Read Los señores de la instrumentalidad Online
Authors: Cordwainer Smith
—Tierra bajo los cascos —respondió el caballo—, aire húmedo, un hombre en el lomo.
—Querido caballo —interrumpió la mujer-perro—, ¿me conoces?
—Eres un perro —pensó el caballo—. Buen perro.
—Muy bien —pensó la anciana desaliñada y feliz—. Puedo decir a estas personas cómo cuidar de ti. Duerme ahora, y cuando despiertes irás camino de la felicidad.
La mujer pensó la orden
«duerme»
con tal fuerza que Casher O'Neill y Genevieve empezaron a perder la conciencia y los ayudantes del hospital tuvieron que sostenerlos.
Cuando recobraron el conocimiento, la mujer-perro estaba dando órdenes al cirujano:
—...y más de un cuarenta por ciento de oxígeno suplementario en el aire. Necesitará una persona verdadera que cabalgue en él, pero algunos de vuestros centinelas orbitales preferirán montar a caballo allá arriba antes que permanecer inactivos. No podéis reparar el corazón. No lo intentéis. La hipnosis se encargará de las arenas de Mizzer. Cargadle el cerebro con un par de cubos de dramas llenos de aventuras en el desierto. No os preocupéis por mí. No haré más sugerencias. ¡Hombre-gente! —rió—. Disculparías cualquier cosa a los perros, excepto que tengan la razón. Por un momento te sientes inferior. No te preocupes. Volveré abajo, donde están mis platos. Los amo, de veras. Adiós, hermosa criatura —le dijo a Genevieve—. ¡Y adiós, vagabundo! Buena suerte —se despidió de Casher O'Neill—. Serás desdichado mientras busques justicia, pero cuando desistas, la rectitud llegará a ti y serás feliz. No te preocupes. Eres joven y no te perjudicará sufrir unos años más. La juventud es una enfermedad muy fácil de curar, ¿verdad?
Hizo una reverencia, como una dama de la Instrumentalidad que se despidiera de otra. La cara vieja y arrugada estaba iluminada por una sonrisa donde la felicidad se mezclaba con un aire burlón.
—No te preocupes por mí, jefe —le dijo al cirujano—. Platos, allá voy.
Se fue de la habitación.
—¿Veis a qué me refiero? —exclamó el cirujano—. ¡Es tan espantosamente
feliz
¿Cómo se puede dirigir un hospital si una lavaplatos anda por todas partes haciendo feliz a la gente? Nos quedaríamos sin empleo. Pero tiene buenas ideas.
En efecto. Respetaron sus planes. Siguieron las instrucciones de la mujer-perro al pie de la letra.
Hubo una discusión en el Consejo. Casher O'Neill asistía a la sesión.
Un consejero, Bashnack, vociferaba en contra de todo acto relacionado con el caballo.
—¡Sire! —exclamó—. ¡Sire! ¡Ni siquiera sabemos el nombre de ese animal! Debo oponerme a este acto, cuando no sabemos...
—No sabemos el nombre —admitió Philip Vincent—. Pero ¿qué más da esta circunstancia?
—El caballo no tiene identidad, ni siquiera la identidad de un animal. Es sólo un montón de carne que nos ha quedado de la finca de Perinö. Deberíamos matar al caballo y comernos su carne. Y si no queremos hacerlo nosotros, deberíamos venderla a otro planeta. Hay muchos pueblos que pagarían un buen precio por genuina carne de la Tierra. ¡No me escuches, señor! Tú eres el dictador hereditario y yo no soy nada. No tengo poder, ni propiedad, nada. Estoy a tu merced. Sólo puedo decirte cómo defender mejor tus intereses. Sólo tengo una voz. No puedes reprocharme que la use cuando trato de ayudarte, ¿verdad? Y eso hago, ayudarte. Si gastas algún crédito en ese animal cometerás un error, un error, un error. No somos un planeta rico. Tenemos que pagar costosas defensas para sobrevivir. Ni siquiera podemos costear el aire para que nuestros niños salgan a jugar. ¡Y quieres gastar dinero en un caballo que ni siquiera habla! Te digo, sire, que este Consejo votará contra ti, tan sólo para proteger tus propios intereses y los intereses de la honorable Genevieve como titular eventual de todo Pontoppidan. ¡No te saldrás con ésta, sire! Nada somos ante tu poder, pero insistiremos en aconsejarte...
—¡Escúchanos, escúchanos! —exclamaron varios consejeros, en absoluto intimidados por el mal talante del dictador hereditario.
—Tomaré la palabra —dijo Philip Vincent.
Varios habían levantado la mano pidiendo la palabra. Un hombre obstinado mantuvo la mano levantada aun cuando el dictador manifestó su intención de hablar. Philip Vincent reparó en ello.
—Podrás hablar cuando yo haya terminado, si lo deseas —le dijo.
Miró con serenidad alrededor, sonrió imperceptiblemente a su sobrina, le hizo una breve seña a Casher O'Neill y anunció:
—Caballeros, lo que ponemos en tela de juicio no es el caballo, sino Pontoppidan. Nos estamos juzgando a nosotros mismos. ¿Y ante quién nos juzgamos, caballeros? Cada uno de nosotros comparece ante el tribunal más severo, el de su propia conciencia.
»Si matamos a este caballo, no le causaremos un gran mal. Es un animal viejo, y no creo que le importe mucho morir, ahora que ha pasado esa ordalía de soledad que temía mucho más que la muerte. A fin de cuentas, ya ha tenido su gran triunfo: el ascenso por el peñasco de gemas, el salto por la grieta volcánica, el encuentro con la gente que buscaba. El caballo ha ido tan lejos que nos ha dejado atrás. Podemos ayudarlo un poco o lastimarlo un poco; pero frente a la inmensidad de su logro, poco tenemos en nuestras manos.
»No, caballeros, no juzgamos el caso del caballo. Estamos juzgando el espacio. ¿Qué le pasa a un hombre cuando sale a la Gran Nada? ¿Dejamos atrás la Vieja Tierra? ¿Por qué cayó la civilización? ¿Caerá de nuevo? ¿Es la civilización un arma, un desintegrador, un láser o un cohete? ¿Es una nave de planoforma o un luminictor haciendo su trabajo? Sabéis tan bien como yo, caballeros, que la civilización no es sólo aquello que podemos construir. Si así fuera, no habría caído el Hombre Antiguo. Aun durante la Edad Oscura había bombas de fusión, proyectiles teledirigidos y armas como el Efecto Kaskaskia, que no hemos conseguido redescubrir. La Edad Oscura no fue oscura porque los hombres olvidaran la técnica y la ciencia, sino
porque los hombres perdieron su humanidad.
Ser humano representa una tarea ingente, una tarea en la cual debemos perseverar para que no se pierda. Caballeros, el caballo nos juzga a nosotros. La palabra «civilización» es en realidad una palabra de damas. En un país llamado Francia, hubo escritoras que popularizaron esta palabra en el tercer siglo antes del viaje espacial. Ser «civilizado» significaba ser pacífico, amable, educado. Si matamos ese caballo, nos convertiremos en salvajes. Si lo tratamos con benevolencia, seremos pacíficos. Caballeros, sólo tengo un testigo, y éste pronunciará una única palabra. Luego votaréis, y votaréis libremente.
Circuló un murmullo ante el anuncio. Evidentemente, Philip Vincent disfrutaba del alboroto que había creado. Dejó que el murmullo se prolongara un par de minutos antes de golpear la mesa y decir:
—Caballeros, el testigo. ¿Estáis preparados?
Todos asintieron con un cuchicheo. Bashnack intentó insistir en que estaban en juego los fondos públicos, pero los demás lo acallaron. Se hizo el silencio alrededor de la mesa. Todos se volvieron hacia el dictador hereditario.
—Caballeros, el testimonio. Genevieve, ¿no es eso lo que me recomendaste que dijera? ¿Que la civilización es siempre una elección femenina primero y una elección masculina después?
—Sí —admitió Genevieve, con una sonrisa muy amplia y franca.
5
La reunión se disolvió entre risas y aplausos.
Un mes más tarde Casher O'Neill estaba en la cabina de una nave de planoforma de tamaño medio, lejos de Pontoppidan. El dictador hereditario no había cambiado de parecer, ni había destruido a Casher con rayos verdes. Casher tenía extraños recuerdos, no tan malos por ser los recuerdos de un hombre joven.
Recordaba a Genevieve llorando en el jardín.
—Soy romántica —se había lamentado ella, enjugándose los ojos con la manga de la túnica de Casher—. Legalmente, soy la dueña de este planeta, rica, poderosa y libre. Pero no puedo abandonarlo. Soy demasiado importante. No puedo casarme con quien yo elija. Soy demasiado importante. Mi tío tampoco puede hacer lo que él desea: es dictador hereditario y siempre tiene que actuar como el Consejo le indica después de semanas de deliberaciones. No puedo amarte. Eres un príncipe y un trotamundos, y te esperan viajes, batallas, justicia y cosas extrañas. No puedo ir. Soy demasiado importante. ¡Soy demasiado dulce! ¡Soy demasiado tierna! ¡A veces me odio a mí misma! ¡Por favor, Casher, roba una nave y escapa conmigo al espacio!
—Los láseres de tu tío nos despedazarían.
Le cogió las manos y la miró con ternura. En ese momento no sentía el ardor fogoso y agresivo que un hombre joven y normal experimenta ante una mujer bella, joven y tierna. Sentía algo más grato y extraño, una emoción placentera para la mente y sedante para los nervios. Era la simple y profunda compasión de una persona hacia otra. Tomó una decisión por el bien de ella, pues el «oscuro conocimiento» era en verdad maravilloso, pero muy peligroso para quien no estuviese preparado.
Le cogió esas maravillosas manos; ella alzó la vista y comprendió que él no la besaría. Algo en la actitud de Casher le hizo comprender que él le ofrecía un don más precioso que el habitual beso romántico en el jardín, bajo la noche estrellada. Además, sólo podrían tocarse con los cascos.
—¿Recuerdas a esa mujer-perro —preguntó él con emoción y dulzura—, la que trabajaba con los platos en el hospital?
—Desde luego. Era bondadosa, brillante y feliz. Nos ayudó a todos.
—Ve a trabajar con ella de vez en cuando. Dile que yo te pedí que lo hicieras. La felicidad es contagiosa. Quizá te la transmita. Creo que yo también recibí un poco.
—Me parece que te entiendo —murmuró Genevieve—. Casher, adiós y buena suerte. Mi tío nos espera.
Regresaron juntos al palacio.
Otro recuerdo era la despedida de Philip Vincent, el dictador hereditario de Pontoppidan. El rostro sereno, bien rasurado, rubicundo y redondo lo miró con benevolencia. Casher O'Neill sintió más respeto por ese hombre cuando advirtió que a menudo la crueldad es el precio de la paz, y la vigilancia el precio de la riqueza.
—Eres un joven sagaz. Un joven muy sagaz. Quizá recuperes el poder de tu tío Kuraf.
—¡No quiero ese poder! —exclamó Casher O'Neill. —Te daré un consejo —dijo el dictador hereditario—, y es un buen consejo, o no estaría aquí para darlo. He aprendido bien el arte de la política, de lo contrario ya habría muerto. No rechaces el poder. Tómalo y úsalo con sabiduría. No rehúyas el malvado nombre de tu tío. Bórralo. Toma tú mismo el nombre y gobierna tan bien que en pocas décadas nadie recuerde a tu tío, sino sólo a ti. Eres joven. No puedes ganar ahora. Pero está en tu destino crecer y triunfar. Lo sé. Tengo experiencia en estas cosas. Te he dado el arma. No te he engañado. Está bien empaquetada y puedes partir con ella.
Casher O'Neill respiraba suavemente. Le creía, y buscaba las palabras para agradecer a ese hombre corpulento, poderoso y maduro. El dictador añadió, con voz risueña:
—Gracias, además, por ahorrarme dinero. Has sido fiel a tu nombre, Casher.
—¿Ahorrar dinero? —La alfalfa. El caballo quería alfalfa.
—¡Ah, eso! —dijo Casher O'Neill—. Era obvio. No fue gran mérito pensarlo.
—
Yo
no pensé en ello —dijo el dictador hereditario—, y mis súbditos tampoco. No somos estúpidos. Eso indica que eres brillante. Comprendiste que Perinö debía tener un conversor de alimentos para mantener al caballo con vida en Hippy Dipsy. Nos bastó sintonizarlo en alfalfa para ahorrarnos el coste de dos cargamentos anuales de alimento para caballo. Nos alegra ahorrar esos créditos. Aquí estamos bien, pero no nos gusta derrochar. Ahora puedes inclinarte ante mí y partir.
Casher O'Neill hizo una reverencia, echando una última ojeada a la adorable, frágil y bella Genevieve.
Su último recuerdo era muy reciente.
Había pagado doscientos mil créditos por él, a bordo de la nave. Fue a ver al capitán de puerto, aburrido ahora que la nave había despegado, y el capitán de viaje se había hecho cargo.
—¿Puedes conseguirme una comunicación telepática con un caballo?
—¿Qué es un caballo? —dijo el capitán de viaje—. ¿Dónde está? ¿Piensas pagar por ello?
—Un caballo es un animal de la Tierra no modificado —explicó pacientemente Casher O'Neill—. No es una subpersona. Es un animal grande, pero muy inteligente. Este caballo está en la órbita de Pontoppidan. Y pagaré el precio habitual.
—Un millón de créditos terráqueos —exigió el capitán de viaje.
—¡Ridículo! —exclamó Casher O'Neill.
Acordaron un precio de doscientos mil créditos por una buena comunicación y diez mil por el uso del instrumental de la nave si había una falla. No se dio ninguna interrupción. El técnico era un hombre—serpiente: actuaba de forma diestra, fría y eficiente en su tarea. En pocos minutos le pasó el auricular a Casher O'Neill.
—Creo que lo hemos conseguido —dijo amablemente.
Tenía razón. Se había comunicado con la mente del caballo.
Las incesantes arenas de Mizzer ondularon ante Casher O'Neill. Las largas líneas de los Doce Nilos convergían en la distancia. Galopaba briosamente. Alrededor había más caballos, más jinetes, otras cosas, pero él sólo sentía el trepidar de los cascos contra la arena fuerte y húmeda, la firmeza del jinete en el lomo. De forma vaga, como en una alucinación, Casher O'Neill percibió también la pequeña nave orbital donde el viejo caballo trotaba en el aire, con un divertido cadete montado en él. Allí arriba, sin peso, el viejo y gastado corazón duraría muchos años. Luego Casher volvió a ver el paraíso del caballo. El centelleo de unos cascos amenazó con alcanzarlo, pero él conservó la delantera. Le esperaba un establo, una cepillada, una comida fresca y suculenta, y una potranca por la mañana.
El caballo de Pontoppidan se sentía muy sabio. Había confiado en los humanos, origen de toda amabilidad, toda crueldad, todo poder entre los astros. Y los humanos se habían mostrado buenos. El caballo volvía a sentirse caballo. Casher percibía el viejo cuerpo que galopaba a orillas del río como un sueño de poder, el cumplimiento de un servicio, la suprema satisfacción de la camaradería.
1
—A las dos setenta y cinco de la mañana —le dijo el administrador a Casher O'Neill—, matarás a esta muchacha con un cuchillo. A las dos setenta y siete, un vehículo rápido te recogerá y te traerá de vuelta aquí. Entonces el crucero de potencia será tuyo. ¿Trato hecho?