Limpieza de sangre (17 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: Limpieza de sangre
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—Entonces, os mato ahora como que hay Dios.

El otro gimió de nuevo, angustiado. Estaba inmóvil, sin atreverse ya a pestañear siquiera. Las sábanas y su camisa de dormir olían a sudor agrio, a miedo y a odio.

—No está en mi mano —balbució por fin—. La Inquisición…

—No me jodáis con la Inquisición. Fray Emilio Bocanegra y vos, y basta.

Alzó muy despacio Alquézar una mano, conciliador, sin dejar de mirar al soslayo la hoja de acero apoyada en su garganta.

—Tal vez se pueda… —murmuró—. Podríamos intentar quizás…

Estaba asustado. Más también era cierto que a la luz del día, con aquella daga lejos de su cuello, la actitud del secretario real podía ser bien diferente, y sin duda lo sería. Pero Alatriste no contaba con dónde elegir.

—Si algo le ocurre al zagal —dijo, su cara a menos de una cuarta de la de Alquézar— volveré aquí como he venido esta noche. Vendré a mataros como a un perro, degollándoos mientras dormís.

—Os repito que la Inquisición…

Chisporroteaba el aceite en la lamparilla, y por un momento su luz se reflejó en los ojos del capitán como un atisbo de las llamas del infierno.

—Mientras dormís —repitió; y bajo la mano que apoyaba en el pecho de Alquézar, notó que éste se estremecía—. Lo juro.

Nadie hubiera dudado un ápice de esa verdad, y la mirada del otro reflejó tal certeza. Pero el capitán vio también en su enemigo el alivio de saber que no iban a matarlo esa noche. Y en el mundo de aquel miserable, la noche era la noche, y el día era el día. Todo podía comenzar desde el principio, en una nueva partida de ajedrez. De pronto, Alatriste supo que aquello era inútil, y que el secretario real volvería a sentirse poderoso apenas apartara la daga. La seguridad de que, hiciera él lo que hiciera, yo estaba sentenciado, le produjo una cólera intensa y fría, desesperada. Dudó, y la inteligencia de Alquézar percibió de inmediato, con alarma, aquella duda. El capitán supo todo eso de un vistazo, como si el acero de la vizcaína le transmitiese, con el latido de la sangre de su enemigo, un atisbo siniestro de sus pensamientos.

—Si me matáis ahora —dijo Alquézar lentamente—, el mozo no tendrá salvación.

Era muy cierto, caviló el capitán. Pero tampoco la iba a tener si lo dejaba con vida. Apartóse en eso un poco, lo justo para concederse una breve reflexión sobre si era oportuno degollar allí mismo al secretario real, terminando al menos con una serpiente de aquel nido de víboras. Pero mi suerte seguía conteniéndole el brazo. Movióse para echar un vistazo en torno, cual si buscara espacio para sus ideas; y en ese momento golpeó con el codo una jarra de agua que estaba sobre la mesilla de noche, y él no había visto en la penumbra. La jarra se estrelló contra el suelo con estrépito de arcabuzazo; y cuando Alatriste, aún indeciso, se disponía a sujetar de nuevo a su enemigo daga al cuello, una luz apareció en la puerta. Y al levantar la vista diose con Angélica de Alquézar en camisa de dormir, un cabo de vela en las manos, sorprendida y soñolienta, mirándolos.

A partir de ese instante, todo ocurrió con rapidez. Gritó la niña; un grito agudo y escalofriante que no era de temor, sino de odio. Fue un grito largo, prolongado, como de una hembra de halcón a la que arrebataran sus polluelos, que sonó en la noche, erizándole a Alatriste la piel. Y cuando, confuso, quiso retirarse del lecho, aún con la daga en la mano y sin saber qué diablos hacer con ella, Angélica ya había cruzado el dormitorio, rápida como una bala, y tirando al suelo el cabo de vela se abalanzaba contra él, cual minúscula furia vengativa, el cabello con cintas de tirabuzones y aquella camisa de seda blanca que se movía en la penumbra como el sudario de un espectro —bellísima, supongo, aunque al capitán se le antojara cualquier cosa menos eso—. El caso es que llegóse a él y, asiéndolo lindamente por el brazo de la daga, lo mordió como un pequeño perro de presa, rubio y feroz. Y así estuvo, forcejeando a dentelladas, enganchada al espantado Alatriste, que la alzó en vilo cuando quiso sacudírsela de encima a manotazos. Pero ella no cejaba. Y en ésas, el capitán vio al tío de la niña, libre de la vizcaína que lo amenazaba, saltar de la cama con una presteza insospechada, en camisa y con las piernas desnudas, y precipitándose a un armario sacar una espada corta mientras voceaba «¡asesinos!», «¡favor!», «¡a mí», y otros gritos semejantes. Con lo que a poco sintióse la casa alborotada, rumor de pasos y golpes, voces arrancadas al sueño y, en suma, un escándalo de mil pares de demonios.

Había logrado el capitán sacudirse por fin a la niña, arrojándola de un manotazo a rodar por el suelo; justo a tiempo para esquivar una cuchillada de Luis de Alquézar, que a no andar muy descompuesto por el lance habría dado allí cuenta final de la azarosa carrera de Alatriste. Metió éste mano a su espada mientras hurtaba el cuerpo de las estocadas que le iba tirando el otro por toda la habitación; y volviéndose, lo ahuyentó con dos mandobles. Buscaba la puerta para ahuecar, más topóse con la niña, que volvía a la carga con otro bélico chillido de los que hielan la sangre. Lanzóse, en fin, Angélica de nuevo al asalto, sin precaverse de la espada que Alatriste mantenía inútilmente ante ella, y que hubo de levantar en última instancia para no ensartarla como a pollita en espetón. Y en un abrir y cerrar de ojos la niña estuvo otra vez aferrada con uñas y dientes a su brazo, mientras movíase él de un lado a otro de la habitación sin podérsela quitar de encima, tan embarazado que no atendía otra cosa que a esquivar las cuchilladas que Alquézar, sin curarse una brizna de su sobrina, le tiraba con toda la mala intención del mundo. El negocio llevaba vías de eternizarse; de modo que Alatriste logró arrojar de nuevo a la jovencita lejos de sí, y tiróle una estocada a Alquézar que hizo al secretario real irse para atrás a reculones, con mucho estrépito de jofainas, orinales y loza varia. Pudo por fin asomarse el capitán al pasillo, a tiempo para dar de boca con tres o cuatro criados que subían armados. Aquello era mala papeleta. Tan mala, que sacó la pistola y tiróles un pistoletazo a bocajarro que dio con todos ellos en la escalera, en confuso revoltijo de piernas, brazos, espadas, broqueles y garrotes. Y antes de que tuvieran tiempo de rehacerse, volvió atrás, puso el pestillo a la puerta y cruzó el cuarto como una exhalación en procura de la ventana, no sin antes esquivar otras dos recias cuchilladas de Alquézar y encontrarse, por tercera y maldita vez, con la niña pegada como una sanguijuela a su brazo, donde había vuelto a encaramarse para morderlo con una fiereza insospechada en una cría de doce años. El caso es que llegóse el capitán a la ventana, abrió el postigo con una patada, rasgó de una estocada la camisa de Alquézar, que trastabilló cubriéndose con torpeza en dirección a la cama, y mientras pasaba una pierna sobre la barandilla de hierro sacudió el brazo, intentando una vez más que Angélica soltara la presa. Los ojos azules y los dientes menudos y blanquísimos —que Don Luis de Góngora, con perdón del señor de Quevedo, habría descrito como aljófares, o diminutas perlas entre purpúreas rosas— aún relampaguearon con inaudita ferocidad, antes de que Alatriste, ya bastante harto de todo aquello, la agarrara por los tirabuzones y, arrancándosela del castigado brazo, la mandara por el aire cual pelota furiosa y chillona, a golpear contra el tío y dar ambos en la cama, que terminó hundiéndose estrepitosamente sobre sus patas. Entonces el capitán se descolgó por la ventana, cruzó el patio, salió a la calle, y no paró de correr hasta que dejó bien atrás semejante pesadilla.

Se alejó al reparo de las sombras, buscando las calles más oscuras para regresar al garito de Juan Vicuña. Anduvo así de la Cava Alta a la Baja por la Posada de la Villa, y pasó ante los postigos echados del boticario Fadrique antes de cruzar Puerta Cerrada, por donde a tan menguada hora no transitaba un alma.

Prefería no pensar, más era inevitable. Tenía la certeza de haber cometido una estupidez que sólo empeoraba la situación. Una fría cólera le latía en el pulso y las sienes, como golpes de sangre, y de buena gana habríase dado de puñadas en el rostro, para desfogar su desesperación y su ira. Y sin embargo —se dijo al recobrar poco a poco la calma—, el impulso de hacer algo, de no seguir esperando que otros decidieran por él, lo había empujado a salir del cubil como un lobo desesperado, a la caza de no sabía bien qué. No era muy propio de él. La existencia, durara lo que durase, era mucho más sencilla cuando no quedaba sino precaverse uno mismo, en un mundo difícil donde a diario tocaban a degüello y cada cual se veía obligado a sus propias fuerzas, sin esperar nada de nadie; sin otra responsabilidad que mantener intactas piel y vida. Diego Alatriste y Tenorio, veterano de los tercios de Flandes y las galeras de Nápoles, había pasado luengos años hurtándose a todo sentimiento que no pudiera resolver con una espada. Más hete aquí que un mozo del que poco antes apenas conocía el nombre llegaba a trastocar todo eso; haciéndolo consciente de que cada cual, por crudo y ahigadado que sea, tiene rendijas en el coselete.

Y hablando de rendijas. Tentóse Alatriste el antebrazo izquierdo, aún dolorido por los mordiscos de Angélica, y no pudo evitar una mueca admirada. A veces las tragedias adquieren tintes de entremés burlesco, se dijo. Aquella gata rubia y pequeñita, de quien sólo había tenido vagas referencias —yo mismo nunca mencioné antes su nombre, y el capitán lo ignoraba todo de mi relación con ella—, prometía en ferocidad y casta. De cualquier modo, voto a tal, digna sobrina era de su tío.

Por fin, recordando una vez más los ojos espantados de Luis de Alquézar, su aliento en la mano que lo amordazaba, el olor agrio del sudor y el miedo, Alatriste se encogió de hombros. Imponíase, al cabo, su estoicismo de soldado. Después de todo, concluyó, nunca se sabe; nunca es posible alcanzar las consecuencias de nuestros actos. Al menos, tras el sobresalto nocturno que acababa de vivir, ahora también Luis de Alquézar se sabía vulnerable. Su cuello estaba tan a la merced de una daga como el de cualquiera; y habérselo hecho ver claro podía ser tan malo como bueno, según pintara el naipe.

Con tan encontradas reflexiones hallóse al fin en la plazuela del Conde de Barajas, a un paso de la plaza Mayor; y al disponerse a doblar la esquina vio luz y gente. No eran horas de paseo, de modo que se precavió en un zaguán. Tal vez se trataba de clientes de Juan Vicuña que salían de burlanguear la desencuadernada, o trasnochadores de lance, o justicia. Más, fueran quienes fuesen, no estaban las cosas para encuentros inesperados, dimes y diretes.

A la luz del farol que tenían en el suelo, vio que fijaban un cartel junto al arco de los Cuchilleros, y luego se alejaban calle abajo. Eran cinco, armados, con un rollo de carteles y un cubo con engrudo; y Alatriste habría seguido camino sin reparar demasiado en lo que hacían, de no haber alcanzado a la claridad del farol que uno de ellos llevaba el bastón negro de los familiares de la Inquisición. Así que apenas se perdieron de vista fue hasta el cartel y quiso leerlo, más no había luz. De modo que, como el engrudo estaba fresco, lo arrancó de la pared, doblándolo en cuatro, y con él ascendió los escalones del arco. Luego anduvo bajo los soportales de la plaza, abrió la puertecilla secreta de Juan Vicuña, y tras hacer lumbre con yesca y pedernal encendió un cabo de vela en el pasillo. Hizo todo eso forzándose a ser paciente, como quien se demora en romper los sellos de una carta de la que espera malas noticias. Y, en efecto, las malas noticias estaban allí. El cartel era del Santo Oficio:

§

Sepan todos los vezinos y moradores desta Villa, y Corte de Su Magestad, que el Sancto Officio de la Inquisíción celebra Aucto público de Fee en la Plaça mayor desta Corte el próximo domingo día quatro…

Pese a su áspera forma de ganarse la vida, el capitán Alatriste no era hombre dado a usar el nombre de Dios en vano; pero aquella vez atronó el aire con una ruda blasfemia soldadesca que hizo temblar la llama de la vela. Hasta el día cuatro mediaba menos de una semana, y no había ninguna maldita cosa que él pudiera hacer hasta entonces, salvo aguardar dándose a todos los diablos. Eso, con la posibilidad añadida de que, tras su visita nocturna al secretario real, al día siguiente pegaran otro cartel, esta vez del corregidor, pregonando su cabeza. Arrugó el papel y se estuvo inmóvil apoyado en la pared, mirando largo rato al vacío. Había quemado todas las cargas de pólvora del arcabuz, salvo una. Ahora, la única esperanza era Don Francisco de Quevedo.

Disculpen vuestras mercedes que vuelva a ocuparme de mi persona, en el calabozo de las cárceles secretas de Toledo, donde casi había perdido la noción del tiempo, del día y de la noche. Tras algunas sesiones más con sus correspondientes palizas por parte del esbirro pelirrojo —cuentan que también Judas fue bermejo, y así haya terminado sus días mi verdugo como aquél los concluyó—, y sin que yo llegase a revelar nada digno de mención, me dejaron más o menos en paz. La acusación de Elvira de la Cruz y el amuleto de Angélica parecían bastar para su propósito, y la última sesión realmente dura consistió en un prolijo interrogatorio a base de mucho «no es más cierto», «di la verdad», y «confiesa que», donde me preguntaron repetidamente por supuestos cómplices, moliéndome con el vergajo las espaldas a cada silencio mío, que fueron todos. Diré, tan sólo, que me tuve firme y no pronuncié nombre alguno. Y que eran tales mi debilidad y postración, que aquellos desmayos que solía fingir al principio, y tan cabal resultado dieron, seguíanse produciendo ahora de suerte natural, lo que me ahorraba calvario. Imagino que si mis verdugos no llegaron más lejos fue por miedo a privarse del brillante papel que me preparaban en el festejo de la plaza Mayor; más no alcanzaba yo a considerar todo esto por lo menudo, pues hallábame con muy parva lucidez, tan embotado de seso que ni siquiera me reconocía en el Íñigo que soportaba azotes o despertaba con un estremecimiento, en la oscuridad del húmedo calabozo, oyendo a la rata ir y venir por el suelo. Mi única verdadera aprensión era pudrirme allí hasta cumplir los catorce años, y trabar entonces estrecho conocimiento con el artilugio de madera y cuerdas que seguía en la sala de interrogatorios, como cierto de que tarde o temprano iba a terminar yo perteneciéndole.

Mientras tanto, cacé la rata. Harto de dormir temeroso de sus mordiscos, dediqué muchas horas a estudiar la situación. Concluí así conociendo sus costumbres mejor que las mías propias; sus recelos —era una vieja rata veterana—, audacias y manera de moverse entre aquellas paredes. Llegué a seguir con el pensamiento cuantos recorridos hacía, incluso a oscuras. Así que una vez, fingiéndome dormido, la dejé hacer su camino habitual hasta que la supe en el rincón donde, previsor, había dispuesto cada vez algunas migas de pan, acostumbrándola en esa querencia. Y luego agarré la jarra del agua y la estrellé sobre ella, con tan buena fortuna que estiró la pata sin decir ay, o lo que diablos digan las ratas cuando les dan lo suyo.

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