Limpieza de sangre (19 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: Limpieza de sangre
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En tal jornada, que pretendía memorable, el Santo Oficio quiso matar varias perdices de un solo escopetazo. Resueltos a minar la política de acercamiento del conde de Olivares a los banqueros judíos portugueses, los más radicales inquisidores de la Suprema habían planeado un auto de fe espectacular, que metiera el miedo en el cuerpo a quienes no andaban ciertos en limpieza de sangre. Y el mensaje era nítido: por mucho dinero y favor del valido que tuvieran, los portugueses de origen hebreo nunca estarían seguros en España. La Inquisición, apelando siempre en último extremo a la conciencia religiosa del Rey nuestro señor —tan irresoluto e influenciable de joven como de viejo, de buena naturaleza y ningún carácter—, prefería un país arruinado pero con la fe intacta. Y esa, que a la larga tuvo efecto, y muy desastroso por cierto, en los planes económicos de Olivares, fue razón principal de que el proceso de la Adoración Benita, así como otras causas similares, se acelerase para eficaz y público escarmiento. De modo que resolvieron en pocas semanas lo que otras veces ocupaba meses, e incluso años de minuciosa instrucción.

Con las prisas, incluso, simplificáronse trámites del complicado protocolo. Las sentencias, que se leían a los penitenciados la noche anterior tras una solemne procesión de las autoridades, llevando éstas la cruz verde destinada a la plaza y la blanca que se levantaba en el quemadero, dejáronse para hacerse públicas en el mismo auto de fe, con todo el mundo ya presente en el festejo. El día anterior habían llegado desde las cárceles de Toledo los presos destinados al acto, que eran —éramos— una veintena, alojándonos en los calabozos que el Santo Oficio tenía en la calle de los Premostenses, por mal nombre calle de la Inquisición, muy cerca de la plazuela de Santo Domingo.

Llegué así la noche del sábado, sin comunicarme con nadie desde que fui sacado de mi celda y puesto en un coche, con las cortinillas cerradas y fuerte escolta, del que no salí hasta que, a la luz de teas encendidas, me hicieron descender en Madrid, entre familiares de la Inquisición armados. Bajáronme a un nuevo calabozo donde cené de forma razonable; y con eso, una manta y un jergón, aviéme la incierta noche, que fue toda de pasos y ruido de cerrojos al otro lado de la puerta, voces que iban y venían, mucho trajín y aparato. Con lo que empecé a temer muy por lo serio que la siguiente jornada íbame a deparar pesados trabajos. Me estrujaba el seso rebuscando en los lances apretados que había visto en los corrales de comedias, a la espera, como siempre ocurría en ellos, de una traza oportuna con que salir. A esas alturas tenía la certeza de que, fuera cual fuese mi culpa, no podía ser quemado a causa de mi edad. Pero las penas de azotes y el encarcelamiento, incluso de por vida, entraban en los usos del caso; y no andaba yo cierto de cuál iba a resultar mejor libranza. Sin embargo —cosas de la prodigiosa naturaleza— los buenos humores de mi mocedad, las penurias pasadas y el agotamiento del viaje hicieron pronto su natural efecto, y tras un largo rato en vela, sin cesar de interrogarme por mi triste suerte, vencióme un sueño piadoso y reparador que alivió las inquietudes de mi entendimiento.

Dos mil personas habían velado para asegurarse un sitio. Y a las siete de la mañana en la plaza Mayor no cabía un alma. Disimulado entre la multitud, con el chapeo de ala ancha bien puesto sobre la cara y un herreruelo vuelto sobre el hombro a modo de discreto embozo, Diego Alatriste abrióse paso hasta asomarse al portal de la Carne. Los arcos estaban abarrotados de gente de todo estado y condición. Hidalgos, clérigos, artesanos, criadas, comerciantes, lacayos, estudiantes, pícaros, mendigos y chusma varia se empujaban unos a otros buscando situarse bien. Negreaban las ventanas de gente de calidad, cadenas de oro, argentados, ruanes, puntas de a cien escudos, hábitos y toisones. Y abajo, familias enteras, niños incluidos, acudían con cestas de vituallas y refrescos destinados a la comida y la merienda, mientras alojeros, aguadores y vendedores de golosinas empezaban a hacer su agosto. Un merchante de estampas religiosas y rosarios pregonaba a voces su mercancía, que en jornada como aquélla, aseguraba, traía bendición del Papa e indulgencias plenarias. Más allá, un supuesto mutilado de Flandes, que en su vida había visto una pica ni de lejos, limosneaba plañidero, disputándose el lugar con otro falso tullido y otro que fingía burdamente tener la tiña con una capa de pez sobre la cabeza rapada. jugaban de vocablo los galanes y gitaneaban las busconas. Y dos mujeres, una bonita sin manto y otra caríazogada y fea con él, de las que juran no sentarse en ramo verde hasta enamorar a un grande de España o a un genovés, convencían a un menestral aficionado a bizarrear de espada y dárselas de galán y caballero, de que aflojara la bolsa para regalarlas con unos azafates de fruta y unas peladillas. Y el pobre hombre, en la esperanza del lance, había aflojado ya dos de a ocho que llevaba encima, alegrándose para su coleto de no llevar más. Ignorante, el menguado, de que los verdaderos señores nunca dan, ni amagan; antes hacen gala de no dar, y después, también.

Era un día luminoso, perfecto para la jornada, y el capitán entornaba los ojos claros, deslumbrados por el azul que se derramaba por los aleros de la plaza. Anduvo entre la gente abriéndose paso a codazos. Olía a sudor, a multitud, a fiesta. Sentía crecerle una desesperación sin consuelo posible; la impotencia ante algo que escapaba a sus limitadas fuerzas. Aquella maquinaria que se movía inexorable no dejaba resquicio para otra cosa que la resignación y el espanto. Nada podía hacer, y ni siquiera él estaba seguro allí. Andaba con el mostacho sobre el hombro, retirándose apenas alguien lo miraba un poco más de lo debido. En realidad se movía por hacer algo, por no estarse quieto pegado a la columna de un soportal. Se preguntó dónde diablos andaría a tales horas Don Francisco de Quevedo, cuyo viaje, resultara lo que resultase, era ya el único hilo de esperanza frente a lo inevitable. Un hilo que sintió romperse cuando sonaron las cornetas de la guardia, haciéndole mirar la ventana cubierta con un dosel carmesí en la fachada de los Mercaderes. El Rey nuestro señor, la reina y la Corte ocupaban ya sus asientos entre los aplausos de la multitud: de terciopelo negro el cuarto Felipe, grave, sin mover pie, mano ni cabeza, tan rubio como la pasamanería de oro y la cadena que le cruzaba el pecho; de raso amarillo la reina nuestra señora, tocada con garzota de plumas y joyas. Formaban las guardias con alabardas bajo su ventana, a un lado la española y al otro la tudesca, con la de arqueros en el centro, imponentes todas en su orden impasible. Aquello era un gallardo espectáculo para todo el que no corría peligro de que lo quemasen. La cruz verde estaba instalada sobre el tablado, y pendían de las fachadas, sembradas a trechos, las armas de Su Majestad y las de la Inquisición: una cruz entre una espada y una rama de olivo. Todo era rigurosamente canónico. El espectáculo podía comenzar.

Nos habían sacado a las seis y media, entre alguaciles y familiares del Santo Oficio armados con espadas, picas y arcabuces, y llevado en procesión por la plazuela de Santo Domingo para bajar a San Ginés y de ahí, cruzando la calle Mayor, entrar a la plaza por la calle de los Boteros. Marchábamos en fila, cada uno con su escolta de guardias armados y familiares enlutados de la Inquisición con siniestros bastones negros. Había clérigos con sobrepellices, gori—gori, lúgubres tambores, cruces cubiertas con velos y gente mirando por las calles. Y allí, en el centro, caminábamos primero los blasfemos, luego los casados dos veces, tras ellos los sodomitas, los judaizantes y los adeptos a la secta de Mahoma, y por último los reos de brujería; y cada grupo incluía las estatuas de cera, cartón y trapo de los que habían muerto en prisión o andaban fugitivos e iban a ser quemados en cadáver o en efigie. Yo estaba hacia la mitad de la procesión, entre los judaizantes menores, tan aturdido que me creía en mitad de un sueño del que, con algún esfuerzo, iba a despertar aliviado de un momento a otro. Todos lucíamos sambenitos: una especie de camisones que nos habían vestido los guardias al sacarnos de los calabozos. El mío llevaba un aspa roja, pero otros estaban pintados con las llamas del infierno. Había hombres, mujeres y hasta una niña de casi mi edad. Algunos lloraban y otros se mantenían impasibles, como un clérigo joven que había negado en misa que Dios estuviese dentro de la sagrada forma, y se resistía a retractarse. Una vieja a la que sus vecinos denunciaban por bruja, que por su mucha edad no podía tenerse, y un hombre a quien el tormento había tullido los pies, iban a lomos de mulas. Los acusados más graves llevaban corozas, y a todos nos habían puesto una vela en las manos. A Elvira de la Cruz la había visto con sambenito y encorozada, cuando nos formaban para la procesión y situábanla a ella entre los últimos. Después echamos a andar, y ya no pude verla más. Yo iba con el rostro inclinado, temiendo encontrar algún conocido entre la gente que nos miraba pasar. Iba, como pueden suponer vuestras mercedes, muerto de vergüenza.

Cuando la procesión desembocó en la plaza, el capitán me buscó con la mirada entre los penitenciados. No pudo hallarme hasta que nos hicieron subir al tablado y tomar asiento en las gradas allí dispuestas, cada uno entre dos familiares del Santo Oficio; y aun así lo consiguió con dificultad, pues ya he dicho que procuraba mantener la cabeza baja, y la elevación del tablado permitía gozar de buena vista a la gente de las ventanas, pero se la entorpecía al pueblo que miraba el espectáculo desde los soportales. Las sentencias no habían sido hechas públicas aún, de modo que Alatriste sintió un extremo alivio al comprobar que yo iba en el grupo de los judaizantes menores, y sin coroza; lo que, al menos, descartaba la hoguera. Movíanse entre los enlutados alguaciles de la Inquisición los hábitos negros y blancos de los frailes dominicos organizándolo todo; y los representantes de otras órdenes —menos los franciscanos, que se habían negado a asistir por considerar agravio asignarles sitio detrás de los agustinos— ya ocupaban sus asientos en los lugares de honor con el alcalde de Casa y Corte, y los consejeros de Castilla, Aragón, Italia, Portugal, Flandes e Indias. Acompañando al inquisidor general estaba fray Emilio Bocanegra, descarnado y siniestro, en la zona reservada al tribunal de los Seis jueces. Saboreaba su día de triunfo, como debía de hacerlo Luis de Alquézar en el palco de los altos funcionarios de Palacio, al pie de la ventana donde en ese momento el Rey nuestro señor juraba defender a la Iglesia católica y perseguir a herejes y apóstatas contrarios a la verdadera religión. El conde de Olivares ocupaba una ventana más discreta, a la derecha de sus augustas majestades, y mostraba el ceño adusto. A pocos iniciados en los secretos de la Corte escapaba que toda aquella representación era en su honor.

Empezaron a leer sentencias. Uno por uno, los penitenciados eran llevados ante el tribunal y allí, tras la minuciosa relación de crímenes y pecados, les comunicaban su suerte. Los que habían de ser azotados o iban a galeras salían con sogas, y los destinados a la hoguera con las manos atadas. A estos últimos llamábanlos relajados, pues como la Inquisición era de naturaleza eclesiástica, no podía verter ni una gota de sangre; de modo que para guardar las formas se los relajaba o entregaba a la justicia seglar, para que ella cumpliese en sus carnes las sentencias. Y aun así se ejecutaba mediante hoguera, para mantener hasta el fin la ausencia de efusión de sangre. Dejo a vuestras mercedes el cuidado de valorar la muy jodida sutileza del asunto.

En fin. Sucediéronse, como cuento, lecturas, sentencias, abjuraciones de levi y de vehementi, gritos de angustia de algunos sentenciados a penas graves, resignación en otros, y satisfacción del público cuando se aplicaba el máximo rigor. El cura que negaba la presencia de Cristo en la sagrada forma fue condenado a la hoguera entre grandes aplausos y muestras de contento; y después de rayerle con violencia las manos, lengua y tonsura en señal de despojo de sus sagradas órdenes, se lo llevaron camino del quemadero, que se había puesto en la explanada que quedaba por fuera de la Puerta de Alcalá. La vieja acusada de sacadora de tesoros y hechicería quedó sentenciada en cien azotes, con un añadido de reclusión perpetua; largo se lo fiaban sus jueces. Un bígamo salió con doscientos azotes, destierro por diez años y los seis primeros remando en galeras. Dos blasfemos, destierro y tres años en Orán. Un zapatero y su mujer, judaizantes reconciliados, cárcel perpetua y que abjurasen de vehementi. La niña de doce años, judaizante, reconciliada, recibió sentencia de hábito y cárcel por dos años, a cuyo término sería puesta en casa de una familia cristiana que la instruyera en la fe. Y su hermana de dieciseis años, judaizante, fue condenada a cárcel perpetua irremisible. Habían sido denunciadas en el tormento por su propio padre, un curtidor portugués condenado a abjurar de vehementi y hoguera, que era el hombre a quien habían llevado en mula por estar tullido. La madre, en paradero desconocido, iba a ser quemada en efigie.

Además del clérigo y el curtidor salieron relajados rumbo al quemadero un comerciante y su mujer, también portugueses, judaizantes, un aprendiz de platero —pecado nefando—, y Elvira de la Cruz. Todos menos el clérigo abjuraron en debida forma y mostraron su arrepentimiento, de modo que serían piadosamente estrangulados con garrote antes de encenderles la hoguera. La hija de Don Vicente de la Cruz —cuya grotesca efigie y la de sus dos hijos, el muerto y el desaparecido, estaban puestas en una grada, al extremo de pértigas— iba vestida con sambenito y coroza, y así fue llevada ante los jueces que leyeron su sentencia. Abjuró, según le pidieron, de todos los delitos habidos y por haber, con una indiferencia estremecedora: judaizante y conspiración criminal, violación de sagrado y otros cargos. Parecía muy desamparada sobre la tarima, inclinada la cabeza, con los ropajes inquisitoriales puestos como un colgajo sobre su cuerpo atormentado; y luego de abjurar oyó confirmarse la sentencia con resignada dejadez. Movióme a piedad, pese a las acusaciones que contra mí había formulado, o dejado formular; pobre moza, carne de suplicio e instrumento de canallas sin escrúpulos y sin conciencia, por mucho que blasonaran de Dios y de su santa fe. Lleváronsela, y vi que faltaba poco para mi turno. Dábame vueltas la plaza, angustiado como estaba de pavor y de ignominia. Desesperado, busqué con la mirada el rostro del capitán Alatriste o el de algún amigo que me confortase, más no hallé alrededor ni uno sólo que expresara piedad, o simpatía. Sólo un muro de rostros hostiles, burlones, expectantes, siniestros. La cara que adopta el vulgo miserable cuando le sirven gratis espectáculos de sangre.

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