Limpieza de sangre (21 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: Limpieza de sangre
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El inquisidor estaba ante su atril, lento, ceremonioso, a punto de pronunciar mi nombre. Y entonces, un caballero vestido de negro y cubierto de polvo irrumpió en el palco de los secretarios reales. Llevaba ropas de viaje, botas altas de montar manchadas de lodo, espuelas, y su aspecto era de haber cabalgado reventando monturas de posta a posta, sin descanso. Traía en la mano una cartera de cuero, y con ella fuese por derecho al secretario real. Vi que cambiaban unas palabras, y que Alquézar, tomando la cartera con gesto impaciente, la abría para echarle un vistazo y luego miraba en mi dirección, después a fray Emilio Bocanegra y de nuevo a mí. Entonces el caballero vestido de negro volvióse a su vez, y pude reconocerlo al fin. Era Don Francisco de Quevedo.

X. LA CUENTA PENDIENTE

Las hogueras ardieron durante toda la noche. La gente se quedó hasta muy tarde en el quemadero de la puerta de Alcalá, incluso cuando los penitenciados no eran más que huesos calcinados entre pavesas y cenizas. Del resplandor de los fuegos subían columnas de humo con tonalidades rojas y grises, que a veces una racha de aire arremolinaba, trayendo hasta la muchedumbre un olor denso, acre, de madera y carne quemadas.

Todo Madrid trasnochaba allí: desde honestas casadas, graves hidalgos y gente de respeto, al vulgo más soez. Alborotaban los pilluelos, correteando en torno a las brasas, mientras los alguaciles acordonaban el lugar. No faltaban vendedores, ni mendigos que hicieran su agosto. Y a todos parecíales —o al menos así lo afectaban en público— santo y edificante el espectáculo. Aquella España desdichada, dispuesta siempre a olvidar el mal gobierno, la pérdida de una flota de Indias o una derrota en Europa con el jolgorio de un festejo, un Te Deum o unas buenas hogueras, oficiaba una vez más de fiel a sí misma.

—Es repugnante —dijo Don Francisco de Quevedo.

Era el gran satírico, como referí ya a vuestras mercedes, extremado católico al modo de su siglo y de su patria; pero templaba todo ello con su profunda cultura y su limpia humanidad. Aquella noche estaba inmóvil, ceñudo, mirando el fuego. La fatiga del viaje a matacaballo marcaba su aspecto y su tono de voz; aunque en ésta, el cansancio parecía añejo de siglos.

—Pobre España —añadió en voz baja.

Una de las hogueras se desplomó chisporroteando en nube de pavesas, e iluminó junto al poeta la figura inmóvil del capitán Alatriste. La gente rompió a aplaudir. El resplandor rojizo iluminaba a lo lejos los muros de los recoletos agustinos, y a este lado la picota de piedra en el cruce de caminos de Vicálvaro y Alcalá, donde los dos amigos permanecían algo retirados. Habían estado allí desde el principio, conversando en voz baja. Sólo callaron cuando, luego que el verdugo apretase tres vueltas de cordel en el cuello de Elvira de la Cruz, la broza y la leña crepitaron bajo el cadáver de la pobre novicia. De todos los penitenciados, el único quemado vivo fue el clérigo; había resistido bien casi hasta el final, negándose a reconciliar con el fraile que lo asistía, y enfrentado la primera lumbre en sereno continente. Lástima que al cabo, con las llamas por las rodillas —lo quemaron piadosamente despacio, para darle tiempo al arrepentimiento— se descompusiera un poco, terminando el suplicio entre atroces alaridos. Pero, salvo San Lorenzo, que se sepa, en la parrilla nadie es perfecto.

Don Francisco y el capitán Alatriste habían hablado muy por lo menudo de mí; que a tales horas dormía, exhausto y libre por fin, en nuestra casa de la calle del Arcabuz, bajo los cuidados maternales de Caridad la Lebrijana, y tan profundamente como si necesitara —lo que era en efecto el caso— reducir mis andanzas de los últimos días a los limites de una simple pesadilla. Y mientras en el quemadero ardían las hogueras, el poeta había estado refiriendo al capitán los pormenores de su apresurado y azaroso viaje a Aragón.

La pista proporcionada por el valido había resultado oro puro. Aquellas cuatro palabras escritas por Don Gaspar de Guzmán en el Prado —
Alquézar. Huesca. Libro verde
— contenían lo suficiente para salvar mi vida, parando los pies al secretario real. Alquézar era no sólo el apellido de nuestro enemigo, sino también el nombre del pueblo aragonés en que había nacido, y a donde cabalgó Don Francisco de Quevedo reventando caballos de posta por el camino real —uno cayó redondo en Medinaceli— en su intento desesperado de ganar la carrera contra el tiempo. En cuanto al libro verde, también llamado del becerro, como tales eran conocidos los catálogos, relaciones o registros familiares que obraban en poder de particulares o párrocos, y que servían como pruebas de ascendencia. Llegado Don Francisco a Alquézar, ingenióselas, usando de su nombre famoso y del dinero provisto por el conde de Guadalmedina, para husmear en los archivos locales. Y allí, para su sorpresa, alivio y regocijo, tuvo confirmación de lo que el conde de Olivares ya conocía merced a sus particulares espías: el propio Luis de Alquézar
no era de sangre limpia
, sino que en su genealogía familiar constaba —como en la de casi media España, por otra parte— una rama judía documentada como conversa a partir del año mil quinientos treinta y cuatro. Esos antepasados de origen hebreo refutaban la hidalguía del secretario real; pero, en un tiempo en que hasta la limpieza de sangre se compraba a tanto el abuelo, todo había sido muy oportunamente olvidado al realizar las pruebas y expedientes necesarios para que Luis de Alquézar accediese al cargo de alto funcionario de la Corte. Y como ostentaba, además, la dignidad de caballero de la orden de Calatrava, y ésta no admitía sino a gente probada como cristiana vieja y cuyos antepasados no se hubieran envilecido con la práctica de oficios manuales, eran flagrantes la falsedad documental y el monipodio. La publicación de aquella noticia —un simple soneto de Quevedo habría bastado—, respaldada con el libro verde que el poeta había obtenido del párroco de Alquézar a cambio de un lindo cartucho de escudos de plata, podía deshonrar al secretario real, haciéndole perder su hábito de Calatrava, el cargo en la Corte, y la mayor parte de sus privilegios como hijodalgo y caballero. Por supuesto, la Inquisición y fray Emilio Bocanegra, como el propio Olivares, estaban al corriente de todo ello; pero en un mundo venal, hecho de hipocresía y falsas maneras, los poderosos, los buitres carroñeros, los envidiosos, los cobardes y los canallas suelen encubrirse unos a otros. Dios nuestro señor los crió a todos, y éstos vinieron juntándose desde siempre, y bien a su gusto, en nuestra infeliz España.

—Lástima que no vierais su cara, capitán, cuando le mostré el libro verde —la voz tomada del poeta traslucía su fatiga; aún llevaba las polvorientas ropas de viaje y espuelas manchadas de sangre en las botas—. Luis de Alquézar se quedó más blanco que los papeles que le puse en las manos; luego enrojeció como una llamarada, y temí fuese a sufrir una apoplejia… Pero importaba sacar a Íñigo de allí; de suerte que me arrimé un poco y dije, impaciente: «
Señor secretario real, no hay tiempo para dimes y diretes. Si no paráis lo del mozo, sois hombre perdido
»… Y lo cierto es que ni siquiera intentó discutir. El gran bellaco lo vio tan claro como que un día todos rendimos cuentas al Todopoderoso.

Era muy cierto. Antes que el escribano llegase a pronunciar mi nombre, y con una diligencia que mucho decía en favor de sus cualidades como secretario real o lo que se terciara, Alquézar había salido de su palco igual que una bala de mosquete, llegándose a un estupefacto fray Emilio Bocanegra, con quien cambió rápidas palabras en voz muy baja. El semblante del dominico había mostrado sucesivamente sorpresa, cólera y pesadumbre; y sus ojos vengativos hubieran fulminado a Don Francisco de Quevedo si a éste, cansado del viaje, tenso por el peligro que aún me amenazaba, y resuelto a llegar hasta el final aunque fuese allí mismo y a voces, no se le hubieran dado a la sazón una higa todas las miradas asesinas del mundo. Al cabo, secándose el sudor con un lienzo, de nuevo pálido como si el barbero acabara de sangrarlo a conciencia, Alquézar regresó despacio al palco donde aguardaba el poeta. Y por fin, sobre su hombro, Quevedo vio cómo más atrás, en el estrado de los inquisidores, estremeciéndose todavía de despecho y de ira, fray Emilio Bocanegra llamaba al escribano; y éste, tras escuchar unos instantes respetuosamente, tomaba el papel que se disponía a leer con mi sentencia y lo guardaba aparte, archivándolo para siempre.

Otra de las hogueras se hundió con estrépito, y la lluvia de chispas inundó la oscuridad, avivando el resplandor que iluminaba a los dos hombres. Diego Alatriste permanecía inmóvil junto al poeta, sin apartar los ojos de las llamas. Bajo el ala del sombrero, el fuerte mostacho y la nariz aguileña parecían enflaquecerle aún más el rostro, demacrado por la fatiga de la jornada y también por la herida fresca de la cadera, que pese a no ser seria, le estorbaba.

—Lástima —murmuró Don Francisco— no haber llegado a tiempo para salvarla también a ella.

Señalaba la hoguera más próxima, y parecía avergonzado por la suerte de Elvira de la Cruz. No de sí mismo, ni del capitán, sino de todo lo que había llevado hasta allí a la pobre moza, destruyendo además a su familia. Avergonzado, tal vez, de aquella tierra donde le había tocado vivir: cainita, cruel, deslumbradora en el gesto de grandeza estéril, pero indolente y ruin en lo cotidiano, de la que su hombría de bien y su estoica resignación senequista, muy sinceramente cristiana, no bastaban para consolarlo. Pues, desde siempre, ser lúcido y español aparejó gran amargura y poca esperanza.

—De cualquier modo —concluyó Quevedo—, era voluntad de Dios.

Diego Alatriste no se pronunció en seguida al respecto. Voluntad de Dios o del diablo, él seguía callado, mirando las hogueras y las siluetas de los corchetes y el gentío recortándose en el siniestro fondo de las llamas. No había querido ir a verme todavía a la calle del Arcabuz, a pesar de que Quevedo, y luego Martín Saldaña, a quien buscaron por la tarde, habíanle dicho que de momento nada tenía que temer. Todo parecía resuelto con tal discreción que ni siquiera el bravonel muerto en el callejón salió a la luz; y nadie tenía tampoco noticias del acuchillado Gualterio Malatesta. De modo que, apenas vendada la herida en la botica del Tuerto Fadrique, Alatriste se había encaminado con Quevedo al quemadero de la puerta de Alcalá; y allí se estuvo junto al poeta, hasta que Elvira de la Cruz no fue más que huesos achicharrados y cenizas en el rescoldo de su hoguera. Por un momento, entre la muchedumbre, el capitán había creído ver de nuevo a Jerónimo de la Cruz, o al menos la sombra fantasmal en que parecía haberse convertido el hermano mayor, único superviviente de la diezmada familia; pero la oscuridad, y el vaivén del gentío, habíanse cerrado en seguida, caso de ser él, sobre su rostro embozado.

—No —dijo por fin Alatriste.

Había tardado tanto en hablar que Don Francisco ya no lo esperaba, y se entretuvo en mirarlo, sorprendido, intentando averiguar a qué se refería. Pero el capitán siguió observando el fuego, impasible; y sólo más tarde, al cabo de otra larga pausa, volvióse lentamente hacia Quevedo:

—Dios no tiene nada que ver con esto.

A diferencia de los lentes del poeta, sus ojos glaucos no reflejaban la luz de las hogueras, sino que más bien parecían dos charcos claros de agua helada. Las últimas llamas hacían bailar sombras y luces rojizas en su perfil taciturno, afilado como la hoja de un cuchillo.

Yo fingía dormir. Caridad la Lebrijana estaba sentada a la cabecera de la cama, donde me había acostado después de una cena y un baño caliente en un barreño de la taberna; y velaba mi descanso mientras zurcía a la luz de una vela la ropa blanca del capitán. Yo tenía los ojos cerrados, gozando de la tibieza del lecho, en una grata duermevela que me facilitaba, además, no responder a preguntas ni referirme para nada a mi reciente aventura, cuyo sólo pensamiento —no podía olvidar el infame sambenito— aún me corroía de vergüenza. El calor de las sábanas, la bondadosa compañía de la Lebrijana, el saberme de nuevo entre amigos y, sobre todo, la posibilidad de permanecer quieto, los ojos cerrados, mientras el mundo giraba afuera muy olvidado de mí, sumíanme en un letargo parecido a la felicidad; extremada por el pensamiento de que nadie, en mi prisión, me había arrancado una palabra que incriminase a Diego Alatriste.

Tampoco abrí los ojos al oír sus pasos en la escalera; ni siquiera cuando, ahogando una exclamación, la Lebrijana tiró al suelo la labor y se arrojó a sus brazos. Estuve escuchando el rumor contenido de la conversación, varios sonoros besos de la tabernera, el murmullo de protesta del recién llegado, nuevos cuchicheos y, por fin, el ruido de la puerta al cerrarse, y pasos escaleras abajo. Creía haberme quedado solo cuando, tras un largo silencio, las botas del capitán volvieron a sonar en el piso, acercándose a la cama hasta detenerse a mi lado.

Estuve a punto de abrir los ojos, más no lo hice. Yo sabía que él me había visto en la plaza, lleno de oprobio entre los penitenciados. Tampoco podía olvidar que por desobedecer sus órdenes habíame dejado atrapar como un pardillo, la noche del asalto al convento de las adoratrices benitas. Aún no me encontraba, en corto, lo bastante firme para afrontar sus preguntas o sus reproches; ni siquiera el silencio de su mirada. Así que permanecí inmóvil, respirando acompasadamente para fingirme dormido.

Hubo una larguísima pausa en que nada ocurrió. Sin duda me observaba a la luz de la vela que la Lebrijana había dejado encendida. No se oía un ruido, ni su aliento, ni nada de nada. Y entonces, cuando ya empezaba a dudar de que realmente él estuviera allí, sentí el contacto de su mano, la palma áspera que se posó un momento sobre mi frente, con una ternura cálida, inesperada. La dejó quieta un poco y luego retiróla bruscamente. Entonces los pasos se alejaron de nuevo, y oí el sonido de la alacena al abrirse, chocar de un vaso y una garrafa de vino, y el arrastrar de una silla.

Abrí un poco los ojos, con precaución. En la poca luz del cuarto vi que el capitán se había desceñido ropilla, jubón y espada; y, sentado ante la mesa, bebía en silencio. El vino gorgoteaba una y otra vez al caer en el vaso, y él lo bebía lenta, metódicamente, como si ninguna otra cosa tuviera por hacer en el mundo. La amarillenta luz de cera iluminaba la mancha clara de su camisa, el escorzo del rostro, el cabello corto, una guía del enhiesto bigote de soldado. Callado e inmóvil, salvo para beber, tenía la ventana abierta y en ella se insinuaban, entre tinieblas, los tejados y chimeneas cercanos. Y entre ellos brillaba una única estrella, quieta, silenciosa y fría. Alatriste miraba obstinado la oscuridad, o el vacío, o sus propios fantasmas vagando en la penumbra. Yo conocía bien su mirada cuando el vino la enturbiaba, y era capaz de adivinarla sin esfuerzo en ese momento: glauca, ausente. En su cintura, empapado el vendaje, una mancha de sangre crecía muy despacio, tiñéndole de húmedo rojo la camisa blanca. Parecía tan resignado y solo como la estrella que parpadeaba afuera, en la noche.

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