A Grullo dieron tormento
y en el de verdad de soga
dijo nones, que es defensa
en los potros y en las bodas.
O aquella otra, tan celebrada, de:
En casa de los bellacos
,en el bolsón de la horca
,por sangrador de la daga
me metieron a la sombra.
El pasadizo de San Ginés era uno de los sitios favoritos de los retraídos, pues por la noche salían allí a que les diese el aire, convirtiendo el lugar en concurrido ir y venir donde no faltaban improvisados figones de puntapié para tomar un bocado; dignísima concurrencia que se disolvía como por ensalmo en cuanto asomaban los corchetes. Cuando llegó Diego Alatriste, en la estrecha calleja había una treintena de almas: jaques, capeadores, algunas cantoneras ajustando cuentas con sus rufianes, y grupos de matasietes y chusma que charlaba en corrillos, o despachaba pellejos y damajuanas de vino peleón. Había poca luz —sólo un minúsculo farolillo colgado en la esquina del pasadizo, bajo el arco—, casi todo el lugar estaba en sombra, y la mitad larga de la gente iba embozada; de modo que el ambiente, aunque animado de conversaciones, resultaba tenebroso en extremo, y harto apropiado para el tipo de cita a la que acudía el capitán. Allí, a un curioso, un mirón o un corchete, si no venía en cuadrilla y bien herrado, podían desjarretarle el tragar en un Jesús.
Reconoció a Don Francisco de Quevedo pese al embozo, junto al farolillo, y llegóse hasta él con disimulo, apartándose ambos a un lado, la capa subida sobre la cara y el fieltro hasta las cejas; aspecto que, por otra parte, mostraba con naturalidad la mitad de los presentes en el pasadizo.
—Mis amigos han hecho pesquisas —contó el poeta tras el primer cambio de impresiones—. Parece cierto que Don Vicente y sus hijos estaban vigilados por la Inquisición. Y mucho me huelo que alguien aprovechó el lance para matar varios pájaros de un tiro; incluido vos, capitán.
Y a media voz, hurtándose a los que iban y venían, Don Francisco puso en antecedentes a Alatriste de cuanto había podido averiguar. El Santo Oficio, taimado y paciente, muy al tanto por sus espías del intento de la familia de la Cruz, había dejado hacer, a la espera de cazarlos in fraganti. El motivo no era defender al padre Coroado, sino todo lo contrario; ya que éste contaba con la protección del conde de Olivares, con quien la Inquisición mantenía sorda pugna, esperaban que el escándalo desacreditase tanto el convento como a su protector. De paso echarían mano a una familia de conversos a los que acusar de judaizantes; y una hoguera nunca iba mal para el prestigio de la Suprema. El problema era que no pudieron coger a casi nadie vivo: Don Vicente de la Cruz y su hijo menor, Don Luis, habían vendido cara su piel, muriendo en la emboscada. Mientras que el hijo mayor, Don Jerónimo, aunque malherido, logró escapar y estaba oculto en alguna parte.
—¿Y nosotros? —preguntó Alatriste.
Relucieron los lentes del poeta cuando negó con la cabeza.
—No circulan nombres. Estaba tan oscuro que nadie nos conoció. Y quienes se acercaron no están para contarlo.
—Sin embargo, saben que andamos en esto.
—Puede —Don Francisco hizo un gesto vago—. Pero no tienen pruebas legales. Por mi parte, ahora empiezo a gozar otra vez del favor del valido y del Rey, y si no es con las manos en la masa será difícil achacarme nada —hizo una pausa, preocupado—…En cuanto a vuestra merced, no sé a qué atenerme. Igual esperan conseguir algo que os inculpe. o quizás os buscan discretamente.
Pasaban dos jaques y una cantonera discutiendo con muy malos modos, y Don Francisco y el capitán les cedieron espacio, arrimándose más a la pared.
—¿Qué ha sido de Elvira de la Cruz?
El poeta emitió un suspiro de desaliento.
—Detenida. La pobre moza va a llevar la peor parte. Está en las cárceles secretas de Toledo, así que mucho me temo habrá chamusquina.
—¿E Íñigo?
La pausa fue larga. La voz de Alatriste había sonado fría, sin inflexiones; me había dejado para el final. Don Francisco miró alrededor, a la gente que parlaba y se movía entre las sombras del pasadizo. Después se volvió a su amigo.
—También está en Toledo —calló de nuevo, y al instante movió la cabeza en gesto de impotencia—.Lo cogieron cerca del convento.
Alatriste guardó silencio. Estuvo así mucho rato, mirando el ir y venir. Hacia la esquina sonaron unas notas de guitarra.
—Sólo es un chiquillo —dijo por fin—. Hay que sacarlo de allí.
—Imposible. Más bien guardaos de reuniros con él… Imagino que confían en su testimonio para inculparos.
—No se atreverán a maltratarlo.
Tras el embozo de Don Francisco sonó su risa ácida, desganada.
—La Inquisición, capitán, se atreve a todo.
—Pues hay que hacer algo.
Lo dijo muy frío, obstinado, fijos los ojos en el extremo del pasadizo, donde seguía sonando la guitarra. Don Francisco miraba en la misma dirección.
—Sin duda —convino el poeta—. Pero no sé qué.
—Tenéis amigos en la Corte.
—Los he movilizado a todos. No olvido que fui yo quien os metió en esto.
El capitán hizo un gesto a medias, alzando un poco la mano para descartar cualquier culpa de Don Francisco. Una cosa era que, como amigo, esperase de él cuanto estaba a su alcance; y otra que le reprochara nada. Alatriste había cobrado por el trabajo, y yo era, sobre todo, asunto suyo. Después de aquello se estuvo un rato tan quieto y callado que el poeta lo miró con inquietud.
—No se os ocurra entregaros —susurró—. Eso no ayudaría a nadie, y menos a vuestra merced.
Alatriste siguió en silencio. Tres o cuatro rufianes de los retraídos se habían puesto a platicar cerca de ellos, con mucho vuacé, mucho so camarada y mucho a fe del hijodalgo que ninguno era ni por asomo. Los nombres con que se interpelaban unos a otros no iban a la zaga: Espantadiablos, Maniferro. Al cabo de un rato, el capitán habló de nuevo.
—Antes —apuntó en voz baja— dijisteis que la Inquisición quiso matar varios pájaros de un tiro… ¿Qué más hay en esto?
Don Francisco respondió en el mismo tono:
—Vos. Erais el cuarto palomo, pero sólo lo lograron a medias… Todo el plan fue trazado, según parece, por dos conocidos vuestros: Luis de Alquézar y fray Emilio Bocanegra.
—Pardiez.
Quedó en suspenso el poeta, creyendo que el capitán iba a añadir algo al juramento; pero éste permaneció en silencio. Seguía vuelto hacia el callejón, inmóvil tras el rebozo de la capa, y el ala del sombrero ocultaba su rostro en tinieblas.
—Por lo visto —prosiguió Don Francisco— no os perdonan aquel asunto del príncipe de Gales y Buckingham… Y ahora la ocasión la pintan calva: el padre Coroado, el convento del valido, la familia de conversos y vuestra merced harían lindo paquete para un auto de fe.
Interrumpiólo uno de los rufianes, que al echarse atrás a beber en un zaque tropezó con Don Francisco. Revolvióse el hampón con mucho resonar de hierro en el cinto y muy malas maneras.
—¡A fe de quien soy que estorba uced, compañero!
Mirólo con sorna el poeta, y fuese un poco para atrás, recitando entre dientes, burlón:
Vos, Bernardo entre franceses
y entre españoles Roldán
,cuya espada es un Galeno
y una botica la faz.
Oyólo el matarife y amoscóse luego, haciendo ademán de requerir con mucho aparato.
—¡Cuerpo de Cristo —dijo— que ni Galeno, ni Roldán, ni Bernardo me llamo, sino que Antón Novillo de la Gamella tengo por buen nombre!… ¡Y a fuer de hijodalgo, con hígados para jiferarle a cercén las orejas a quien se me apitone!
Decía eso con mucho aspaviento de desnudar la herreruza, pero sin decidirse a meter mano por ignorar con quién se jugaba los cuartos. Llegáronse en esto los camaradas, con similar talante y ganas de bulla, parándose con las piernas abiertas, fragor de mucho hierro y retorcer de mostachos. Eran de esos que se opinan tanto de bravos, que por alardear confiesan lo que no hicieron. Entre todos hubieran acuchillado en medio soplo a un manco, pero Don Francisco no lo era. Alatriste vio que el poeta despejaba por atrás daga y espada, y sin llegar a desembozarse del todo protegíase el vientre con el revuelo de la capa. Se disponía él a hacer lo mismo, pues para danza de blancas el sitio estaba diciendo bailadme, cuando uno de los compadres del jaque —un bravonel grande tocado con montera, que llevaba un tahalí de a palmo cruzándole el pecho, y al extremo una enorme herreruza, dijo:
—Duecientas mojadas vamos a tarascarles a estos señores en los cuajares, camaradas. Que aquí, el que no se va en uvas se va en agraz.
Tenía en la cara más puntos y marcas que un libro de música, amén del acento y las trazas de los rufianes del Potro de Córdoba —rufián cordobés y hembra valenciana, rezaba el refrán—, y hacia también ademán de aligerar la vaina, pero sin concluir el gesto; esperando que se les juntase algún rufo más de las cercanías, pues siendo cuatro a dos aún no parecía antojársele parejo el lance. Entonces, para sorpresa de todos, Diego Alatriste se echó a reír.
—Venga, Cagafuego —dijo, con festiva sorna—. Dénos vuestra merced cuartel a este caballero y a mi, y no nos matéis de a siete, sino poquito a poco. Por los viejos tiempos.
Estupefacto, el jaque grandullón se quedó mirándolo, muy corrido, esforzándose en reconocerlo pese a la oscuridad y al rebozo. Al cabo se rascó bajo la montera, que llevaba incrustada sobre unas cejas tan espesas que parecían una.
—Anda la Vírgen —murmuró por fin—. Pero si es el capitán Alatriste.
—El mismo —confirmó éste—. Y la última vez nos vimos a la sombra.
Era muy cierto lo de la última. En cuanto a la primera, ingresado el capitán por unas deudas en la cárcel de Corte, habíale puesto como primer trámite una cuchilla de carnicero en el cuello al tal Cagafuego, de nombre Bartolo, que pasaba por el más valentón entre los presos del estaribel. Eso le había confirmado a Diego Alatriste fama de hombre de asaduras, amén del respeto del cordobés y de los otros presos. Respeto que se trocó en lealtad cuando fue repartiendo entre ellos los potajes y las botellas de vino que le enviaban Caridad la Lebrijana y sus amigos para aliviarle el hospedaje. Incluso, ya en libertad, había seguido favoreciéndolos de vez en cuando.
—Os hacía apaleando sardinas, señor Cagafuego. Al menos para allí abajo iba vuestra merced, si mal no recuerdo.
Los compadres del bravo habían mudado de actitud —incluido el llamado Antón Novillo de la Gamella—, y ahora asistían al asunto con curiosidad profesional y una cierta consideración, cual si la deferencia que su compadre mostraba a aquel embozado fuese mejor aval que un breve del Papa. Por su parte, Cagafuego parecía complacido de que Alatriste estuviera al tanto de su currículum laudis.
—Vaya que sí, señor capitán —repuso, y su tono había cambiado mucho desde las duecientas mojadas prometidas poco antes—. Y allí estaría de bogavante, tocando música con los grilletes y palmas en un remo de las galeras del Rey de no ser por mi santa, Blasa Pizorra, que se amancebó con un escribano, y entre los dos templaron al juez.
—¿Y qué hacéis retraído?… ¿O andamos de visita?
—Retraído y bien retraído, voto a Dios —se lamentó no sin resignación el escarramán—. Que hace tres días yo y aquí los camaradas le vaciamos a lo catalán el alma a un corchete, y a iglesia nos llamamos hasta que escampe. O hasta que mi coima ahorre unos ducados, pues ya sabe vuacé que no hay más Justicia que la que uno compra.
—Me alegro de veros.
En la penumbra, Bartolo Cagafuego abrió la boca en algo parecido a una sonrisa amistosa, oscura y enorme.
—Y yo de verle a uced tan bueno. Y a fe que me tiene a su disposición aquí en San Ginés, con mis hígados y esta gubia —palmeó la espada, que resonó con mucho estrépito contra daga y puñales— para servir a Dios y a los camaradas, por si se le ofrece calaverar a alguien en horas de poca luz —miró a Quevedo, conciliador, y volvióse de nuevo al capitán tocándose la montera con dos dedos—. Y disimule vuacé el equívoco.
Dos daifas pasaron corriendo, recogido el vuelo de las faldas en la carrera. Había callado la guitarra de la esquina, y un movimiento de inquietud y prisa agitaba a la chusma apostada en el pasadizo. Volviéronse todos a mirar.
—¡La gura!… ¡La gura! —voceó alguien.
En la esquina se oía bullicio de alguaciles y corchetes. Sonaron voces de ténganse a fe, ténganse que yo lo digo, y luego los consabidos gritos de favor a la justicia y al Rey. Apagóse de un golpe el farolillo mientras se dispersaba la parroquia con la velocidad de un rayo: los retraídos a la iglesia, y el resto ahuecando pasadizo y calle Mayor arriba. Y en menos tiempo del que se despachan almas, allí no quedó una sombra.
De recogida, camino de la cava de San Miguel dando un amplio rodeo en torno a la plaza Mayor, Diego Alatriste se detuvo enfrente de la taberna del Turco. Inmóvil al otro lado de la calle, protegido por la oscuridad, estuvo un rato observando los postigos cerrados y la ventana iluminada del piso de arriba, donde Caridad la Lebrijana tenía su casa. Ella estaba despierta, o bien había dejado una luz como señal para él. Aquí estoy y te espero, parecía decir el mensaje. Pero el capitán no cruzó la calle. Se limitó a permanecer muy quieto, la capa a modo de embozo y el chapeo bien calado, procurando fundirse con las tinieblas de los portales. La calle de Toledo y la esquina de la del Arcabuz se veían desiertas, pero resultaba imposible averiguar si alguien espiaba desde el resguardo de algún zaguán. Lo único que podía ver era la calle vacía y aquella ventana iluminada, donde le pareció que cruzaba una sombra. Quizá la Lebrijana estaba despierta, aguardándolo. La imagino moviéndose por la habitación, con el cordón de la camisa de dormir flojo sobre los hombros morenos y desnudos, y añoró el olor tibio de aquel cuerpo que, pese a las muchas guerras que también había librado en otro tiempo, guerras mercenarias de a tanto la noche, besos y manos extrañas, seguía siendo hermoso, denso Y cálido, confortable como el sueño, o como el olvido.
Luchó con el deseo de cruzar la calle y refugiarse en aquella carne acogedora que nunca se negaba; pero se impuso el instinto de conservación. Rozó con la mano la empuñadura de la vizcaína que llevaba al costado izquierdo, junto a la espada, sirviendo de contrapeso a la pistola que ocultaba bajo la capa, y volvió a escudriñar, desconfiado, al acecho de una sombra enemiga. Y por un largo momento deseó encontrarla. Desde que me sabía en manos de la Inquisición, y conocía además la identidad de quienes habían movido los hilos de la celada, albergaba una cólera lúcida y fría, rayana en la desesperación, que necesitaba echar afuera de algún modo. La suerte de Don Vicente de la Cruz y sus hijos, incluso la de la novicia encarcelada, no le importaban tanto. En las reglas del juego peligroso donde a menudo iba en prenda la propia piel, aquello formaba parte del negocio. Lo mismo que en cada combate se producían bajas, los lances de la vida deparaban ese tipo de cosas. Y él las asumía desde el principio con su impasibilidad habitual; un talante que, si a veces parecía rozar la indiferencia, no era otra cosa que estoica resignación de viejo soldado.