—Pues en mi opinión sí —contraatacó su madre.
—¿Porque no te he contado nada de Tuck?
—No. Porque creo que tiene que ver con los problemas que arrastras con Frank.
La observación le provocó a Amanda una punzada de dolor en el pecho. Necesitó aunar todas sus fuerzas para mantener el tono y la expresión serena.
—¿Y por qué crees que Frank y yo tenemos problemas?
Su madre mantuvo el tono neutro, aunque su voz transmitía una pizca de afección.
—Te conozco mejor de lo que crees, y el hecho de que no lo hayas negado demuestra que tengo razón. No estoy molesta porque no quieras hablar conmigo sobre lo que pasa en vuestro matrimonio; eso es una cuestión que os atañe exclusivamente a Frank y a ti, y no hay nada que yo pueda decir ni hacer para ayudaros. Ambas lo sabemos. El matrimonio es una asociación, no una democracia, lo que me lleva a preguntarme, por supuesto, qué es lo que compartiste con Tuck durante todos estos años. Supongo que no se trataba únicamente de ir a verlo, sino que tenías la necesidad de compartir algo con él.
Su madre dejó el comentario colgado en el aire y enarcó una ceja inquisitiva. En el silencio, Amanda intentó tragarse su asombro. Su madre volvió a alisar la servilleta sobre la falda.
—Bueno, supongo que cenaremos juntas, ¿no? ¿Qué prefieres, cenar en casa o que vayamos a un restaurante?
—Así que… ¿ya está? —explotó Amanda—. ¿Lanzas tus suposiciones y acusaciones, y luego cierras el tema?
La mujer entrelazó las manos sobre el regazo.
—Yo no he cerrado el tema. Eres tú la que se niega a hablar. Pero si estuviera en tu lugar, pensaría bien lo que quiero, porque, cuando regreses a tu casa, tendrás que tomar algunas decisiones acerca de tu matrimonio. Es posible que, a fin de cuentas, vuestra relación se salve, o quizá fracase, y el desenlace depende en buena parte de ti.
Sus palabras encerraban una verdad brutal. Después de todo, no se trataba solo de ella y de Frank; también estaban sus hijos. De repente, se sintió exhausta. Depositó la taza de café en el platito al tiempo que notaba que la abandonaba la intensa rabia que la había dominado apenas unos minutos antes, reemplazada por una simple sensación de derrota.
—¿Recuerdas la familia de nutrias que solía jugar cerca de nuestro embarcadero? ¿Cuando yo era niña? —preguntó finalmente. Sin esperar la respuesta, prosiguió—: Papá siempre me llamaba cuando aparecían y me llevaba a verlas. Nos sentábamos en la hierba y observábamos cómo chapoteaban y se perseguían las unas a las otras. Recuerdo que pensaba que eran los animales más felices del mundo.
—Lo siento, pero no entiendo adónde quieres ir a parar con esta…
—Volví a ver una familia de nutrias —la interrumpió Amanda—. El año pasado. Cuando fuimos de vacaciones a la playa, visitamos el acuario en Pine Knoll Shores. Tenía muchísimas ganas de ver la nueva sala que habían abierto. Probablemente, le hablé a Annette una docena de veces sobre las nutrias que había detrás de nuestra casa, y ella también se moría de ganas de verlas, pero, cuando finalmente estuvimos allí, no fue lo mismo que cuando yo era pequeña. Vimos las nutrias, sí, pero estaban durmiendo en un rincón. Aunque nos pasamos bastantes horas en el acuario, no se movieron en ningún momento. Cuando salimos, Annette me preguntó por qué no estaban jugando. No supe qué contestarle. Pero después me sentí… triste, porque comprendí por qué no jugaban esas nutrias.
Hizo una pausa y deslizó el dedo por el borde de la taza de café antes de mirar a su madre a los ojos.
—No eran felices. Las nutrias sabían que no vivían en un río de verdad. Probablemente no entendían por qué había sucedido tal cosa, pero parecían comprender que estaban en una jaula de la que no podían salir. No era la clase de vida que habían esperado, ni siquiera la que querían, pero no había nada que pudieran hacer para cambiar las circunstancias.
Por primera vez desde que se había sentado a la mesa, su madre no pareció segura sobre qué decir. Amanda apartó la taza de café antes de levantarse de la mesa. Mientras se alejaba, oyó a su madre carraspear y se volvió hacia ella.
—Supongo que me has contado esa historia por algún motivo, ¿no? —preguntó su madre.
Ella le dedicó una sonrisa cansada.
—Sí —contestó con una voz suave—. Así es.
D
awson bajó la capota del Stingray y se apoyó en el maletero, a la espera de Amanda. Había una sensación pesada y sofocante en el aire, como si se presagiara una tormenta, seguramente para la tarde. Se preguntó si Tuck tendría un paraguas guardado en algún rincón de la casa. Lo dudaba. Le costaba tanto imaginarlo con un paraguas como vestido con un traje, pero ¿quién sabía? Por lo visto, era una caja de sorpresas.
Una sombra se desplazó cerca del suelo. Dawson alzó los ojos y vio un águila pescadora, que volaba en círculos lentos y tranquilos. Por fin apareció el coche de Amanda en la carretera. La gravilla crujió bajo las ruedas del vehículo cuando se detuvo en una zona a la sombra, junto al suyo.
Ella salió del coche, sorprendida por los pantalones negros y la camisa blanca y fresca que lucía Dawson. Le quedaba perfecta. Con la americana colgada de forma desenfadada del hombro, estaba realmente apuesto, lo que solo consiguió que las palabras pronunciadas por su madre parecieran incluso más proféticas. Resopló con fatiga, preguntándose qué iba a hacer.
—¿Llego tarde? —preguntó al tiempo que enfilaba hacia él.
Dawson la observó a medida que se acercaba. Incluso a poca distancia, los rayos de la mañana iluminaban las profundidades celestes de sus ojos, como las aguas puras de un lago bañadas por el sol. Amanda llevaba un traje pantalón de color negro, con una blusa de seda sin mangas y un medallón de plata en el cuello.
—No —contestó él—. He venido antes porque quería asegurarme de que el coche estuviera listo.
—¿Y?
—El mecánico que lo ha arreglado ha hecho un buen trabajo.
Ella sonrió y, al llegar a su lado, lo besó en la mejilla, casi instintivamente. Dawson no pareció estar seguro de cómo interpretar aquella muestra de afecto; su confusión reflejaba la suya. Amanda oyó de nuevo el eco de las palabras de su madre. Con la cabeza, señaló hacia el coche, intentando escapar de aquella sensación incómoda.
—¿Has bajado la capota? —preguntó.
—Pensé que podríamos ir a Vandemere con él.
—No es nuestro coche.
—Lo sé, pero necesita que lo conduzcan. De ese modo, sabré si va correctamente. Créeme, el propietario querrá estar seguro de que todo funciona a la perfección antes de salir a dar una vuelta por ahí.
—¿Y si se avería?
—No se averiará.
—¿Estás seguro?
—Seguro.
En los labios de Amanda se perfiló una sonrisa.
—Entonces, ¿por qué necesitas probarlo?
Él abrió las manos, como si lo hubiera pillado.
—De acuerdo, quizás es que solo me apetece conducirlo. Es prácticamente un pecado dejar un coche como este encerrado en un taller, en especial teniendo en cuenta que el propietario no sabrá que he dado una vuelta con él. Además, tiene las llaves puestas en el contacto.
—A ver si lo adivino: cuando hayamos acabado, lo pondremos sobre unos ladrillos y daremos marcha atrás, para trucar el cuentakilómetros, ¿no? ¿Y que el dueño no se entere?
—Eso no funciona.
—Lo sé. Lo aprendí cuando vi la película
Todo en un día
. —Rio como una niña traviesa.
Dawson se apoyó otra vez en el maletero y la observó de arriba abajo.
—Por cierto, estás deslumbrante.
Aquel halago hizo que Amanda sintiera un intenso sofoco en el cuello. Se preguntó por qué no era capaz de contener el rubor en presencia de Dawson.
—Gracias —respondió al tiempo que se colocaba un mechón detrás de la oreja, estudiándolo con atención, manteniendo cierta distancia entre ellos—. Me parece que es la primera vez que te veo con traje. ¿Es nuevo?
—No, pero no me lo pongo muy a menudo. Es solo para ocasiones especiales.
—Creo que a Tuck le habría gustado. ¿Qué hiciste anoche?
Dawson pensó en Ted y en todo lo que había sucedido, incluido el cambio de hotel en la playa.
—No gran cosa. ¿Qué tal la cena con tu madre?
—¡Bah! No vale la pena hablar de ello —replicó. Acto seguido, se montó en el coche y pasó la mano por el volante antes de alzar la vista hacia él—. Sin embargo, esta mañana hemos tenido una conversación muy interesante.
—¿Ah, sí?
Amanda asintió.
—Me ha hecho pensar en este último par de días. En mí, en ti, en la vida…, en todo. Y de camino hacia aquí, me he alegrado de que Tuck nunca te hablara de mí.
—¿Por qué lo dices?
—Porque ayer, cuando estábamos en el taller… —Amanda vaciló, como si intentara buscar las palabras adecuadas—. Creo que no estuve acertada; me refiero a mi comportamiento. Quiero pedirte disculpas.
—¿Por qué?
—Es difícil de explicar. Quiero decir…
Cuando Amanda volvió a hacer otra pausa, Dawson la observó antes de avanzar un paso hacia ella.
—¿Estás bien?
—No lo sé. Ya no sé nada. Cuando éramos jóvenes, las cosas eran mucho más sencillas.
Dawson vaciló.
—¿Qué intentas decirme?
Ella lo miró a los ojos.
—Tienes que comprender que ya no soy la jovencita que conociste. Tengo esposo e hijos, y, como el resto de los mortales, no soy perfecta. He de asumir las elecciones que he tomado en la vida, y cometo errores. Además, la mitad del tiempo me pregunto quién soy en realidad, o qué estoy haciendo, o si mi vida tiene sentido. No soy una persona especial, Dawson, en absoluto, y creo que necesitas saberlo. Tienes que comprender que solo soy una persona… normal y corriente.
—No eres una persona normal y corriente.
El aspecto de Amanda era afligido aunque inquebrantable.
—Ya sé que eso es lo que crees, pero lo soy. Y el problema es que esta situación no es normal y corriente. Me siento completamente fuera de lugar. Me gustaría que Tuck te hubiera mencionado, para que hubiera podido prepararme para este fin de semana. —Inconscientemente, alzó la mano para acariciar el medallón—. No quiero cometer un error.
Dawson apoyó el peso de su cuerpo primero en una pierna y luego en la otra. Comprendía perfectamente por qué ella había hecho ese comentario; era una de las razones por las que siempre la había amado, aunque sabía que no podía pronunciar esas palabras en voz alta. Sabía que no era lo que Amanda quería escuchar, así que, en lugar de eso, mantuvo la voz tan conciliadora como pudo.
—No has hecho nada malo. Nos hemos dedicado a hablar, hemos comido juntos y hemos recordado el pasado… Eso es todo.
—Sí, sí que lo he hecho. —Amanda sonrió, pero no pudo ocultar su tristeza—. No le he dicho a mi madre que tú estás aquí. Ni tampoco se lo he dicho a mi esposo.
—¿Quieres hacerlo? —le preguntó él.
Esa era la cuestión, ¿no? Sin tan solo ser consciente de ello, su madre le había formulado la misma pregunta. Amanda sabía lo que debía contestar, pero allí, en ese preciso instante y en casa de Tuck, las palabras simplemente se negaban a salir de su boca. Poco a poco, empezó a negar de forma instintiva con la cabeza.
—No —aceptó al final.
Dawson pareció detectar el miedo que ella sentía ante su propia confesión, porque le cogió la mano.
—Vayamos a Vandemere, a rendir nuestro homenaje a Tuck, ¿de acuerdo?
Amanda asintió, sucumbiendo a la suave premura de su tacto, sintiendo que otra parte de ella cedía, empezando a aceptar que no tenía el control absoluto de lo que pudiera suceder a partir de ese momento.
Dawson la acompañó hasta el otro lado del coche y le abrió la puerta. Amanda tomó asiento, sintiendo un leve mareo mientras él retiraba el estuche que contenía las cenizas de Tuck de su vehículo alquilado. Lo colocó detrás del asiento del conductor, junto con su americana, de forma que quedara apresado y no volcara, antes de sentarse al volante. Después de sacar la hoja con las direcciones, Amanda también dejó el bolso en el asiento trasero.
Dawson pisó el pedal antes de girar la llave de contacto; el motor cobró vida con un rugido. Lo revolucionó varias veces y el coche vibró levemente. Cuando la aguja del cuentarrevoluciones se quedó estable, dio marcha atrás para salir del taller y condujo despacio hacia la carretera, procurando evitar los baches. El sonido del motor se apaciguó solo un poco cuando atravesaron Oriental y entraron en la silenciosa autopista.
A media que Amanda empezaba a relajarse, descubrió que, por el rabillo del ojo, podía ver todo lo que necesitaba. Dawson mantenía una mano sobre el volante, una postura dolorosamente familiar de los largos paseos que solían dar en coche antaño. Él adoptaba aquella postura cuando se sentía totalmente cómodo. Ella detectó de nuevo aquel sentimiento en él mientras cambiaba de marcha y los músculos de su antebrazo se tensaban y se relajaban.
El cabello de Amanda se agitó a su alrededor cuando el vehículo aceleró, así que se lo recogió en una cola de caballo. Había demasiado ruido como para intentar hablar, pero a Amanda ya le iba bien. Se sentía complacida con la posibilidad de estar sola con sus pensamientos, sola con Dawson. A medida que los kilómetros iban quedando atrás, sintió que la tensión inicial se disipaba, como si el viento se la llevara a su paso.
Dawson mantuvo la velocidad constante, a pesar de la vacía extensión de la carretera. Parecía que no tenía prisa. Y ella tampoco. Amanda estaba en un coche con un hombre al que había amado mucho tiempo atrás, dirigiéndose hacia un lugar desconocido para ambos. Solo unos pocos días antes, la idea le habría parecido ridícula. Era una locura, algo inimaginable, pero, a la vez, había algo de excitante en todo aquello. Durante un ratito, aunque no fuera mucho, no era esposa, ni madre, ni hija. Hacía muchos años que no se sentía así de libre.