oberón
,
Calibán
y
Titania
, y cinco naves chinas alquiladas por los mongoles,
Han
,
Yuen
,
Tsing
,
Tsin
y
Sung
.
La flota mongol se granjeó la antipatía de los espectadores al arrojar una cortina de humo que dificultó la visión. El
Próspero
se internó entre el humo con las armas en marcha y salió por el otro lado fuera de control, temblando con su maquinaria mal coordinada. Cuando se acercó al borde, el piloto, que estaba sano y salvo a miles de kilómetros de distancia, lo destruyó. Pero el sacrificio no fue en vano. El
Han
y el
Sung
, seriamente dañados, emergieron despacio de la bruma. El
Han
, con un escoramiento que evidenciaba una avería, recibió un afortunado disparo del
Calibán
y cayó varios cientos de metros, el ala izquierda en llamas. Pero por un par de segundos, el piloto recobró el control y, con un solo disparo, inutilizó el
Calibán
; luego el
Han
se precipitó contra las rocosas islas.
El
Calibán
y el
Sung
continuaron a la deriva, disparándose uno al otro.
En cuanto se vio que ninguno prestaría más utilidad en la batalla, fueron retirados del campo por común acuerdo.
Así pues, quedaban tres naves de cada bando, que entraban y salían de la cortina de humo, subiendo a veces para enfriar los motores.
Los espectadores se entusiasmaron cuando desde Ciudad de Franklin se anunció que un piloto nuevo y casi desconocido, Jack Bearden, controlaría las tres naves al mismo tiempo. ¡Nunca un solo piloto había dirigido, por radio, más de dos naves!
Además, dos célebres ases mongoles, Baasrtek y Soong, participaban en la batalla, mientras que una persona aun más famosa, el mercenario chino T'ang, piloteaba el
Yuen
.
Los espectadores norteamericanos protestaron: había que impedir que un piloto tan joven e inexperto pusiera las naves en peligro.
El gobierno respondió que tenía plena confianza en la destreza de Bearden.
Pero cuando el joven piloto se situó ante la pantalla de televisión donde aparecía la batalla, y ante el laberinto de controles, comprendió que tanto él como sus jefes habían sobrevalorado esas actitudes.
Se encaramó al alto taburete y buscó las palancas de control de velocidad, que estaban a su espalda. Se inclinó hacia atrás... ¡y se cayó! Su cabeza chocó contra dos botones: y vio cómo estallaban el
Oberón
y el
Titania
.
Las tres naves enemigas lanzaron un ataque combinado contra el
Ariel
. Bearden hizo girar la nave y la lanzó hacia la cortina de humo.
Vio la embestida de la enorme mole del
Tsing
. Disparó instintivamente, y acertó en el centro de control.
El
Tsin
empezó a caer. Bearden viró hacia un costado y esquivó a la nave enemiga por escasas pulgadas. El piloto del
Tsin
disparó contra los refuerzos del ala derecha del
Ariel
, poniéndola en peligro.
Por unos instantes, Bearden se quedó solo o, mejor dicho, el
Ariel
quedó solo, ya que Bearden estaba en el tablero de control del Edificio de Guerra de la Ciudad de Franklin.
El
Yuen
, controlado por el maestro piloto T’ang, se elevó detrás de él, disparó hasta arrancarle la punta del ala izquierda y se perdió en las brumas de la cortina de humo antes que el atónito Bearden atinara a disparar.
Tuvo mejor suerte con el
Tsin
. Cuando éste bajó hacia el
Ariel
, le desactivó el control de armamentos. Luego, cuando la nave china se elevó en un intento de embestir al
Ariel
, Bearden arrojó por la borda la mitad de las ametralladoras. Chocaron contra el
Tsin
, que estalló al instante.
¡Sólo quedaban el
Arie
l y el
Yuen
! Un maestro piloto se enfrentaba a otro maestro piloto.
Bearden lanzó una afortunada descarga que dio en el timón del
Yuen
, pero sólo lo averió.
El
Yuen
arrojó más bombas de humo por la borda.
Bearden se elevó; no, Bearden seguía sano y salvo en América del Norte, pero el
Ariel
se elevó.
Los espectadores, desde los helicópteros, soltaron silbidos, dispararon pistolas, lanzaron hurras.
T'ang hizo descender el
Yuen
hasta pocos cientos de metros del agua.
Él también recibió ovaciones.
Bearden inspeccionó su nave con la auto televisación. El menor esfuerzo la destruiría.
Dirigió la nave hacia la derecha, disponiéndose a descender.
La tensión le partió el ala izquierda; y el
Ariel
comenzó a caer en picado.
Enfocó su auto televisación hacia el
Yuen
, sin atreverse a observar como se estrellaba la nave que representaba su reputación y su futuro.
El ala izquierda, que caía como piedra, chocó contra el
Yuen
. El
Yuen
estalló y el
Ariel
cayó cuarenta y seis segundos después.
Por ley internacional, Bearden había ganado la guerra en nombre de América del Norte, y con ella los honores de la victoria y la posesión de las enormes ganancias del Calor Radiante.
Todo el mundo aclamó a este Lindbergh del siglo veintidós.
El marciano estaba sentado en la cima de un cerro de granito. Para disfrutar mejor de la brisa había adoptado la forma de un pequeño abeto. El viento siempre resultaba más agradable a través de hojas perennes.
Al pie del cerro había un norteamericano, el primero que el marciano veía.
El norteamericano extrajo del bolsillo un artefacto muy ingenioso. Era una cajita de metal con un hocico que se levantaba para producir una llama instantánea. Con ese artefacto milagroso el norteamericano encendió un tubo de hierbas del placer. El marciano comprendió que los norteamericanos llamaban
«cigarrillos»
a esos tubos. Cuando el norteamericano hubo encendido el cigarrillo, el marciano adoptó la forma de un demagogo chino rubicundo, de patillas negras y cinco metros de altura.
—¡Hola, amigo! —le gritó en inglés al norteamericano.
El norteamericano levantó la mirada y por poco se le salen los ojos de las órbitas.