Aquella noche pude, por fin, dormir tranquilo. Pero a la mañana siguiente empecé a echarla de menos. Su ausencia me dejaba tiempo para reflexionar en otras cosas, como la traición de Angélica y la hoguera donde podía, muy por lo fijo, acabar mi corta existencia. En cuanto a que me hicieran chamusquina, diré, sin alardes ni bravuconadas, que no me preocupaba en extremo. Estaba tan cansado de mi prisión y mi tormento, que cualquier cambio se antojaba liberación. Empleábame a veces en calcular cuánto tardaría en morir quemado; aunque si abjurabas en debida forma te daban garrote antes de encender la pira, y el negocio concluía más gentil. De cualquier modo, me consolaba, ningún sufrimiento es eterno; y al final, por mucho que se prolongue, descansas. Además, en aquel tiempo morir era facilísimo y harto ordinario. Y yo no contaba excesivos pecados que lastraran mi alma hasta el punto de impedirle reunirse, en el lugar adecuado, con la del buen soldado Lope Balboa. Y a mi edad, con cierto heroico concepto de la vida —recordemos, en mi descargo, que veíame en tales pasos por no delatar al capitán ni a sus amigos— todo aquello se hacía llevadero al considerarlo una prueba en la que, si excusan vuestras mercedes, me encontraba bien satisfecho de mí mismo. Ignoro si de verdad era yo entonces un mozo de natural valiente o no lo era; pero vive Dios que si el primer paso hacia la valentía consiste en comportarse uno como tal, yo —hagan memoria— de esos pasos había dado ya unos cuantos.
Sentía, sin embargo, un desconsuelo infinito. Una pena muy honda parecida a ganas de llorar por dentro, que nada tenía que ver con las lágrimas de dolor o debilidad física que a veces derramaba por fuera. Consistía más bien en una congoja, fría, triste, relacionada con el recuerdo de mi madre y mis hermanillas, la mirada del capitán cuando aprobaba en silencio alguno de mis actos, las suaves laderas verdes del paisaje de Oñate, mis juegos infantiles con los mozos de los caseríos cercanos. Sentía despedirme para siempre de eso, y sentía todas las cosas hermosas que aguardaban delante, en la vida, y que ya no iba a tener jamás. Y sentía, sobre todo, no mirarme por última vez en los ojos de Angélica de Alquézar.
Juro a vuestras mercedes que no lograba odiarla. Por el contrario, la certeza de que tenía parte en mi desgracia dejábame un regusto agridulce, que intensificaba el hechizo de su recuerdo. Era malvada —y aún lo fue más con el tiempo, voto a Cristo— pero era bellísima. Y justo esa connivencia de maldad y de belleza, tan ligadas una a otra, me causaba una fascinación intensa, un doloroso placer al sufrir trabajos y penar por su causa. Parece cosa de embeleco, a fe. Pero más tarde, pasando los años, conocí historias de hombres a quienes un diablo astuto había arrebatado el alma; y en cada una de ellas reconocí sin esfuerzo mi propio rapto. Angélica de Alquézar habíame enajenado el alma, y la retuvo durante toda su vida. Y yo, que le hubiera dado mil veces la muerte y otras mil hubiera muerto sin pestañear por ella, no olvidaré jamás su inextricable sonrisa, sus fríos ojos azules, su piel blanquísima, suave y tersa, cuyo tacto delicioso aún recuerda la mía, cubierta de antiguas cicatrices, alguna de las cuales, pardiez, hízome ella misma. Como la que llevo en la espalda, larga, de daga, indeleble igual que aquella noche, mucho después del tiempo que ahora narro, cuando ya no éramos niños y la abracé amándola y odiándola a un tiempo, sin importarme amanecer vivo o muerto. Y ella, mirándome muy de cerca, en un susurro, con los labios rojos de sangre tras besar mi herida, pronunció unas palabras que no olvidaré ni en esta vida ni en la otra:
«Me alegro de no haberte matado todavía»
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Amedrentado, prudente o quizás astuto, si no todo a la vez, Luis de Alquézar era un cuervo paciente, y tenía naipes de sobra para seguir jugando a su modo. Así que guardóse bien de dar tres cuartos a nadie. El nombre de Diego Alatriste no salió pregonado en parte alguna, y éste pasó la jornada, como las anteriores, a buen recaudo en el garito de Juan Vicuña. Pero en aquel tiempo las noches del capitán resultaban más movidas que sus días, y al amparo de la siguiente resolvió hacer otra visita a un viejo conocido.
El teniente de alguaciles Martín Saldaña se lo encontró a la puerta de su casa, en la calle del León, cuando ya a hora menguada regresaba de hacer la última ronda. O más bien, a fuer de exactos, lo que encontró fue el reflejo de su pistola encañonándolo en el zaguán. Pero Saldaña era hombre templado, que había visto no pocas pistolas, y arcabuces, y todo tipo de armas apuntándole a lo largo de su existencia, y aquello no le daba más frío ni más calor que el ordinario. Así que puso los brazos en jarras, mirando a Diego Alatriste que, con capa y sombrero, sostenía la pistola en la diestra, apoyada precavidamente la siniestra en el mango de la daga que le asomaba tras los riñones.
—Por vida del Rey, Diego, que te gusta jugártela.
Alatriste no respondió al comentario. Salió un poco de la sombra, para ver la cara del teniente de alguaciles a la escasa luz de la calle —sólo un hachote ardía en la esquina de la calle de las Huertas— y luego movió el cañón de la pistola hacia arriba, como si pretendiera mostrársela al otro.
—¿La necesito?
Saldaña lo observó unos instantes en silencio.
—No —dijo al fin—. De momento.
Aquello relajó el ambiente. El capitán devolvió la pistola al cinto y apartó la mano de la daga.
—Vamos a dar un paseo —dijo.
—Lo que no entiendo —dijo Alatriste— es por qué no me buscan públicamente.
Bajaban por la plazuela de Antón Martín hacia la calle de Atocha, desierta a tales horas. Aún quedaba algo de luna menguante, que acababa de salir tras el chapitel del hospital del Amor de Dios, y su claridad rielaba en el agua que rebosaba el brocal de la fuente y corría en arroyuelos calle abajo. Olía a verduras podridas, y al acre estiércol de mulas y caballos.
—No lo sé, ni quiero saberlo —dijo Saldaña—. Pero es verdad. Nadie ha dado tu nombre a la justicia.
Apartóse para evitar el barro, puso el pie donde no debía y ahogó una maldición tras la barba entrecana. El corto herreruelo acentuaba su aspecto macizo, ancho de hombros.
—De cualquier modo —prosiguió—, ten mucho cuidado. Que mis corchetes no te sigan el rastro no quiere decir que nadie se interese por tu salud… Según mis noticias, los familiares de la Inquisición tienen órdenes de echarte mano con la máxima discreción.
—¿Te han dicho por qué?
Saldaña miró al capitán de soslayo.
—Ni me lo han dicho, ni quiero saberlo. Por cierto: han identificado a la mujer que apareció muerta el otro día en la silla de manos… Se trata de una tal María Montuenga, que servía como dueña a una novicia del convento de la Adoración Benita… ¿Te suena?
—En absoluto.
—Ya me imaginaba yo —el teniente de alguaciles reía quedo, entre dientes—. Y mejor así, pese a tal, porque se trata de un asunto bien turbio. Dicen que la vieja andaba en tercerías, y que ahora está la Inquisición de por medio… Eso tampoco te sonará de nada, imagino.
—De nada.
—Ya. También se habla de algunos muertos que nadie ha visto, y de cierto convento patas arriba en mitad de un zafarrancho que ningún vecino recuerda… —volvió a mirar de soslayo a Alatriste—. Hay quien relaciona todo eso con el auto de fe del domingo.
—¿Y tú?
—Yo no relaciono. Recibo órdenes y las cumplo. Y cuando nadie me cuenta, circunstancia que en este caso celebro mucho, me limito a ver, oír y callar. Que no es mala postura en mi oficio… En cuanto a ti, Diego, quisiera verte lejos de todo esto… ¿Por qué no has ahuecado de la Corte?
—No puedo. Íñigo…
Saldaña lo interrumpió con un fuerte juramento.
—No sigas. Ya he dicho que no quiero saber nada de tu Íñigo y de ninguna otra maldita cosa… Respecto al domingo, algo sí puedo decirte: manténte aparte. Tengo orden de poner a todos mis alguaciles, armados hasta los dientes, a disposición del Santo Oficio. Haya lo que haya, ni tú ni la santa madre de Dios podréis mover un dedo.
Pasó ante ellos la rápida sombra negra de un gato. Estaban cerca de la torre del hospital de la Concepción, y una voz de mujer gritó «agua va». Se apartaron, prudentes, oyendo el chorro del orinal vaciarse desde arriba, en la calle.
—Una última cosa —dijo Saldaña—. Hay un fulano. Cierto espadachín del que debes precaverte… Por lo visto, en este negocio, paralela a la trama oficial hay trama oficiosa.
—¿En qué negocio?… —en la oscuridad, Alatriste torcía el mostacho, burlón—. Acabo de oírte decir que no sabes nada.
—Vete al diablo, capitán.
—Con el diablo quieren madrugarme, por cierto.
—Pues no te dejes, diantre —Saldaña se acomodó mejor el herreruelo sobre los hombros, y las pistolas y todo el hierro que llevaba al cinto tintinearon lúgubremente—. Ése de quien te hablo anda haciendo pesquisas sobre tu paradero. También ha reclutado a media docena de bravoneles para filetear tus asaduras sin que tengas tiempo a decir hola. El fulano se llama…
—Malatesta. Gualterio Malatesta.
Volvió a sonar la risa queda de Martín Saldaña.
—El mismo —confirmó—. Es italiano, creo.
—De Sicilia. Una vez hicimos un trabajo juntos. O más bien lo hicimos a medias… Después nos tropezamos un par de veces.
—Pues no le dejaste buen recuerdo, voto a Cristo. Creo que te tiene muchísimas ganas.
—¿Qué más sabes de él?
—Poca cosa. Cuenta con padrinos poderosos y es bueno en su oficio de matarife. Por lo visto anduvo en Génova y Nápoles degollando mucho y bien por cuenta ajena. Dicen que hasta lo disfruta. Vivió un tiempo en Sevilla, y en Madrid lleva cosa de un año… Si quieres puedo hacer algunas averiguaciones.
Alatriste no respondió. Habían llegado al extremo del Prado de Atocha, y ante ellos se extendía la despoblada oscuridad de los huertos, el campo y el arranque del camino de Vallecas. Se quedaron un rato quietos, oyendo el chirriar de los grillos. Al cabo fue Saldaña quien habló de nuevo.
—Ten cuidado el domingo —dijo en voz baja, como si el lugar estuviese lleno de oídos indiscretos—. No quisiera tener que ponerte grilletes. O matarte.
El capitán seguía sin decir nada. Continuaba inmóvil, envuelto en su capa, el ala del chapeo oscureciéndole aún más el rostro. Saldaña suspiró ronco, dio unos pasos como para irse, suspiró de nuevo y se detuvo con un malhumorado voto a Dios.
—Oye, Diego —miraba, como Alatriste, hacia la oscuridad del campo—. Ni tú ni yo nos hacemos demasiadas ilusiones sobre el mundo en que nos toca vivir. Yo estoy cansado. Tengo una mujer hermosa, un trabajo que me gusta y me permite ahorrar. Eso hace que, cuando llevo la vara de teniente, no conozca ni a mi padre… Puedo perfectamente ser un hideputa, cierto; pero en cualquier caso soy mi propio hideputa. Me gustaría que tú…
—Hablas demasiado, Martín.
El capitán lo había dicho suavemente, en tono abstraído. Quitóse Saldaña el fieltro y se pasó una de sus manos cortas y anchas por el cráneo, donde el pelo le escaseaba.
—Tienes razón. Hablo demasiado. Tal vez porque me hago viejo —suspiró por tercera vez sin apartar los ojos de la oscuridad, atento a los grillos—. Nos hacemos viejos, capitán. Tú y yo.
Se oyeron las lejanas campanadas de un reloj. Alatriste seguía inmóvil.
—Vamos quedando pocos —dijo.
—Muy pocos, pardiez —el teniente de alguaciles se puso de nuevo el sombrero, dudó unos instantes y luego vino hasta el capitán, deteniéndose otra vez a su lado—. Pocos con quienes compartir recuerdos y silencios. Y además, escasamente parecidos a quienes fuimos.
Se puso a silbar bajito un antiguo aire militar. Una coplilla que hablaba de viejos tercios, asaltos, botines y victorias. La habían cantado juntos, con mi padre y otros camaradas, dieciocho años atrás, en el saqueo de Ostende y la marcha a lo largo del Rhin hacia Frisla con Don Ambrosio Spínola, cuando las tomas de Oldensen y Linghen.
—Pero tal vez este siglo —apuntó al terminar— ya no merezca hombres como nosotros… Me refiero a quienes en otro tiempo fuimos.
Volvióse a mirar a Alatriste. Este asentía lentamente. La estrecha luna arrojaba a sus pies una vaga sombra sin contornos, difusa.
—Quizá —murmuró el capitán— nosotros no los merezcamos tampoco.
A la España del cuarto Felipe, como a la de sus antecesores, le encantaba quemar herejes y judaizantes. El auto de fe atraía a miles de personas, desde la aristocracia al pueblo más villano; Y cuando se celebraba en Madrid era presenciado, en palcos de honor, por sus majestades los reyes. Incluso la reina doña Isabel, nuestra señora, que por joven y gabacha hizo al principio de su matrimonio ciertos ascos a ese género de cosas, terminó aficionándose como todo el mundo. Por lo único español que la hija de Enrique el Bearnés no pasó nunca fue por vivir en El Escorial —todavía bajo la ilustre sombra del Rey Prudente—, que siempre encontró demasiado frío, grande y siniestro para su gusto. Aunque de cualquier modo la francesa terminó fastidiándose a título póstumo; pues, pese a que nunca quiso hollarlo viva, allí terminó enterrada a su muerte. Que no es mal sitio, vive Dios, junto a las imponentes sepulturas del emperador Carlos y de su hijo el gran Felipe, abuelos de nuestro cuarto Austria. Merced a quienes, para bien o para mal, a despecho del turco, el francés, el holandés, el inglés y la puta que los parió, España tuvo, durante un siglo y medio, bien agarrados a Europa y al mundo por las pelotas.
Pero volvamos a la chamusquina. La fiesta, donde para mi desgracia yo mismo tenía lugar reservado, empezó a prepararse un par de días antes, con mucho ir y venir de carpinteros y sus oficiales en la plaza Mayor, construyendo un tablado alto, de cincuenta pies de largo, con anfiteatro de gradas, colgaduras, tapices y damascos, que ni en la boda de sus majestades los reyes viose tanta industria y tanta máquina. Atajaron todas las bocas de calles para que coches y caballos no embarazasen el paso; y para la familia real se previno un dosel en la acera de los Mercaderes, por ser esta más pródiga en sombra. Como el desarrollo del auto era prolijo, llevándose todo el día, previniéronse aposentos para que se refrescaran y comieran, con toldos que hicieran resguardo; y decidióse que, para comodidad de las augustas personas, ingresaran a su palco desde el palacio del conde de Barajas, por el pasadizo elevado que, sobre la cava de San Miguel, lo comunicaba con las casas que el conde tenía en la plaza. Era tal la expectación causada por esta clase de sucesos, que las boletas para conseguir ventana solían convertirse en codiciadísima materia; y hubo quien pagó buenos ducados al alcalde de Casa y Corte por hacerse con las mejor situadas, incluyendo embajadores, grandes, gentiles hombres de cámara, presidentes de los consejos, y hasta el Nuncio de Su Santidad, que no se perdía fiesta de toros, cañas o chicharrones ni por una fumata blanca.