Ted recuperó y volvió a perder la conciencia varias veces durante la noche. La medicación y la conmoción lo mantenían aturdido, incluso cuando estaba despierto, pero, al día siguiente, a media mañana, lo único que sentía era una rabia incontenible. Hacia Abee, porque no paraba de preguntarle si Dawson planeaba también ir a por él; hacia Nikki, porque no dejaba de lloriquear y sorberse la nariz, y por los cuchicheos que podía oír de sus familiares en el pasillo, como si se estuvieran preguntando si todavía debían tenerle miedo. Sobre todo, sin embargo, su rabia iba dirigida hacia Dawson y, allí tumbado en la cama, Ted todavía intentaba comprender qué había pasado. Lo último que recordaba era a Dawson de pie, delante de él. Le costó mucho entender lo que Abee y Nikki le contaban. Al final, los médicos tuvieron que atarlo a la cama y le advirtieron que llamarían a la policía si no se calmaba.
Desde aquel aviso, Ted se había comportado de una forma más pacífica, porque sabía que era la única forma de salir de allí. Abee estaba sentado en la silla, y Nikki se hallaba en la cama, a su lado, sin parar de preocuparse por él. Ted dominó la necesidad de darle un bofetón; estaba atado a la cama, así que tampoco habría podido hacerlo, aunque lo hubiera intentado. En vez de eso, se dedicó a inspeccionar de nuevo las correas que lo mantenían inmovilizado, sin dejar de pensar en Dawson. Se lo iba a cargar, de eso no le quedaba la menor duda, y le importaba un pimiento la recomendación de ese maldito médico de permanecer otra noche en observación, o su aviso de que tenía que guardar reposo, porque moverse podría poner en peligro su vida. Pero Dawson podía largarse del pueblo de un momento a otro.
Cuando oyó que Nikki empezaba a hipar y a sollozar de nuevo, apretó los dientes y ladró:
—¡Lárgate! ¡Quiero hablar con Abee!
Nikki se secó la cara y abandonó la habitación sin decir nada. Cuando hubo cerrado la puerta, Ted se volvió hacia su hermano. Al mirarlo, pensó que estaba jodido, con la cara toda roja y sudorosa. La infección. Abee era quien necesitaba estar en el hospital, y no él.
—Sácame de aquí.
Abee parpadeó varias veces seguidas y luego se inclinó hacia su hermano.
—¿Piensas cargártelo?
—No hemos terminado.
Abee señaló hacia la escayola.
—¿Y cómo piensas liquidarlo, con un brazo roto? Si no lo conseguiste ayer, con los dos brazos…
—Porque tú me ayudarás. Primero pasaremos por casa, a recoger otra Glock, y luego tú y yo nos encargaremos de ese malnacido.
Abee se arrellanó en la silla.
—¿Y por qué crees que voy a hacerlo?
Ted le sostuvo la mirada, pensando las preguntas que su hermano le había hecho antes. Saltaba a la vista que estaba acojonado.
—Porque lo último que recuerdo antes de perder el conocimiento es que Dawson me dijo que tú serías el próximo.
D
awson corrió por la arena compacta cerca de la orilla, persiguiendo a los charranes sin mucho entusiasmo mientras se lanzaban en picado contra las olas. A pesar de que aún era temprano, la playa estaba concurrida por personas que habían salido a correr o a pasear a sus perros, y con niños que ya estaban construyendo castillos en la arena. Más allá de las dunas, la gente ocupaba los porches de sus casas, con los pies apoyados en las barandillas y bebiendo café, disfrutando de la mañana.
Había tenido mucha suerte de poder conseguir una habitación. En aquella época del año, los hoteles en la playa solían estar llenos, y tuvo que realizar varias llamadas hasta dar con uno que disponía de una habitación libre por una cancelación. Sus opciones eran o bien encontrar un hotel por allí cerca, o bien en New Bern. Y dado que el hospital estaba en New Bern, Dawson decidió que era mejor mantenerse lo más alejado posible y permanecer escondido, porque sospechaba que Ted no se daría por vencido.
A pesar de sus esfuerzos, no podía dejar de pensar en el hombre del cabello negro. Si no hubiera ido tras él, nunca habría sabido que Ted estaba oculto, a la espera de atacar. La imagen (el fantasma) lo había avisado y Dawson lo había seguido, tal como había sucedido en el océano después de la explosión en la plataforma.
No dejaba de darle vueltas a los dos incidentes, como un tiovivo incapaz de detenerse. Que le hubiera salvado la vida una vez podría haber sido una alucinación, pero ¿dos? Por primera vez, empezó a preguntarse si las apariciones del hombre del cabello negro no tendrían un propósito superior, como si lo estuviera salvando por una razón, aunque él no supiera de qué se trataba.
Incrementó el ritmo de la marcha, intentando escapar a sus pensamientos, y sus latidos también se aceleraron. Se quitó la camiseta sin aminorar el paso y la utilizó a modo de toalla para secarse el sudor de la cara. Fijó la vista en el embarcadero, a lo lejos, y decidió realizar un
sprint
hasta allí. Al cabo de tan solo unos minutos, notó que los músculos en las piernas le quemaban. Continuó forzando la máquina, intentando concentrarse en llevar el cuerpo al límite, pero sus ojos no paraban de mirar de un lado al otro, buscando inconscientemente al hombre del cabello negro.
Cuando llegó al embarcadero, en vez de aminorar la marcha, mantuvo el ritmo hasta regresar al hotel. Por primera vez desde hacía diez años, al acabar la carrera se sentía peor que cuando había empezado. Se inclinó hacia delante e intentó recuperar el aliento. Desde que había llegado al pueblo algo en su interior había cambiado. Todo a su alrededor se le antojaba indefiniblemente diferente. Y no por el hombre del cabello negro, ni por Ted, ni porque Tuck hubiera muerto. Todo le parecía diferente por Amanda.
Ella ya no era solo un recuerdo del pasado. De repente, se había convertido en una persona innegablemente real, alguien de carne y hueso llegado de un pasado que nunca lo había abandonado. En más de una ocasión, una joven versión de Amanda lo había visitado en sueños, y se preguntó si estos cambiarían en el futuro. ¿Quién sería ella? No estaba seguro. La única certeza que tenía era que junto a Amanda se sentía completo, de una forma que pocas personas tenían la suerte de experimentar.
La playa había alcanzado su hora más tranquila; los más madrugadores regresaban ya a sus coches y los bañistas todavía no habían extendido las toallas en la arena. Las olas lamían la orilla con un ritmo pausado y un sonido hipnótico. Fijó la vista en el agua, al tiempo que los pensamientos sobre su futuro le inquietaban. No importaba lo que sintiera por ella; debía aceptar que Amanda tenía esposo e hijos. Ya le había costado mucho acabar la relación con ella una vez; la idea de volver a perderla se le hacía insoportable. La brisa arreció, como susurrándole que sus horas con ella estaban contadas. Dawson enfiló hacia el vestíbulo del hotel, exhausto y deseando con toda su alma que las cosas pudieran ser diferentes.
Cuanto más café bebía Amanda, más capaz de aguantar a su madre se sentía. Se hallaban en el porche trasero, con vistas al jardín. Su madre estaba sentada en una postura perfecta en una butaca de mimbre de color blanco, vestida como si esperara la visita del mismísimo gobernador, analizando todo lo que había sucedido la noche anterior. Parecía encantada con la posibilidad de detectar innumerables conspiraciones y juicios ocultos en los tonos y palabras que habían usado sus amigas durante la cena y las posteriores partidas de
bridge
.
Gracias a estas últimas, que se habían alargado y alargado, el encuentro que Amanda había esperado que durara una hora, máximo dos, se prolongó hasta las diez y media. Incluso a esa hora, se dio cuenta de que ninguna de las congregadas mostraba intención de irse a casa. Amanda empezó a bostezar. Lo cierto era que ni tan solo podía recordar de qué estaba hablando su madre en esos momentos. Estaba segura de que las charlas habían seguido la misma tónica de siempre, las típicas conversaciones de los pueblos pequeños. Se hablaba de vecinos y de nietos, de quién estaba con los estudios más avanzados de la Biblia, de cómo colgar correctamente un juego de cortinas o de la subida del precio de las costillas supremas, todo sazonado con una dosis de chismes inofensivos. Temas triviales, en otras palabras. Sin embargo, solo su madre era capaz de elevar la importancia de esa clase de conversación hasta convertirlo en una cuestión nacional, por más desencaminada que estuviera. Su madre podía sacar defectos o tragedias de la chistera, con suma facilidad. Amanda se alegraba de que no hubiera empezado con la letanía de quejas hasta que hubo apurado su primera taza de café.
La razón por la que le costaba tanto concentrarse era que no podía dejar de pensar en Dawson. Había intentado convencerse a sí misma de que todo estaba bajo control, pero, entonces, ¿por qué seguía imaginando su cabello recio sobre el cuello de la camisa, o su atractiva figura con aquellos pantalones vaqueros? ¿Por qué seguía pensando en lo natural que le había parecido el abrazo que se habían dado cuando se habían reencontrado? Llevaba suficiente tiempo casada como para saber que esos detalles eran menos relevantes que la verdadera amistad y la confianza, forjados por intereses comunes; unos pocos días juntos después de más de veinte años sin verse no bastaban para establecer de nuevo esa clase de vínculos. Se necesitaba mucho tiempo para llegar a considerar a alguien como un viejo amigo, y para consolidar la confianza. A veces pensaba que las mujeres mostraban una tendencia a ver lo que querían ver en un hombre, por lo menos al principio, y se preguntó si no estaría cometiendo el mismo error. Entre tanto, mientras cavilaba sobre aquellas preguntas incontestables, su madre era incapaz de callar: hablaba y hablaba sin parar…
—¿Me estás escuchando? —Su madre interrumpió sus pensamientos.
Amanda bajó la taza.
—Claro que te estoy escuchando.
—Estaba diciendo que tendrías que practicar más tu habilidad a la hora de apostar.
—Hacía mucho tiempo que no jugaba, mamá.
—Por eso te he dicho que te unas a un club o que formes uno —insistió—. ¿O es que tampoco has oído esa parte?
—Lo siento, pero tengo otras cosas en la cabeza.
—Ya, la dichosa ceremonia, ¿no?
Amanda no hizo caso de la provocación: no se sentía de humor para discutir con su madre, aunque sabía que eso era precisamente lo que ella buscaba. No había parado de provocarla desde que se había despertado, recurriendo a imaginarias escaramuzas de la noche pasada.
—Ya te dije que Tuck quería que esparciéramos sus cenizas —explicó, manteniendo un tono conciliador—. Su esposa, Clara, también fue incinerada. Quizás él pensaba que sería la forma de unirse a ella de nuevo.
Su madre no parecía haberla oído.
—¿Y cómo hay que ir vestido para tal ocasión? Me parece tan… engorroso.
Amanda se volvió hacia el río.
—No lo sé, mamá; todavía no lo he decidido.
La expresión de la cara de su madre era tan rígida y artificial como la de un maniquí.
—¿Y los niños? ¿Cómo están?
—Esta mañana no he tenido ocasión de hablar con Jared ni con Lynn. Pero supongo que estarán en plena forma.
—¿Y Frank?
Amanda tomó un sorbo de café, para ganar tiempo. No deseaba hablar de su marido. No después de la disputa que habían tenido la última noche, la misma que se había convertido en una rutina para ellos, la misma que, seguramente, a esas horas, él ya habría olvidado. Los matrimonios, tanto los que funcionaban como los que no, se definían por la repetición.
—Está bien.
Su madre asintió, a la espera de más detalles, pero Amanda no añadió nada.
En el silencio reinante, la mujer alisó la servilleta sobre la falda antes de continuar.
—Así que ¿cómo funciona esto? ¿Solo hay que arrojar las cenizas en el lugar donde él quería y ya está?
—Eso creo.
—¿Se necesita un permiso especial para hacer algo así? No me gustaría que la gente fuera por ahí arrojando cenizas por donde le viniera en gana.
—El abogado no dijo nada, por lo tanto, supongo que ya estará todo arreglado. Para mí representa un honor que Tuck quisiera que yo formara parte de la ceremonia que había planeado.
Su madre se inclinó un poco hacia delante y sonrió con malicia.
—Oh, sí, claro, porque erais amigos.
Amanda se volvió hacia ella repentinamente. Estaba harta, de su madre, de Frank, de todas las decepciones que habían conformado su vida.
—Sí, mamá, porque éramos amigos. Me gustaba su compañía. Tuck era una de las personas más nobles que jamás he conocido.
Por primera vez, su madre pareció incómoda.
—¿Y dónde se llevará a cabo la ceremonia?
—¿Por qué muestras tanto interés? Es evidente que no apruebas el ritual.
—Solo era para darte conversación. —Su madre adoptó un porte airado—. No hay motivos para que te muestres tan desagradable.
—Quizá me muestro tan desagradable porque me siento molesta. O quizá sea porque aún esté esperando unas palabras de consuelo por tu parte. Ni tan solo un: «Lo lamento. Sé que significaba mucho para ti», que es lo que la gente suele decir en tales circunstancias.
—Quizá te lo habría dicho si supiera cuál era tu relación con él, ¿no te parece? Pero me has estado mintiendo desde el primer día.
—¿Y no te has parado a pensar que tal vez seas tú la razón por la que me he visto obligada a mentir?
El rostro de su madre se alteró desagradablemente.
—No seas ridícula. Yo no he puesto las palabras en tu boca. Tú has sido la que ha decidido pasar unos días aquí, en esta casa, aprovechando que yo estaba de viaje. Tú has tomado las decisiones, no yo, y todas las decisiones tienen sus consecuencias. Has de aprender a asumir la responsabilidad de las elecciones que tomas.
—¿Crees que no lo sé? —Amanda podía notar que se acrecentaba la rabia en su interior.
—Creo que a veces puedes ser un poco egocéntrica —soltó su madre.
—¿Yo? —Amanda pestañeó—. ¿Tú me acusas a mí de ser egocéntrica?
—Por supuesto. Todos lo somos, hasta cierto punto. Lo único que digo es que a veces tú te excedes.
Amanda clavó la vista en la mesa, tan atónita que no podía ni replicar. Que su madre, entre todas las personas del mundo —¡su madre!—, la acusara de ser egocéntrica acabó de indignarla. En el mundo de su madre, el resto de los mortales no eran más que un reflejo de sí misma. Amanda eligió las palabras con sumo cuidado:
—No creo que sea una buena idea que continuemos hablando de este tema.