El hombre había desaparecido, si es que en realidad había estado en algún momento en el bosque. Dawson ya no estaba seguro. La incómoda sensación de sentirse observado había desaparecido, al igual que aquel miedo invasivo; lo único que le quedaba era una sensación de cansancio y calor, mezclada con la impresión de insensatez y frustración.
Tuck veía a Clara, y al parecer Dawson veía a un hombre con el cabello negro que llevaba una cazadora azul. ¡Una cazadora, ni más ni menos, con aquel calor de principios de verano! ¿Estaba Tuck tan desquiciado como él? Se quedó de pie, sin moverse, esperando a que su respiración recuperara el ritmo normal. Estaba seguro de que aquel individuo lo seguía, pero ¿quién era? ¿Y qué quería de él?
No lo sabía, pero cuanto más intentaba pensar en la visión que acababa de tener, más difusa le parecía. Era como sucede con un sueño apenas unos minutos después de despertar: poco a poco se va borrando de la mente, hasta que uno ya no está seguro de nada.
Sacudió la cabeza, contento de haber casi acabado con el Stingray. Quería regresar a la pensión para ducharse, tumbarse y reflexionar sobre ciertas cosas. El hombre del cabello negro, Amanda… Desde el accidente en la plataforma, su vida parecía haberse desequilibrado. Miró hacia el bosque y decidió que no tenía sentido regresar por el mismo camino. Era más fácil seguir la carretera; seguro que llegaba antes. Pisó el asfalto y empezó a andar, pero, en ese momento, se fijó en una vieja furgoneta aparcada un poco apartada de la carretera, detrás de unos arbustos.
Se preguntó qué hacía aquel vehículo allí. En esa zona del bosque no había nada, excepto la casa de Tuck. Las ruedas no estaban pinchadas. Supuso que debía de tratarse de una furgoneta averiada y que su propietario probablemente habría ido a buscar ayuda. Dawson se dirigió hacia el vehículo. La puerta estaba cerrada con llave. Colocó la mano sobre el capó y vio que aún estaba un poco caliente. Probablemente llevaba aparcada una o dos horas.
No tenía sentido que estuviera oculta detrás de unos matorrales. Si había que remolcarla, lo mejor habría sido dejarla aparcada junto a la carretera. Parecía como si el conductor no quisiera que nadie viera la furgoneta.
«¿Como si intentara ocultarla?»
De repente, las piezas empezaron a encajar en el rompecabezas. Recordó que aquella mañana había visto a Abee, apoyado en una furgoneta. No era la misma, pero eso no significaba nada. Con cautela, examinó la zona alrededor de la furgoneta y se detuvo cuando descubrió unas ramas rotas en el suelo.
El punto de partida.
Alguien había seguido ese camino hacia la casa de Tuck.
Cansado de esperar, Ted sacó una piedra del bolsillo, pero pensó que, si rompía una ventana y Dawson estaba ahí dentro, quizá decidiría atrincherarse y no salir. Pero un ruido era diferente. Cuando uno oía un ruido en el exterior, normalmente salía para averiguar qué pasaba. Probablemente Dawson pasaría por delante de la pila de leña, solo a unos pocos metros de distancia. Imposible fallar el tiro.
Satisfecho con la idea, sacó varias piedras más del bolsillo. Con cautela, echó un vistazo por encima de la pila de leña. No había nadie junto a las ventanas. Se incorporó rápidamente y lanzó una piedra con tanta fuerza como pudo. En el momento en que se agachaba, la piedra chocó contra la pared, provocando un fuerte ruido seco.
A su espalda, una bandada de estorninos alzó el vuelo desde los árboles con gran estrépito.
Dawson oyó un golpe sordo. Una nube de estorninos revoloteó por encima de su cabeza antes de volverse a calmar rápidamente. El ruido no parecía ser el de un arma de fuego; era algo distinto. Aminoró la marcha, avanzando con sigilo hacia la casa de Tuck.
Había alguien allí. Estaba seguro. Su primo, sin duda.
Ted estaba furioso. Se preguntaba dónde diantre se había metido Dawson. ¿Cómo podía ser que no hubiera oído el ruido? ¿Dónde estaba? ¿Por qué no salía?
Sacó otra piedra del bolsillo y la lanzó con todas sus fuerzas contra la pared.
Dawson se quedó helado al oír un segundo golpe, esta vez más potente. Procuró relajarse y se acercó al claro con sigilo, buscando el origen del ruido.
Ted, oculto detrás de una pila de leña. Armado.
Le daba la espalda a Dawson, y estaba vigilando la casa por encima de la pila de leña. ¿Acaso esperaba que saliera de la casa? ¿Haciendo ruido, intentando provocarlo para que saliera a averiguar qué pasaba?
De repente, Dawson deseó haber desenterrado la escopeta. O, por lo menos, disponer de un arma. Había un montón de herramientas en el taller, pero de ninguna manera conseguiría llegar hasta allí sin que Ted lo viera. Se debatió entre regresar a la carretera o no, pero probablemente Ted no se marcharía, a menos que tuviera un motivo. Por su postura tensa, podía adivinar que su primo se estaba impacientando, y eso era bueno. La impaciencia era el peor enemigo de un cazador.
Dawson se agazapó detrás de un árbol, pensando, esperando una oportunidad para hacerse con el control de la situación, sin recibir un tiro durante el proceso.
Pasaron cinco minutos, luego diez. Ted seguía impacientándose. Nada, absolutamente nada. Ningún movimiento en la parte delantera, ni siquiera en las malditas ventanas. Pero el coche alquilado seguía aparcado en la explanada —podía ver el adhesivo en el parachoques— y alguien había estado en el taller. Estaba claro, clarísimo, que no podía ser Tuck. Así que, si Dawson no estaba en la parte delantera ni en la parte trasera, tenía que estar dentro, por narices.
Pero ¿y si había salido?
Quizás estaba viendo la tele, escuchando música… o durmiendo, o duchándose, ¡o quién sabía qué! Por algún motivo, no había oído los golpes de las piedras.
Ted permaneció agazapado unos minutos más, cada vez más airado, hasta que al final decidió que no iba a quedarse más rato esperando. Alargó la cabeza para mirar por uno de los lados de la pila de leña y corrió en silencio hasta la casa; examinó la parte delantera y, al no ver nada, decidió avanzar de puntillas hasta el porche. Una vez allí, se pegó a la pared, entre la puerta y la ventana.
Aguzó el oído, para ver si detectaba algún sonido o algún movimiento en el interior, pero no tuvo suerte. Ningún ruido de pisadas sobre las tablas de madera, ni del televisor, ni de música. Cuando estuvo seguro de que Dawson no lo había visto, echó un vistazo a través del marco de la ventana. Colocó la mano en el pomo de la puerta y lo hizo girar lentamente.
No estaba cerrada con llave. Perfecto.
Ted preparó la pistola.
Dawson observó cómo Ted abría lentamente la puerta. Tan pronto como la cerró tras él, corrió hasta el taller. Tenía más o menos un minuto, tal vez menos. Agarró la llave de cruz oxidada que había sobre el banco de trabajo y corrió sigilosamente hasta la parte frontal de la casa, pensando que en esos momentos Ted se hallaría en la cocina o en la habitación. Rezó por no equivocarse.
Subió al porche y se pegó a la pared, justo en el mismo sitio donde su primo había estado unos momentos antes, aferrando con fuerza la llave de cruz y preparándose mentalmente. No tardó en oír cómo Ted avanzaba a grandes zancadas hacia la puerta principal, soltando imprecaciones a viva voz. Cuando abrió la puerta, se fijó en la cara de pánico de su primo en el instante en que vio a Dawson. Demasiado tarde.
Dawson le atizó con la llave de cruz y sintió la vibración en su brazo cuando le aplastó la nariz. Incluso cuando Ted se tambaleó bruscamente, chorreando sangre de un intenso color rojo, él no se amilanó. El hombre cayó de espaldas y Dawson le atizó con la llave de cruz en el brazo extendido que todavía sostenía el arma; la pistola se deslizó por el suelo, lejos de su dueño
.
Al oír el crujido de sus huesos rotos, Ted empezó a aullar de agonía.
Mientras se retorcía en el suelo, Dawson cogió el arma y apuntó a su primo.
—Te dije que nunca más volvieras por aquí.
Esas fueron las últimas palabras que Ted oyó antes de que se le quedaran los ojos en blanco. El intenso dolor le hizo perder el conocimiento.
Por más que odiara a su familia, no podía matar a Ted. Sin embargo, no sabía qué hacer con él. Pensó que podría llamar al
sheriff
, aunque sabía que cuando se marchara del pueblo, con o sin juicio, no regresaría jamás, así que a Ted no le harían nada. Dawson pasaría muchas horas testificando, dando su versión de los hechos, que, sin lugar a dudas, despertaría sospechas. Después de todo, él era un Cole y, además, tenía antecedentes penales. Al final decidió que no valía la pena complicarse la vida.
Pero tampoco podía dejar a Ted ahí tirado. Necesitaba que lo viera un médico. No obstante, si lo llevaba al hospital, seguramente llamarían al
sheriff
, y lo mismo sucedería si llamaba a una ambulancia.
Rebuscó en los bolsillos de su primo y encontró un teléfono móvil. Abrió la tapa y pulsó varias teclas hasta que apareció una lista de contactos en la que la mayoría de los nombres le eran familiares. Con eso le bastaría. Hurgó de nuevo en los bolsillos de Ted, en busca de las llaves de la furgoneta, luego corrió hasta el taller y cogió varias cuerdas elásticas y un rollo de alambre, que utilizó para atar a su primo. Luego, cuando el sol se ocultó por completo, se lo colgó al hombro.
Llevó a Ted hasta la furgoneta y lo echó en la banqueta trasera. Después se sentó en el asiento del conductor, puso el vehículo en marcha y condujo en dirección a las tierras donde se había criado. Para no llamar la atención, apagó los faros cuando se aproximó a los confines de la propiedad de los Cole, antes de detenerse junto al cartel de PROHIBIDO ENTRAR. Una vez allí, sacó a Ted del vehículo y lo colocó sentado, con la espalda apoyada en el poste.
Agarró el teléfono móvil y pulsó sobre uno de los contactos, el que estaba guardado bajo el nombre de Abee. El teléfono sonó cuatro veces antes de que contestara. Dawson podía oír una música estridente de fondo.
—¿Ted? —gritó Abee por encima del bullicio—. ¿Dónde diantre te has metido?
—No soy Ted, pero será mejor que vayas a buscarlo. Está malherido —contestó Dawson. Antes de que Abee pudiera replicar, le indicó dónde podía encontrar a Ted. Luego colgó y tiró el teléfono al suelo, entre las piernas de su primo.
Sin perder ni un segundo, se montó en la furgoneta y aceleró para alejarse de la propiedad. Después de arrojar el arma de Ted al río, pensó que lo más apropiado sería pasar por la pensión para recoger sus cosas. Luego pensaba cambiar de vehículo y dejar la furgoneta de Ted en el sitio donde la había encontrado, oculta detrás de los matorrales. Se proponía buscar un hotel fuera de Oriental, donde pudiera por fin ducharse y comer algo antes de irse a dormir.
Estaba cansado. Después de todo, había sido un día muy largo. Se alegraba de que se hubiera acabado.
A
bee Cole sentía como si alguien le estuviera marcando el estómago con un hierro candente, y la fiebre todavía no había bajado, por lo que pensó que quizá debería consultar el estado de su herida con el médico la próxima vez que entrara en la habitación para examinar a Ted. El problema era que, seguramente, decidirían ingresarlo, y de eso ni hablar. A lo mejor le harían preguntas que no estaba dispuesto a contestar.
Era tarde, casi medianoche, y por fin se había empezado a calmar el trajín en el hospital. Bajo la tenue luz, miró a su hermano y pensó que Dawson lo había dejado para el arrastre. Como la última vez. Cuando lo vio junto al poste, creyó que estaba muerto, con la cara ensangrentada y el brazo doblado hacia el lado. Sin duda, Ted se estaba volviendo descuidado. O bien eso, o bien Dawson lo había estado esperando, lo que le hizo pensar que quizá tenía planes para vengarse también del resto de la familia.
Abee sintió que el dolor se expandía como una llamarada por sus entrañas, y de nuevo volvieron las arcadas. Estar en aquel dichoso hospital tampoco lo ayudaba; aquello era un horno. La única razón por la que todavía seguía en la habitación era porque quería estar cerca cuando Ted despertara, para averiguar si Dawson planeaba algo. Sintió un escalofrío de paranoia, pero supuso que quizá no estaba razonando con claridad. Mejor que los antibióticos empezaran a surtir efecto, y pronto.
La noche había sido un infierno, y no solo por Ted. Unas horas antes, había decidido pasar a ver a Candy, pero, cuando llegó al Tidewater, la mitad de los tíos en el bar estaban agolpados alrededor de ella. Le bastó una sola mirada para saber que Candy tramaba algo. Llevaba un top en forma de sujetador que dejaba ver casi todo lo que tenía y unos
shorts
cortísimos que apenas le cubrían las nalgas. Cuando lo vio entrar, ella se puso nerviosa al instante, como si la hubiera pillado haciendo algo malo. Además, saltaba a la vista que no parecía contenta de verlo. Le habría gustado sacarla a rastras del bar, sin vacilar, pero decidió que no era una buena idea, con tanta gente alrededor. Ya «hablaría» con ella más tarde, para asegurarse de que eso no volviera a suceder. Pero de momento lo mejor era averiguar exactamente por qué ella se había comportado como si se sintiera culpable o, mejor dicho, por quién se sentía culpable.
Porque de eso se trataba, seguro; más claro que el agua. Se trataba de algún tío del bar y, aunque Abee todavía estaba mareado, con fiebre y con ardor de estómago, pensaba descubrir quién era el maldito pájaro.
Así que se sentó a esperar y, después de un rato, ya había identificado a un tipo que le daba mala espina. Un tío joven, con el pelo negro, que flirteaba con Candy con excesivo descaro para tratarse de una conversación normal y corriente entre un cliente y una camarera. Vio que ella le rozaba el brazo y le ofrecía una buena vista de su escote cuando le sirvió una cerveza, y él se inclinó más hacia delante para no perder detalle.
Pero en ese instante, empezó a sonar su teléfono. Dawson estaba al otro lado de la línea. Al minuto siguiente, conducía como un loco hacia el hospital, con Ted tumbado en la banqueta trasera del coche. Incluso mientras iba a gran velocidad hacia New Bern, no podía borrar de la mente la imagen de Candy con aquel payaso, desatándose el top en forma de sujetador y gimoteando como una gata en celo entre sus brazos.
En esos precisos instantes, ella debía de estar acabando ya su turno de trabajo, y la idea lo llenó de una rabia incontenible. Sabía exactamente quién la iba a acompañar hasta el coche, y Abee no podía hacer nada por evitarlo. Porque en esos momentos, tenía que averiguar qué era lo que Dawson se traía entre manos.