Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
—Esto puede tener un gran valor científico —dijo el señor Starmount—, pero carece de peso judicial. ¿Puedes ofrecer algún comentario sobre tu actuación durante la batalla del hospital?
Rambó respondió con rapidez y cordura:
—Lo que hice, no lo hice yo. Lo que hice, no puedo saberlo. Dejadme ir, porque estoy cansado de vosotros y del espacio, grandes hombres y grandes cosas. Dejadme dormir y dejad que me reponga.
Starmount levantó la mano para pedir silencio.
Los miembros del tribunal lo miraron.
Sólo los pocos telépatas presentes supieron lo que había dicho: Sí.
Dejad ir al hombre. Dejad ir a la muchacha. Dejad ir a los doctores. Pero luego traed de vuelta al señor Crudelta. Le esperan muchos problemas, y deseamos complicarlos.
La Instrumentalidad, el Gobierno de la Cuna del Hombre y las autoridades del Viejo Hospital Principal deseaban brindar felicidad a Rambó y Elizabeth.
Cuando Rambó se recuperó, recobró buena parte de sus recuerdos de Tierra Cuatro. Había olvidado todos los detalles del viaje.
Cuando llegó a conocer a Elizabeth, la odió.
Ésta no era su muchacha, la osada y deliciosa Elizabeth de los mercados y los valles, de las colinas nevadas y los largos paseos en bote. Era una persona mansa, dulce, triste y perdidamente enamorada.
Vomact halló un remedio.
Envió a Rambó a la Ciudad del Placer de las Hespérides, donde mujeres atrevidas y parlanchinas lo perseguían porque era rico y famoso.
Al cabo de pocas semanas —muy pocas, en verdad— quiso a
su
Elizabeth, la muchacha extraña y tímida a quien habían rescatado de entre los muertos mientras él cabalgaba en el espacio con sus frágiles huesos.
—Di la verdad, querida —dijo gravemente una vez—, ¿No fue el señor Crudelta quien preparó el accidente que te mató?
—Dicen que él no estaba aquí —les respondió Elizabeth—. Dicen que fue un accidente real. No lo sé. No lo sabré nunca.
—Ya no importa —suspiró Rambó—. Crudelta está entre las estrellas, buscando problemas y encontrándolos. Nosotros tenemos nuestra cabaña, y nuestra cascada, y nos tenemos el uno al otro.
—Sí, querido —sonrió ella—. El uno al otro. Y sin Floridas extravagantes.
Él parpadeó ante esta alusión al pasado, pero no dijo nada. Un hombre que atravesó el espacio tres necesita muy poco en la vida, aparte de no volver al espacio tres. A veces soñaba que era de nuevo el cohete, el viejo cohete que partía hacia un viaje imposible.
Que sigan otros
, pensaba.
¡Que vayan otros! Yo tengo a Elizabeth
y estoy aquí.
1Las comunicaciones malas obstaculizan el robo;
las comunicaciones buenas promueven el robo;
las comunicaciones perfectas impiden el robo.
Van Braam
La luna giraba. La mujer miraba. Habían tallado veintiuna facetas en el ecuador de la luna. La función de la mujer era armar esa luna. La mujer era Mamá Hitton, señora de los armamentos de Vieja Australia del Norte.
Era una mujer alegre y rubicunda de edad imprecisa. Tenía ojos azules, senos opulentos, brazos fuertes. Parecía una matrona, pero su único hijo había muerto generaciones atrás. Ahora actuaba como madre de un planeta, no de una persona; los norstrilianos dormían tranquilos porque sabían que ella vigilaba. Las armas dormían su sueño largo y enfermizo.
Esa noche Mamá Hitton miró por enésima vez el panel de advertencia. El panel estaba apagado. No brillaban luces de peligro. Sin embargo, ella intuía un enemigo en algún rincón del universo, un enemigo que esperaba para atacarla a ella y su mundo, para adueñarse de las inconmensurables riquezas de los norstrilianos, y resoplaba de impaciencia.
Ven hombrecillo
, pensaba.
Ven, hombrecillo, y muere. No me hagas esperar.
Sonrió al admitir que era un pensamiento absurdo.
Mamá Hitton esperaba.
Y el ladrón no lo sabía.
El ladrón estaba bastante relajado. Era Benjacomin Bozart, experto en las artes de relajación.
Nadie, en Sunvale de Ttiollé, sospechaba que él era guardián principal de la Liga de Ladrones, criado bajo la luz de la estrella violeta-estelar. Nadie podía olerle el aroma de Viola Sidérea. «Viola Sidérea —había dicho la dama Ru— fue otrora el mundo más bello y ahora es el más corrupto. Sus habitantes fueron en otro tiempo modelos para la humanidad, y ahora son ladrones, embusteros y asesinos. Se percibe el olor de su alma en pleno día.» La dama Ru había muerto hacía tiempo. Era muy respetada, pero se equivocaba. Nadie olía al ladrón. El lo sabía. No era más «anómalo» que un tiburón acercándose a un cardumen de bacalaos. La naturaleza de la vida es vivir, y él había sido criado para vivir como debía: buscando presas.
¿De qué otro modo podía vivir? Viola Sidérea estaba en bancarrota desde hacía mucho tiempo, desde que las velas fotónicas habían desaparecido del espacio y las susurrantes naves de planoforma se abrieron paso entre los astros. Sus antepasados habían quedado librados a su suerte en un planeta apartado. Se negaron a morir. Alteraron la ecología y se convirtieron en depredadores del hombre, adaptados por el tiempo y la genética a sus tareas mortíferas. Y él, el ladrón, era un campeón de su pueblo, el mejor entre los mejores.
El era Benjacomin Bozart.
Había jurado asaltar Vieja Australia del Norte o morir en el intento, y no pretendía morir.
La playa de Sunvale era tibia y hermosa. Ttiollé era un planeta de tránsito, libre y sin prejuicios. Las armas de Benjacomin eran la suerte y él mismo: se proponía hacer buen uso de ambos.
Los norstrilianos podían matar.
Él también.
En ese momento, en ese lugar, era un turista feliz en una playa hermosa. En otro momento, en otro lugar, podía ser un hurón entre conejos, un halcón entre palomas.
Benjacomin Bozart, ladrón y guardián, no sabía que alguien le estaba esperando. Alguien que no conocía el nombre de Bozart estaba dispuesta a despertar la muerte, tan sólo para él. Pero él estaba tranquilo.
Mamá Hitton no estaba tranquila. Intuía la presencia del ladrón, pero no lograba localizarlo.
Una de sus armas roncó. Ella la hizo girar.
A mil estrellas de distancia, Benjacomin Bozart sonrió mientras se dirigía hacia la playa.
Benjacomin se sentía un turista. Su cara bronceada permanecía serena. Los ojos orgullosos y sombríos estaban tranquilos. Su boca elegante, aun sin la sonrisa seductora, expresaba simpatía. Tenía un aspecto atractivo sin parecer extraño. Parecía mucho más joven de lo que era. Caminaba con pasos enérgicos y felices por la playa de Sunvale.
Las olas de cresta blanca rodaban como las rompientes de Madre Tierra. Los habitantes de Sunvale estaban orgullosos de la similitud de su mundo con la Cuna del Hombre. Pocos de ellos habían visto el planeta primigenio, pero todos sabían un poco de historia, y la mayoría sentía una fugaz angustia cuando pensaba en el antiguo gobierno que aún manejaba el poder político a través de las honduras del espacio. No les agradaba la vieja Instrumentalidad de la Tierra, pero la respetaban y temían, Las olas les recordaban el lado bonito de la Tierra; no querían recordar el aspecto no tan agradable.
Este hombre era como el lado bonito de la Tierra. Nadie intuía su poder. Los habitantes de Sunvale le sonreían distraídamente cuando se cruzaban con él en la costa.
Un ambiente sereno lo rodeaba en aquella atmósfera calma. Benjacomin volvió la cara hacia el sol. Cerró los ojos. La tibia luz le atravesó los párpados, alumbrándolo con su calidez y su contacto tranquilizador.
Benjacomin soñaba con el mayor robo jamás planeado. Soñaba con apropiarse de una gran parte de la riqueza del mundo más rico que había construido la humanidad. Pensaba en lo que ocurriría cuando al fin llevara las riquezas al planeta Viola Sidérea, donde se había criado. Benjacomin se protegió la cara del sol y echó una mirada lánguida a los demás bañistas.
Aún no había norstrilianos a la vista. Eran fáciles de reconocer. Gente fornida, de tez roja, soberbios atletas, pero, a su manera, inocentes, jóvenes y muy rudos. El se había preparado para este robo durante doscientos años. La Liga de Ladrones de Viola Sidérea le había prolongado la vida con este propósito. Benjacomin encarnaba los sueños de su planeta, un planeta pobre que en otros tiempos había sido un centro comercial y que se convirtió en un antro de ladrones y rateros.
Vio a una mujer norstriliana que salía del hotel y bajaba a la playa. Esperó, miró, soñó. Quería formular una pregunta y ningún australiano adulto podía contestarla.
«Es curioso —pensó— que aún hoy los llamen "australianos". Ése es el antiguo nombre de la Vieja Tierra, un pueblo rico, audaz, rudo. Niños intrépidos plantados en el centro del mundo... Y ahora son los tiranos de toda la humanidad. Poseen la riqueza. Poseen la santaclara, y otras personas viven o mueren según el comercio que tengan con los norstrilianos. Pero no yo. Ni mi pueblo. Somos hombres que son lobos para el hombre.»
Benjacomin esperó grácilmente. Bronceado por la luz de muchos soles, aparentaba cuarenta años, aunque tenía doscientos. Vestía la ropa típica de un veraneante. Podría haber sido un viajante intercultural, un experto tahúr, el funcionario de un puerto estelar. Incluso podía haber sido un detective que trabajaba en las rutas comerciales. No lo era. Era un ladrón. Y era tan eficaz en su trabajo que la gente se volvía hacia él y le confiaba sus pertenencias, pues Benjacomin era sedante, tranquilo, de ojos grises y pelo rubio. Benjacomin esperaba.
La mujer lo miró de soslayo: una mirada rápida y suspicaz.
Lo que vio debió de calmarla. Siguió de largo. Volviéndose hacia la duna, gritó:
—Ven, Johnny, aquí podemos nadar.
Un niño que aparentaba ocho o diez años corrió desde la duna hacia la madre.
Benjacomin se tensó como una cobra. Aguzó la mirada, entornó los ojos.
Ésta era la presa. Ni demasiado pequeña ni demasiado grande. Si la víctima era demasiado pequeña, ignoraba la respuesta; si era demasiado grande, resultaba inútil abordarla. Los norstrilianos eran célebres luchadores; los adultos eran demasiado fuertes, tanto mental como físicamente, para atacarlos.
Benjacomin sabía que todos los ladrones que se habían acercado al planeta de los norstrilianos, que habían intentado saquear el inalcanzable mundo de Vieja Australia del Norte, habían perdido el contacto con su gente y habían muerto. No se recibían más noticias de ellos.
Y sin embargo sabía que cientos de miles de norstrilianos tenían que conocer el secreto. A veces hacían chistes sobre él. Benjacomin había oído esas bromas cuando joven, pero ahora era más que viejo y jamás se había acercado a la respuesta. La vida era cara. Él iba ya por su tercera vida, y cada una había sido honestamente comprada por los suyos. Buenos ladrones todos ellos, habían pagado dinero robado con sudor para conseguir la medicina que permitiría al ladrón más grande permanecer con vida. Benjacomin no amaba la violencia. Pero si la violencia allanaba el camino hacia el mayor robo de todos los tiempos, estaba dispuesto a servirse de ella.
La mujer lo contempló de nuevo. La máscara maligna que había cruzado el rostro de Benjacomin se disolvió en benevolencia; Benjacomin se calmó. Ella lo sorprendió en ese momento de relajación. Le gustó la apariencia del hombre.
La mujer sonrió y, con este torpe titubeo tan típico de los norstrilianos, dijo;
—¿Podría vigilar a mi hijo mientras voy al agua? Creo que nos hemos visto en el hotel.
—Desde luego. Con mucho gusto. Ven aquí, hijo.
Johnny caminó hacia la muerte atravesando las soleadas dunas. Se acercó al enemigo de su madre.
Pero la madre
ya.
había dado media vuelta en dirección al agua.
Benjacomin Bozart tendió una mano experta. Aferró el hombro del niño y lo tumbó. El niño ni siquiera había emitido un grito cuando Benjacomin le inyectó la droga de la verdad.
Johnny forcejeó contra el dolor hasta que un martillazo le estalló en el cerebro y la potente droga empezó a actuar.
Benjacomin miró hacia el agua. La madre nadaba, de cara hacia ellos. Obviamente, no estaba preocupada. Para ella, el niño parecía estar mirando algo que el forastero le señalaba con juguetona serenidad.
—Ahora, hijo —dijo Benjacomin—, dime cuál es la defensa exterior.
El niño no respondió.
—¿Cuál es la defensa exterior, hijo? La defensa exterior —repitió Benjacomin. El niño aún no reaccionaba.
Algo muy parecido al pánico erizó la piel de Benjacomin Bozart cuando advirtió que había puesto en jaque su seguridad en aquel planeta, que había puesto en peligro los planes mismos por una oportunidad de averiguar el secreto de los norstrilianos.
Lo habían detenido dispositivos simples, casi infantiles. El niño ya estaba condicionado contra el ataque. Cualquier intento de arrancarle información activaba un reflejo condicionado de mudez total. El niño era literalmente incapaz de hablar.
Con la luz reflejada en el pelo húmedo, la madre preguntó:
—¿Estás bien, Johnny?
Benjacomin agitó la mano.
—Le estoy enseñando mis fotos, señora. Le gustan mucho. Nade tranquila.
La madre vaciló, se internó de nuevo en el agua, se alejó nadando despacio.
Johnny, dominado por la droga, se sentó como un inválido en las rodillas de Benjacomin.
—Johnny —rumió Benjacomin—, vas a morir ahora y te ¿olerá horriblemente si no me dices lo que deseo saber. —El niño se resistió débilmente. Benjacomin repitió—: Te provocaré dolor si no me dices lo que deseo saber. ¿Cuáles son las defensas exteriores? ¿Cuáles son las defensas exteriores?
El niño forcejeó y Benjacomin advirtió que no intentaba escabullirse sino cumplir la orden. Lo soltó y el niño extendió un dedo y se puso a escribir en la arena húmeda. Las letras resaltaron.
La sombra de un hombre se erguía detrás de ellos.
Benjacomin, alerta, listo para girar, matar o correr, se echó al suelo junto al niño.
—Magnífica adivinanza —dijo—. Me ha gustado mucho. Muéstrame otra.
Le sonrió al adulto que pasaba. El forastero le dirigió una mirada suspicaz que se distendió cuando vio la agradable cara de Benjacomin, que jugaba tan tierna y gratamente con el niño.
Los dedos aún trazaban letras en la arena.