A tres kilómetros de Oriental —y de la curva que jamás olvidaría—, Dawson distinguió la vieja carretera sin asfaltar que conducía hasta las tierras de su familia, e instintivamente se puso a pensar en su padre. Cuando Dawson estaba en la prisión del condado, a la espera de ser juzgado, apareció un carcelero y le dijo que tenía visita. Al cabo de un minuto, su padre se hallaba delante de él, masticando un palillo.
—Huir, salir con una chica rica, hacer planes… ¿Para qué? ¿Para acabar en la cárcel? Pensabas que eras mejor que yo, ¿eh? Pues no. Tú y yo somos iguales.
Dawson vio el brillo malicioso en la expresión de su padre. No dijo nada; solo sentía un odio visceral hacia su progenitor, mientras lo desafiaba con ojos feroces desde un rincón de su celda. Había jurado que, pasase lo que pasase, nunca más le volvería a dirigir la palabra.
No hubo juicio. El defensor público lo declaró culpable, y el fiscal pidió la pena máxima. En el correccional Caledonia de Halifax, en Carolina del Norte, Dawson trabajó en la colonia penal, sudando bajo el sol abrasador de los días más calurosos de verano mientras plantaba maíz, trigo, algodón y soja, y congelándose con los gélidos vientos polares mientras se deslomaba labrando la tierra en lo más crudo del invierno. Aunque se carteaba con Tuck, en cuatro años no recibió ni una sola visita.
Cuando le concedieron la libertad condicional, regresó a Oriental. Allí trabajó para Tuck. Las pocas veces que se acercaba al pueblo, escuchaba siempre los insidiosos cuchicheos de la gente. Sabía que era un paria, uno más del clan Cole, que no solo había matado al yerno de los Bennett, sino al único médico del pueblo. El peso de la culpa era insoportable. Durante aquella época, solía pasar por la floristería de New Bern y luego ir al cementerio donde estaba enterrado el doctor Bonner, siempre a primera hora de la mañana o a última de la noche, cuando apenas había gente, a depositar las flores en su tumba. A veces se quedaba una hora o más, pensando en la esposa y en los hijos que el doctor Bonner había dejado. Por lo demás, Dawson se pasó prácticamente aquel año casi siempre oculto, procurando mantenerse alejado del mundo.
Sin embargo, su familia no se había olvidado de él. Cuando su padre apareció un día en el taller para recaudar de nuevo el sueldo de Dawson, lo hizo acompañado de Ted.
Su padre iba armado con una escopeta. Ted llevaba un bate de béisbol. Pero presentarse sin Abee fue un error. Dawson les dijo que se largaran. Ted reaccionó rápidamente aunque no con la suficiente celeridad: cuatro años de trabajos forzados bajo el sol abrasador habían curtido a Dawson, que estaba listo para desafiarlos. Le rompió la nariz y la mandíbula con una palanca, y desarmó a su padre antes de partirle las costillas. Mientras los dos yacían tumbados en el suelo, Dawson los apuntó con la escopeta, advirtiéndoles que no volvieran a pisar nunca más el taller. Ted juró y perjuró entre gemidos que lo mataría; el padre de Dawson, en cambio, se limitó a mirarlo con gesto amenazador.
Después de aquel episodio, Dawson dormía con la escopeta a su lado y casi nunca salía del taller. Sabía que habrían podido ir a por él en cualquier momento, pero el destino es impredecible: al cabo de pocos días, Crazy Ted apuñaló a un tipo en un bar y acabó en prisión. Y aunque no sabía por qué, su padre nunca más pasó a verlo. Dawson ni se planteó los motivos; en vez de eso, contaba los días que le quedaban para marcharse de Oriental. Cuando cumplió su libertad condicional, envolvió la escopeta en un hule y la guardó en una caja de madera que luego enterró a los pies de un roble situado muy cerca de la casa de Tuck. A continuación, metió sus escasas pertenencias en el coche, se despidió de Tuck y tomó la autopista hasta Charlotte. Allí encontró un trabajo como mecánico. Por las noches asistía a un curso de soldadura en el instituto local. Después, se marchó a Luisiana y encontró empleo en una refinería hasta que, finalmente, terminó trabajando en las plataformas petrolíferas.
Desde su salida de la cárcel, había intentado pasar desapercibido, y casi siempre estaba solo. Nunca iba a visitar a amigos porque no tenía ninguno. No había salido con nadie desde Amanda, porque, incluso después de tantos años, solo seguía pensando en ella. Confraternizar con alguien, fuera quien fuese, significaba tener que hablarle de su pasado, y no le gustaba la idea. Era un expresidiario que pertenecía a una familia de criminales y delincuentes, y había matado a un hombre bueno. A pesar de haber cumplido su condena y de haber intentado enmendar su vida, sabía que jamás se perdonaría a sí mismo por lo que había hecho.
Se estaba acercando. Dawson se aproximaba al lugar donde el doctor Bonner había perdido la vida. Vio que los árboles que había cerca de la curva habían sido reemplazados por un edificio bajo y tosco con una espaciosa zona de aparcamiento sin asfaltar en la parte delantera. Dawson mantuvo la vista fija en la carretera, procurando no mirar hacia aquel funesto lugar.
Al cabo de un minuto, llegó a Oriental. Atravesó el pueblo y cruzó el puente bajo el que el río Greens confluía con el río Smith. De niño, cuando intentaba evitar a su familia, a menudo se sentaba cerca del puente y observaba los veleros e imaginaba todos los puertos tan lejanos en los que debían de haber estado, los lugares que él deseaba visitar.
Aminoró la marcha, completamente embelesado con aquel paisaje, como cuando era niño. El puerto deportivo estaba muy concurrido; en los barcos se adivinaba mucho ajetreo, con personas que trajinaban neveras portátiles o desataban los cabos que mantenían las embarcaciones unidas a tierra firme. Dawson alzó la vista hacia los árboles. Por el leve balanceo de las ramas supo que había bastante viento como para navegar con las velas extendidas, incluso si la intención era recorrer la línea de la costa.
Por el espejo retrovisor, avistó la pensión donde había reservado una habitación, pero todavía no se sentía listo para instalarse. En vez de eso, detuvo el vehículo junto al puente y se apeó, aliviado de poder estirar un poco las piernas. De repente se preguntó si ya habrían llegado las flores que había encargado, y se dijo que pronto lo sabría. Se volvió hacia el río Neuse y recordó que, en su desembocadura en la bahía de Pamlico, era el río más ancho de Estados Unidos, algo que muy poca gente sabía. Había ganado bastantes apuestas con esa pregunta tan trivial, en especial en las plataformas petrolíferas, donde prácticamente todo el mundo creía que era el Misisipi. Incluso en Carolina del Norte la gente no lo sabía; fue Amanda quien se lo dijo.
Como siempre, se preguntó por ella: qué sería de su vida, dónde residiría, a qué se dedicaría… Estaba completamente seguro de que estaba casada, y a lo largo de los años había intentado imaginar qué clase de hombre habría elegido. A pesar de que creía conocerla bien, no podía imaginarla riendo o durmiendo con otra persona, aunque tampoco importaba lo que él pudiera pensar. Uno solo podía huir del pasado si accedía a un presente mejor, y seguramente eso era lo que había hecho Amanda. Al parecer, todos excepto él eran capaces de rehacer sus vidas; si bien era cierto que todo el mundo cometía errores y tenía algo de que arrepentirse, el error de Dawson era diferente. Cargaría con él toda la vida. Volvió a pensar en el doctor Bonner y en la familia que había destruido.
Con la vista fija en el agua, de repente se arrepintió de su decisión de haber regresado a Oriental. Sabía que Marilyn Bonner todavía vivía en el pueblo, pero no quería verla, ni siquiera fortuitamente. Y a pesar de que era probable que su familia no tardara en enterarse de su llegada, tampoco deseaba verlos.
Allí no había nada para él. Aunque podía comprender por qué Tuck había solicitado a su abogado que lo avisara, no podía comprender el deseo expreso de querer que Dawson regresara a Oriental. Desde que recibió el mensaje, no había dejado de darle vueltas a eso, pero no le encontraba el sentido. Tuck jamás le había pedido que fuera a verlo; más que nadie, sabía lo que Dawson había dejado atrás. Él tampoco había ido nunca a Luisiana a visitarlo. Aunque Dawson le escribía con regularidad, muy pocas veces recibía respuesta. Quería creer que Tuck tenía sus razones, fuesen cuales fuesen, pero en esos momentos no alcanzaba a comprenderlas.
Estaba a punto de regresar al coche cuando detectó una vez más aquel movimiento furtivo tan familiar. Se dio la vuelta, intentando sin éxito hallar el origen de aquella impresión. Por primera vez desde que había sido rescatado del agua, se le erizó el vello en la nuca. De repente supo que había algo, por más que su mente no consiguiera identificarlo. Los últimos rayos del sol resplandecían sobre la superficie del agua, y tuvo que entrecerrar los ojos para enfocar la visión. Se colocó una mano en la frente para resguardarse del brillo del sol y escrutó el puerto deportivo, fijándose en todos los detalles. Vio a un señor mayor y a su esposa, que remolcaban una barca hasta las gradas; más abajo, hacia el embarcadero, un hombre sin camisa echaba un vistazo al compartimento del motor de su lancha. Observó con atención a otras personas: una pareja de mediana edad que trasteaba en la cubierta de un velero, un grupo de jóvenes que descargaban una nevera portátil después de haber pasado el día navegando. En la punta más alejada del puerto, zarpaba otro velero, seguramente con la intención de capturar la brisa del atardecer. No vio nada inusual. Estaba a punto de darse la vuelta cuando se fijó en un hombre con el pelo oscuro que llevaba una cazadora azul y que miraba en su dirección. El individuo se hallaba de pie en el embarcadero y, al igual que Dawson, tenía la mano emplazada en la frente para resguardarse del sol. Cuando Dawson bajó la mano despacio, el hombre imitó su gesto. Dawson retrocedió un paso atropelladamente. El desconocido lo imitó. Dawson notó una fuerte opresión en el pecho al tiempo que el corazón le empezaba a latir desbocadamente.
«Esto no puede ser real. No es posible que esté pasando.»
Con el mortecino sol a la espalda, le costaba discernir los rasgos del desconocido, pero, a pesar de la tenue luz, tuvo la certeza de que se trataba del mismo hombre que había visto por primera vez en el océano y luego otra vez en el buque de abastecimiento. Parpadeó varias veces seguidas, intentando enfocar mejor su objetivo. Sin embargo, cuando finalmente se le aclaró la visión, lo único que vio fue la silueta de un poste en el embarcadero, con unas cuerdas desgastadas que colgaban de la parte superior.
Aquella visión lo dejó desconcertado. Sintió la necesidad de ir directamente a la casa de Tuck. Muchos años antes, había constituido su refugio, y quiso volver a experimentar la sensación de paz que había encontrado allí. No le apetecía en absoluto entablar una conversación trivial con la propietaria de la pensión; quería estar solo para poder reflexionar acerca de la visión del hombre con el pelo oscuro. O bien la conmoción había sido peor de lo que los médicos habían pronosticado, o bien los facultativos tenían razón en cuanto al estrés. Mientras se montaba de nuevo en el coche, decidió que, de vuelta a casa, iría de nuevo a ver al médico en Luisiana, aunque tenía la impresión de que le diría ni más ni menos lo mismo que la última vez.
Apartó de su mente aquellos pensamientos incómodos y bajó la ventanilla para aspirar el intenso aroma a pino y a agua salada. La carretera zigzagueaba sorteando los árboles; a los pocos minutos, tomó la senda que conducía hasta la casa de Tuck.
El vehículo botaba sobre el suelo abultado con gruesas raíces y, después de tomar una última curva, divisó la casa. Se sorprendió al ver que había un BMW aparcado. Sabía que no era de Tuck; aparte de estar demasiado limpio, Tuck jamás habría conducido un coche que no fuera americano, y no porque no se fiara de su calidad, sino porque no habría tenido las herramientas necesarias para repararlo. Además, Tuck siempre había sentido predilección por las camionetas, sobre todo por las fabricadas a principios de 1960. A lo largo de toda su vida, probablemente había comprado y restaurado media docena de ellas; luego las conducía durante un tiempo antes de venderlas a cualquiera que le hiciera una oferta. Tuck no lo hacía para ganar dinero, sino por el mero placer de restaurarlas.
Dawson aparcó al lado del BMW y se apeó del coche, sorprendido de lo poco que había cambiado la casa. En realidad, nunca había sido más que una vieja chabola, con aquella fachada destartalada, como si estuviera a medio acabar o pendiente de una seria reparación. Una vez, Amanda le compró a Tuck un plantador de bulbos para darle más vida y alegría al lugar, y la herramienta todavía seguía apoyada en un rincón del porche, aunque ya hacía mucho tiempo que se habían marchitado las flores. Dawson recordó el entusiasmo de Amanda el día que le hizo el regalo, a pesar de que Tuck no supiera realmente qué era aquel artilugio.
Dawson examinó el entorno. Una ardilla se encaramó a un cornejo y recorrió una de sus ramas dando saltitos; también vio un cardenal que trinaba desde un árbol, pero aparte de eso, el lugar parecía desierto. Enfiló hacia uno de los flancos de la casa, en dirección al taller. En aquel lado, la temperatura era más fresca por la sombra que le conferían unos cuantos pinos. Después de torcer la esquina y volver a salir al sol, avistó a una mujer en el umbral de la puerta del taller; estaba examinando un vehículo clásico que debía de haber restaurado Tuck. En un primer momento, la tomó por una empleada del despacho del abogado. Estaba a punto de saludarla en voz alta para llamar su atención cuando la mujer se dio la vuelta. El saludo que iba a pronunciar se quedó atorado en su garganta.
A pesar de la distancia que los separaba, vio que estaba más guapa de como la recordaba. Por lo que pareció un interminable momento, Dawson no pudo decir nada. Se le ocurrió que quizá volvía a sufrir alucinaciones; parpadeó varias veces seguidas, pero se dio cuenta de que no estaba soñando. Ella era real y estaba allí, en aquel lugar que una vez había constituido un refugio para ambos.
Fue entonces, mientras Amanda lo miraba fijamente a través de los años, cuando Dawson comprendió por qué Tuck Hostetler había insistido tanto en que regresara.
N
inguno de los dos parecía ser capaz de moverse ni de hablar, a medida que intentaban dejar atrás la sorpresa inicial. Lo primero que pensó Dawson fue que Amanda era mucho más vívida en persona que en los recuerdos que tenía de ella. Su pelo rubio apresaba la mortecina luz del atardecer como oro bruñido, y sus ojos azules eran eléctricos incluso a distancia. Pero mientras la miraba, poco a poco detectó unas diferencias sutiles. Su cara había perdido la dulzura de su juventud. Los ángulos en los pómulos eran más visibles y sus ojos parecían más hundidos, enmarcados por unos ligeros trazos de arrugas en las comisuras. Dawson también pensó que los años la habían tratado bien: desde la última vez que la había visto, Amanda se había convertido en una hermosa mujer madura.