Ella lo estudió, como si quisiera asegurarse de que le estaba diciendo la verdad. Por primera vez desde que se habían vuelto a encontrar, Dawson parecía cansado. Su postura reflejaba una actitud vencida, y mientras seguían allí sentados, Amanda se preguntó qué habría sido de él si ella no se hubiera marchado aquel verano. O incluso si hubiera ido a verlo a la cárcel. Quería creer que eso habría podido marcar la diferencia, que Dawson habría podido gozar de una vida menos atormentada por el pasado y que, aunque no hubiera sido totalmente feliz, por lo menos habría tenido la posibilidad de hallar cierta paz. Para él, la paz siempre había sido elusiva.
Aunque, en realidad, en aquella cuestión no estaba solo, ¿no? ¿No era eso lo que todo el mundo quería?
—Tengo otra confesión sobre los Bonner —anunció él.
Amanda sintió una brusca sacudida en el pecho.
—¿Más?
Dawson se rascó la nariz con su mano libre, como si quisiera ganar tiempo.
—Esta mañana he ido al cementerio, a depositar unas flores en la tumba del doctor Bonner. Es lo que solía hacer cuando salí de la cárcel, cuando no podía soportar la sensación de culpa.
Ella lo miró fijamente, preguntándose si Dawson la sorprendería con otra nueva sorpresa, pero no lo hizo.
—Eso es algo distinto.
—Lo sé, pero pensaba que debería mencionarlo.
—¿Por qué? ¿Porque quieres saber mi opinión?
Dawson se encogió de hombros.
—Quizá.
Amanda no contestó de inmediato.
—Creo que lo de las flores está bien —dijo finalmente—. Mientras no te excedas, me parece que es… apropiado.
Él se volvió hacia ella.
—¿De veras?
—Sí. Llevarle flores es significativo, pero no invasivo.
Dawson asintió, pero no dijo nada. En el silencio, Amanda se inclinó más hacia él y le preguntó:
—¿Sabes lo que estoy pensando?
—Después de lo que te he contado, tengo miedo de saberlo.
—Creo que tú y Tuck os parecéis más de lo que crees.
Él se volvió hacia ella.
—¿Es eso bueno o malo?
—Todavía estoy aquí contigo, ¿no?
Cuando el calor se volvió insoportable incluso a la sombra, Amanda sugirió que entraran de nuevo en la casa. La puerta mosquitera se cerró con un suave golpe detrás de ellos.
—¿Estás lista? —le preguntó él, al tiempo que examinaba la cocina.
—No, pero supongo que tengo que hacerlo. Sigo pensando que no es correcto y, la verdad, no sé por dónde empezar.
Dawson recorrió la cocina antes de girarse hacia ella.
—De acuerdo, a ver si esto te ayuda: ¿qué es lo que más recuerdas de la última vez que visitaste a Tuck?
—Nada excepcional; fue como en las anteriores ocasiones. Él me habló de Clara, le preparé la cena… —Se encogió de hombros—. Le cubrí la espalda con una manta cuando se quedó dormido en la butaca.
Dawson la llevó hasta el comedor y señaló hacia la chimenea.
—Entonces, quizá deberías llevarte la foto.
Amanda sacudió la cabeza.
—No podría hacerlo.
—¿Prefieres que la tiren a la basura?
—No, claro que no. Pero deberías llevártela tú. Tú lo conocías mejor que yo.
—No lo creo; nunca me habló de Clara. Y cuando la contemples, pensarás en los dos, y no solo en él. Por eso Tuck te habló de ella.
Cuando Amanda vaciló, Dawson se dirigió hacia la chimenea y cogió la foto con gran cuidado.
—Él quería que esta foto fuera importante para ti. Quería que los dos fueran importantes para ti.
Ella cogió la foto y la miró sin pestañear.
—Pero si me la llevo, ¿qué te quedará a ti? Quiero decir, tampoco es que haya muchas más cosas.
—No te preocupes. Hay algo que he visto antes y que me gustaría conservar. —Se dirigió hacia la puerta—. Vamos.
Amanda lo siguió. Bajó los peldaños del porche y, cuando se acercaron al taller, lo comprendió: si la casa era donde ella y Tuck habían establecido su vínculo, el taller había sido el lugar de Dawson y Tuck. E incluso antes de que él lo encontrara, Amanda ya adivinó lo que buscaba.
Dawson tomó el enorme pañuelo descolorido que estaba cuidadosamente doblado sobre el banco de trabajo.
—Esto es lo que él quería que yo me quedara —declaró.
—¿Estás seguro? —Amanda examinó con atención el trozo de tela roja—. No es gran cosa.
—Es la primera vez que he visto un pañuelo limpio por aquí, así que estoy seguro que tiene que ser para mí. —Sonrió—. Sí, estoy seguro. Para mí este pañuelo es Tuck. No recuerdo haberlo visto nunca sin uno, y siempre del mismo color, por supuesto.
—Por supuesto —repitió ella—. Estamos hablando de Tuck, ¿no? ¿Don Constante-En-Todo?
Dawson se guardó el pañuelo en el bolsillo trasero.
—La constancia no es mala. Los cambios no siempre conducen a un mejor resultado.
Sus palabras parecieron quedar suspendidas en el aire. Amanda no contestó. En vez de eso, cuando él se apoyó en el Stingray, ella recordó algo súbitamente y avanzó un paso hacia delante.
—He olvidado comentarle a Tanner lo del coche.
—Creo que yo puedo acabar de repararlo. Entonces Tanner podrá llamar al propietario para que pase a recogerlo.
—¿De veras?
—Por lo que veo, todas las piezas están aquí, y estoy seguro de que a Tuck le habría gustado que yo acabara el trabajo. Además, tú has quedado con tu madre para cenar, ¿no? Así que no tengo nada mejor que hacer esta noche.
—¿Cuánto rato tardarás? —Amanda miró las cajas con las piezas de recambio.
—No lo sé, supongo que unas horas.
Ella centró toda su atención en el vehículo; lo recorrió desde una punta a la otra antes de volver a mirar a Dawson.
—De acuerdo. ¿Necesitas ayuda?
Dawson le dedicó una sonrisa mordaz.
—¿Has hecho un curso de mecánica desde la última vez que te vi?
—No.
—Entonces ya me ocuparé yo solo, cuando te marches. No parece muy difícil. —Dawson se dio la vuelta y señaló hacia la casa—. Podemos volver a la cocina, si quieres. Aquí hace demasiado calor.
—No quiero que tengas que trabajar hasta tarde —apuntó ella y, como un viejo hábito redescubierto, enfiló hacia el lugar que una vez había constituido su espacio particular. Apartó una llave de cruz oxidada del banco de trabajo antes de acomodarse—. Mañana nos espera un gran día. Además, siempre me encantó ver cómo trabajabas.
Dawson pensó que oía algo similar a una promesa en aquella declaración, y se sorprendió al pensar que los años parecían retroceder para ellos, permitiéndole revisitar el tiempo y el lugar donde había pasado sus días más felices. De repente, se recordó a sí mismo que Amanda estaba casada. Lo último que ella necesitaba era la clase de complicación que surgía al intentar reescribir el pasado.
Soltó un deliberado suspiro y agarró una caja situada en el otro extremo del banco de trabajo.
—Te aburrirás. Esto puede llevarme bastante rato —la previno, intentando disimular sus pensamientos.
—No te preocupes por mí. Estoy acostumbrada.
—¿A aburrirte?
Amanda dobló las piernas y abrazó las rodillas.
—Solía pasarme horas aquí, sentada, esperando a que acabaras de trabajar para que finalmente pudiéramos salir a divertirnos un rato.
—Deberías habérmelo dicho.
—Cuando ya no lo soportaba más, te lo decía. Pero sabía que si te apartaba de tus obligaciones con frecuencia, Tuck no me habría dejado volver más por aquí. Por eso tampoco me pasaba todo el rato hablando.
La cara de Amanda quedaba parcialmente oculta entre las sombras; su voz parecía el canto seductor de una sirena. Demasiados recuerdos, con ella sentada en esa misma postura, hablando en el mismo tono.
Dawson sacó el carburador de la caja y lo inspeccionó. Estaba restaurado, y era evidente que habían hecho un buen trabajo con la pieza. Lo dejó a un lado para echar un vistazo a la orden de trabajo.
Se dirigió hacia la parte frontal del coche, abrió el capó y examinó el interior. Cuando oyó que Amanda carraspeaba, desvió la vista hacia ella.
—Teniendo en cuenta que Tuck no está aquí, supongo que podemos hablar tanto como queramos, ¿no? Incluso mientras trabajas.
—Por supuesto. —Dawson irguió de nuevo la espalda y se dirigió al banco de trabajo—. ¿De qué quieres que hablemos?
Ella consideró la propuesta.
—A ver, ¿qué te parece esto? ¿Qué es lo que más recuerdas de nuestro primer verano juntos?
Dawson agarró un juego de llaves inglesas, con el semblante pensativo.
—Recuerdo que me preguntaba cómo era posible que quisieras salir conmigo.
—Hablo en serio.
—Yo también. Yo no tenía nada, y tú lo tenías todo. Podrías haber salido con cualquier chico, y aunque intentábamos ser discretos, sabía que nuestra relación solo te causaría problemas. No le encontraba el sentido.
Amanda apoyó la barbilla en las rodillas y las estrechó contra su cuerpo.
—¿Sabes lo que yo recuerdo? Recuerdo aquel día que me llevaste a la playa, a Atlantic Beach, y vimos un montón de estrellas de mar esparcidas por la orilla. Era como si las olas las hubieran arrastrado todas a la vez; paseamos hasta la otra punta de la playa, lanzándolas de nuevo al agua. Más tarde, compartimos una hamburguesa con patatas fritas y contemplamos la puesta de sol. Seguramente, estuvimos hablando durante más de doce horas seguidas.
Ella sonrió antes de proseguir, segura de que él también se acordaba.
—Por eso me encantaba estar contigo. Podíamos hacer cosas tan sencillas como arrojar estrellas de mar al océano y compartir una hamburguesa y hablar, e incluso así sabía que era afortunada. Fuiste el primer chico que no estaba constantemente intentando impresionarme. Aceptabas quién eras, pero lo más importante es que me aceptabas tal como era yo. Y nada más importaba, ni mi familia ni la tuya, ni nadie más en el mundo; solo nosotros dos.
Amanda hizo una pausa antes de continuar.
—No sé si aquel fue uno de los días más felices de mi vida, pero la verdad es que siempre era igual cuando estábamos juntos. Nunca quería que el día tocara a su fin.
Él la miró a los ojos.
—Quizá todavía no se ha acabado.
Ella comprendió entonces, con la distancia que otorgaba la edad y la madurez, lo mucho que él la había amado.
«Y todavía te ama», le susurró una vocecita en su interior. De repente, Amanda tuvo la extraña impresión de que todo lo que habían compartido en el pasado no había sido más que los capítulos iniciales de un libro cuya conclusión todavía estaba por escribir.
La idea debería haberla asustado, pero no fue así. Deslizó la palma de la mano por encima de sus desgastadas iniciales, grabadas en el banco muchos años atrás.
—Cuando mi padre murió, vine aquí, ¿sabes?
—¿Dónde? ¿Aquí, al taller?
Amanda asintió con la cabeza.
—Pensaba que habías dicho que solo hace unos años que empezaste a visitar a Tuck —comentó Dawson, mientras volvía a agarrar el carburador.
—Él no se enteró. Nunca le dije que había estado aquí.
—¿Por qué no?
—No podía. Apenas podía mantener la firmeza, y quería estar sola. —Hizo una pausa—. Fue aproximadamente un año después de que Bea muriera, y yo todavía estaba luchando para superar el dolor cuando mi madre me llamó y me dijo que mi padre había sufrido un ataque al corazón. No tenía sentido. Él y mi madre nos habían visitado en Durham una semana antes, pero lo siguiente que hicimos fue montar a los niños en el coche para ir a su funeral. Nos pasamos la mañana conduciendo hasta llegar aquí; apenas atravesé el umbral, vi a mi madre vestida de punta en blanco y casi de inmediato me informó brevemente de nuestra cita con la funeraria. Quiero decir, apenas mostró ninguna emoción; parecía más preocupada por conseguir la clase de flores adecuadas para el servicio y asegurarse de que yo llamaba a todos nuestros familiares. Fue como una pesadilla y, al final del día, me sentía tan… sola. Así que salí de casa a medianoche, estuve conduciendo por ahí y, por alguna razón, acabé aparcando un poco más abajo, en la carretera, y subí la cuesta a pie hasta aquí. No puedo explicar por qué, pero me senté y lloré durante horas.
Suspiró cansada. Su mente parecía dominaba por un mar de recuerdos.
—Sé que mi padre jamás te dio una oportunidad, pero te aseguro que no era una mala persona. Siempre me llevé mejor con él que con mi madre. De hecho, con el paso de los años, me llevaba aún mejor. Mi padre adoraba a mis hijos, especialmente a Bea.
Se quedó un momento callada, antes de ofrecerle a Dawson una triste sonrisa.
—¿Te parece extraño, que acudiera a Tuck cuando mi padre murió?
Dawson consideró la pregunta.
—No —contestó—. No me parece extraño, en absoluto. Después de cumplir mi condena, también regresé.
—Pero tú no tenías adónde ir.
Él enarcó una ceja.
—¿Y tú?
Dawson tenía razón, por supuesto. Aunque la casa de Tuck había sido un lugar de recuerdos idílicos, también había sido el sitio donde ella había ido siempre a desahogarse, a llorar.
Amanda entrelazó los dedos de las manos con más fuerza, como si quisiera apartar aquellos dolorosos recuerdos de la mente, y centró toda su atención en Dawson, que se disponía a montar de nuevo el motor. A medida que la tarde desaparecía, departieron distendidamente sobre cosas cotidianas, sobre el pasado y sobre el presente, hablando sobre sus vidas e intercambiando opiniones acerca de diversos temas, desde libros hasta sitios que siempre habían soñado visitar.
Al escuchar el clic familiar de la llave de montaje mientras Dawson ajustaba la pieza en cuestión, la sorprendió la sensación de
déjà vu
. Le vio forcejear para aflojar el perno, con la mandíbula tensa hasta que al final lo consiguió, antes de depositar la pieza cuidadosamente a un lado. De vez en cuando, igual que hacía cuando eran jóvenes, se detenía como para recordarle a Amanda que la estaba escuchando con atención, que quería que ella supiera que siempre había sido y siempre sería importante para él. Aquella forma tan sutil de expresarle sus sentimientos, tan propia de Dawson, conmovió a Amanda con una intensidad casi dolorosa. Más tarde, cuando él se tomó un respiro del trabajo y fue a la casa, para regresar unos momentos más tarde con dos vasos de té frío, hubo un instante en el que ella fue capaz de imaginar la vida tan diferente que habría podido vivir, la clase de vida que sabía que siempre había anhelado.