Dos días más tarde lucía el sol en la calle de Toledo, y de nuevo el mundo era amplio y lleno de esperanzas, y el vigor de mi juventud me brincaba en las venas. Sentado a la puerta de la taberna del Turco, practicando caligrafía con el recado de escribir que el Licenciado Calzas seguía trayéndome de la plaza de la Provincia, yo veía de nuevo la vida con ese optimismo y esa presteza en recobrarse tras la desgracia que sólo dan la óptima salud y los cortos años. De vez en cuando levantaba la vista hacia las comadres que vendían verduras en los puestos del otro lado de la calle, las gallinas que picoteaban desperdicios, o los galopines que se perseguían entre las caballerías y los coches de paso, o escuchaba el rumor de conversaciones dentro de la taberna. Sentíame el mozo más satisfecho del mundo. Incluso los versos que copiaba se me antojaban lo más hermoso jamás escrito:
Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
hora a su afán ansioso lisonjera…
Eran de Don Francisco de Quevedo, y me habían parecido tan bellos cuando se los oí recitar como si tal cosa, entre tiento y tiento al San Martín de Valdeiglesias, que no dudé un instante en solicitar su venia para copiarlos con mi mejor letra. Don Francisco estaba adentro, con el capitán y los otros: el Licenciado, el Dómine Pérez, Juan Vicuña y el Tuerto Fadrique, celebrando todos con unos azumbres de lo fino, salchichas y liebres en cecina, el buen final del mal lance; que ninguno mencionaba explícitamente pero todos tenían bien presente en el discurrir. Uno tras otro me habían acariciado el pelo o dado un cachete cariñoso a medida que llegaban a la taberna. Don Francisco vino con un Plutarco para que con el tiempo yo practicase la lectura, el Dómine con un rosario de plata, Juan Vicuña con una hebilla de bronce que había llevado en Flandes, y el Tuerto Fadrique —que era más bien de la cofradía del codo, o sea, poco inclinado al gasto— trajo una onza de cierto compuesto de su botica, idóneo, aseguraba, para criar masa de sangre y devolver el color a un mozo que, como yo, había pasado tantos y recientes trabajos. Era, por tanto, el muchacho más honrado y feliz de las Españas cuando, mojando en el tintero una de las buenas plumas de ganso del Licenciado Calzas, proseguía:
Más no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria, en donde ardía
:nadar sabe mi llama la aguafría
,y perder el respeto a ley severa…
Fue en ese verso donde, al alzar otra vez la vista, mi mano quedó en suspenso y una gota de tinta cayó sobre el papel como una lágrima. Calle de Toledo arriba se acercaba un coche muy familiar, negro, sin escudo en la portezuela, con un adusto cochero arreando dos mulas. Lentamente, cual si me hallase en la confusión de un sueño, dejé a un lado papel, pluma, tintero y salvadera, y me puse en pie, estándome tan quieto como si el carruaje fuese una aparición que cualquier gesto mal calculado por mi parte pudiera borrar. De ese modo fue llegando el coche a mi altura y vi la ventanilla, que iba abierta, con las cortinas desabrochadas; y en ella una mano blanca y perfecta, y luego los tirabuzones rubios y los ojos, color de los cielos que pintó Diego Velázquez, de la niña que había estado a pique de llevarme al cadalso. Y mientras el carruaje pasaba ante la taberna del Turco, Angélica de Alquézar me miró fijamente; de un modo que, voto a tal, hizo estremecerse de arriba abajo mi columna vertebral y detenerse el corazón que me latía con fuerza, embrujado. Y de ese modo, con no meditado impulso, alcé una mano al pecho, lamentando muy de veras no llevar ya la cadena de oro con el talismán que habíame dado ella para que fuera mi sentencia de muerte. Y que, de no habérmelo arrebatado el Santo Oficio, juro por la sangre de Cristo hubiera seguido luciendo al cuello con enamorado orgullo.
Angélica entendió el gesto. Porque su sonrisa, aquel gesto diabólico que yo adoraba, iluminó su boca. Y luego llevó hasta los labios la punta de los dedos, rozándolos en algo muy parecido a un beso. Y la calle de Toledo, y Madrid, y el orbe entero, se convirtieron en una deliciosa armonía que me hizo sentir jubilosamente vivo.
Estuve en pie e inmóvil hasta mucho después de que el carruaje desapareciera calle arriba. Luego, tomando una pluma nueva, la afilé en mi jubón y terminé de escribir el soneto de Don Francisco:
Alma a quien todo un dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, más tendrá sentido;
polvo serán, más polvo enamorado.
Anochecía, pero aún quedaba suficiente claridad para que no fuese preciso encender ninguna luz. La posada del Lansquenete estaba en una calle sucia, llena de malos olores y mal llamada de la Primavera, cercana a la fuente de Lavapiés, donde abrían las más bajas tabernas y bodegones de Madrid, así como las mancebías de peor calaña. Había cuerdas con ropa tendida de lado a lado de la calle, y por las ventanas oíanse discusiones de vecinos y llanto de críos. En el zaguán se amontonaba el estiércol de caballerías, y Diego Alatriste hubo de poner cuidado en no mancharse los borceguíes cuando entró al patio en forma de corrala, donde un carro desvencijado, sin ruedas, reposaba con los ejes desnudos sobre unas piedras. Después de una rápida comprobación tomó la escalera, y tras franquear una treintena de escalones y cuatro o cinco gatos que se escurrieron entre sus piernas, llegó al último piso sin que nadie lo importunara. Una vez allí estudió las puertas de la galería. Si el informe de Martín Saldaña no erraba, era la última a la derecha, Justo, en el ángulo del corredor. Caminó hacia ella procurando no hacer ruido, al tiempo que se recogía la capa bajo la que disimulaba el coleto de búfalo y la pistola. Había palomas zureando en el alero, y ése era el único sonido que se escuchaba en aquella parte de la casa. Del piso de abajo subía olor a estofado. Una sirvienta canturreó algo, lejos. Alatriste se detuvo, echó un vistazo en busca de una posible ruta de retirada, comprobó que espada y daga estaban como tenían que estar, y luego sacó la pistola del cinto y, tras comprobar el cebo, echó hacia atrás el perrillo con ayuda del dedo pulgar. Era hora de zanjar la cuenta pendiente. Se pasó dos dedos por el mostacho, soltó el fiador de la capa y luego abrió la puerta.
Era un cuarto miserable. Olía a cerrado, a soledad. Y unas cucarachas madrugadoras correteaban sobre la mesa, entre los restos de comida, como saqueadores en campaña después de una batalla. Había dos botellas vacías, una jarra de agua y vasos desportillados, ropa sucia sobre una silla, un orinal mediado en el suelo, un jubón, un sombrero y una capa negros colgados en la pared. También una cama, con una espada en el cabezal. Y en ella estaba Gualterio Malatesta.
Seguramente, si el italiano hubiese hecho un mínimo gesto de sorpresa, o de amenaza, Alatriste le habría despachado, sin decir guárdese vuestra merced, el pistoletazo que llevaba prevenido muy a bocajarro. Pero Malatesta se quedó mirando la puerta como si le costase conocer al recién llegado, y su mano derecha ni siquiera movióse una pulgada en dirección a la pistola que también él tenía prevista sobre las sábanas. Estaba recostado en una almohada, y un pésimo aspecto empeoraba su semblante patibulario, enflaquecido por el sufrimiento y la barba de tres días: inflamadas las cejas con una brecha mal cerrada sobre ellas, un apósito sucio bajo el carrillo izquierdo, palidez cenicienta en manos y rostro. Tenía el torso desnudo cruzado por vendajes calados de sangre seca, y en las manchas pardas que se filtraban por ellos Alatriste apreció un mínimo de tres heridas. Saltaba a la vista que, en la escaramuza del callejón, el sicario había llevado la peor parte.
Sin dejar de apuntarle, el capitán cerró la puerta a su espalda antes de acercarse al lecho. Malatesta parecía haberlo reconocido al fin, pues el brillo de sus ojos, exacerbado por la fiebre, se había vuelto más duro; y la mano hacía débiles intentos por empuñar la pistola. Alatriste le puso el cañón de la suya a dos pulgadas de la cabeza, pero el enemigo estaba demasiado exhausto para luchar. Había perdido sin duda mucha sangre. De modo que, tras comprobar la inutilidad de su esfuerzo, limitóse a alzar un poco la cabeza que tenía hundida en la almohada, y bajo el bigote italiano, muy descuidado ahora, apareció el trazo blanco de la peligrosa sonrisa que el capitán, a sus expensas, conocía bien. Fatigada, es cierto, crispada en un rictus de dolor. Pero era la mueca inconfundible con que Gualterio Malatesta parecía siempre dispuesto a vivir o a bajar a los infiernos.
—Vaya —murmuró—. Pero sí es el capitán Alatriste…
Su voz era opaca y débil de entonación, aunque firme en las palabras. Los ojos negros, febriles, estaban puestos en el recién llegado, ajenos al cañón de la pistola que le apuntaba.
—Por lo que veo —prosiguió el italiano—, cumplís con la caridad de visitar a los enfermos.
Reía entre dientes. El capitán le sostuvo un momento la mirada y luego apartó la pistola, aunque conservando el dedo en el gatillo.
—Soy buen católico —respondió, zumbón.
La risa corta y seca como un crujido de Malatesta se intensificó al oír aquello, extinguiéndose luego en un ataque de tos.
—Eso dicen —asintió, cuando pudo recobrarse—. Eso es lo que dicen… Aunque en los últimos días haya habido sus más y sus menos sobre ese particular.
Aún sostuvo un poco la mirada del capitán, y luego, con la mano que no había sido capaz de empuñar la pistola, señaló la jarra sobre la mesa.
—¿No os importa acercarme un poco de esa agua?… Así podréis alardear también de haber dado de beber al sediento.
Tras considerarlo un instante, Alatriste se movió despacio y fue a traer el agua, sin perder de vista a su enemigo. Bebió Malatesta dos ávidos sorbos, observándolo por encima de la jarra.
—¿Venís a matarme tal cual —inquirió— o esperáis que antes os derrote pormenores de vuestros últimos negocios?
Había puesto la jarra a un lado y se secaba desmayadamente la boca con el dorso de la mano. La suya era la sonrisa de una serpiente atrapada: peligrosa hasta el último aliento.
—No necesito que me contéis nada —Alatriste se había encogido de hombros—. Todo está muy claro: la trampa del convento, Luis de Alquézar, la Inquisición… Todo.
—Diablos. Habéis venido a despacharme sin más, entonces.
—Así es.
Malatesta pareció considerar la situación. No parecía resultarle prometedora.
—El no tener nada nuevo que contaros —concluyó— acorta, pues, mí vida.
—Más o menos —ahora era el capitán quien esgrimía una sonrisa dura, peligrosa—. Aunque os haré el honor de considerar que no sois del género parlanchín.
Malatesta suspiró un poco, removiéndose dolorosamente mientras tentaba sus vendajes.
—Muy hidalgo por vuestra parte —señaló, resignado, la espada que pendía del cabezal—… Lástima no estar bueno para corresponder a tanta fineza, ahorrándoos matarme en la cama igual que a un perro… Pero despabilasteis bien el otro día, en el maldito callejón.
Movióse de nuevo, intentando acomodarse mejor. En ese momento no parecía guardarle a Alatriste más rencor que el de oficio. Pero sus ojos oscuros y febriles seguían alerta, vigilándolo.
—Por cierto… Dicen que el rapaz salvó el pellejo. ¿Es verdad?
—Lo es.
Se ensanchó la sonrisa del sicario.
—Que me place, voto a Dios. Es un bravo mozo. Tendríais que haberlo visto la noche del convento, intentando tenerme a raya con una daga… Que me ahorquen si me gustó llevarlo a Toledo, y menos conociendo lo que le esperaba. Pero ya sabéis. Quien paga, manda.
La sonrisa se le había vuelto socarrona. A veces miraba de soslayo la pistola que seguía sobre las sábanas; y al capitán no le cupo duda de que se habría servido de ella, si alguien le diese oportunidad.
—Sois —dijo Alatriste— un hideputa y un bellaco.
Mirólo el otro con sorpresa que parecía sincera.
—Pardiez, capitán Alatriste, Cualquiera que os oyese tomaría a vuestra merced por una monja clarisa…
Siguió un silencio. Aún con el dedo en el gatillo de la pistola, el capitán echó un detenido vistazo alrededor. La casa de Gualterio Malatesta le recordaba demasiado la suya propia como para que todo fuera indiferente. Y en cierta forma, el italiano tenía razón. No estaban tan lejos el uno del otro.
—¿De veras no podéis moveros de esa cama?
—A fe mía que no… —Malatesta lo miraba ahora con renovada atención—. ¿Qué pasa?… ¿Estáis buscando un pretexto? —volvió a ensancharse la sonrisa, blanca y cruel—. Si os ayuda, puedo contaros la de hombres que avié por la posta, sin darles tiempo a un válgame Cristo… Despiertos y dormidos, por delante y por detrás; y más de lo último que de lo primero. Así que no vengáis ahora con apuros de conciencia —la sonrisa dio paso a una risita entre dientes, chirriante, atravesada—. Vuestra merced y yo somos del oficio.
Alatriste miraba la espada de su enemigo. La cazoleta tenía tantos golpes y mellas de acero como la suya propia. Todo es azar, se dijo. Depende de cómo caigan los dados.
—Os agradecería mucho —sugirió— que intentaseis agarrar la pistola, o esa espada.
Malatesta lo miró muy por lo fijo antes de negar despacio con la cabeza.
—Ni hablar. Puedo estar hecho filetes, pero no soy un menguado. Si queréis despacharme, apretad ese gatillo y acabemos pronto… Con suerte, llegaré al infierno a la hora de cenar.
—No me gusta hacer de verdugo.
—Pues iros a tomar viento. Estoy demasiado débil para discutir.
Apoyó de nuevo la cabeza en la almohada, cerró los ojos silbando tirurí-ta-ta, y pareció desentenderse del asunto. Alatriste se estuvo de pie, pistola en mano. A través de la ventana oía el lejano reloj de una iglesia dando campanadas. Por fin, Malatesta dejó de silbar. Pasóse la mano por las cejas hinchadas, luego por el rostro picado de viruela y cicatrices, y miró de nuevo al capitán.
— ¿Qué?… ¿Os decidís?
Alatriste no respondió. Todo empezaba a rondar lo grotesco. Ni el propio Lope habría osado hacer representar aquello, por miedo a que los mosqueteros del zapatero Tabarca le patearan el corral. Se acercó un poco a la cama, estudiando las heridas de su enemigo. Hedían, con muy mal aspecto.