Extendió los brazos como si quisiera abrazar a todo el satélite.
—Y esto también se lo debo a Summers. Al inventar una nueva técnica de fabricación del punto de contacto de plomo (no fue más que un rotor doblado, pero ahorró dos millones de dólares y un tiempo de un año, y ni siquiera es un mecánico especializado) le ofrecieron formar parte del grupo como recompensa. Ya sabe lo que dijo. Dijo que yo lo merecía más que él. Le contestaron que sí, pero que yo era ciego, y él les recordó por qué era ciego y dijo que no iría sin mí. Así que nos han traído a los dos. Sé que usted no tiene a Summers en gran estima, pero yo sólo tengo cosas que agradecerle. La voz del comandante sonó estridentemente en todos los cascos: —A trabajar, todos. Júpiter no se moverá de donde está. Después podrán contemplarlo. Se necesitaron varias horas para descargar la nave, instalar el equipo y desplegar las tiendas. Se prepararon espacios herméticamente cerrados para utilizar como centro de operaciones con suministro de oxígeno, fuera de la nave.
Sin embargo, los hombres no dejaban de mirar el insólito espectáculo. Daba la casualidad de que los tres grandes satélites de Júpiter estaban en el cielo.
Europa era el más cercano, y parecía algo más pequeño que la Luna de la Tierra. Estaba en cuarto creciente, próximo al horizonte oriental. Ganímedes, que parecía aún más pequeño, estaba cerca del cenit y medio lleno. Calisto, de sólo un cuarto del tamaño de la Luna de la Tierra, se hallaba junto a Júpiter y, como éste, estaba lleno en unos dos tercios. Los tres juntos no llegaban a dar una cuarta parte de la luz reflejada por la Luna llena de la Tierra y eran completamente insignificantes en presencia de Júpiter. Esto fue exactamente lo que dijo Bigman.
Lucky miró a su pequeño amigo marciano tras haber estudiado el horizonte oriental con semblante pensativo.
—Crees que nada puede vencer a Júpiter, ¿verdad? —Aquí, no —dijo resueltamente Bigman. —Pues sigue mirando —dijo Lucky.
En la fina atmósfera de Io no se podía hablar de crepúsculo ni otro aviso cualquiera. Se produjo una chispa a lo largo de las cimas heladas de la cordillera de pequeñas colinas, y siete segundos después el Sol hizo su aparición en el horizonte.
Era un sol diminuto, un pequeño círculo de color blanco brillante, y a pesar de toda la luz que reflejaba el gigantesco Júpiter, aquel Sol pigmeo emitía muchísima más.
Acabaron de instalar el telescopio a tiempo para ver esconderse Calisto por detrás de Júpiter. Uno por uno, los tres satélites harían lo mismo. Io, aunque sólo mostraba una cara a Júpiter, giraba a su alrededor en cuarenta y dos horas. Eso significaba que el Sol y todas las estrellas parecían desfilar por los cielos de Io en esas cuarenta y dos horas.
En cuanto a los satélites, Io se movía a mayor velocidad que cualquiera de ellos, así que los dejaba continuamente atrás en su carrera alrededor de Júpiter. Dio alcance al más lejano y lento, Calisto, con sorprendente rapidez; así que Calisto circuló por los cielos de Io durante dos días. Ganímedes requirió cuatro días y Europa siete. Todos ellos avanzaron de este a oeste y todos ellos, a su debido tiempo, pasaron por detrás de Júpiter.
La excitación en el caso del eclipse de Calisto, que fue el primero en presenciarse, fue extrema. Incluso Mutt pareció afectado por ella. Se había ido acostumbrando a la baja gravedad, y Norrich le concedía períodos de libertad durante los cuales correteaba torpemente por las cercanías y trataba inútilmente de inspeccionar con el olfato las numerosas rarezas que encontraba. Y al fin, cuando Calisto alcanzó la rutilante curva de Júpiter y pasó por detrás, haciendo que todos los hombres guardaran silencio, Mutt se sentó sobre los cuartos traseros y, con la lengua colgando, alzó la mirada hacia el cielo.
Pero era el Sol lo que realmente esperaban. Su movimiento aparente era más rápido que el de cualquiera de los satélites. Dio alcance a Europa (cuyo cuarto creciente quedó reducido a la nada) y pasó por detrás, permaneciendo en eclipse durante algo menos de treinta segundos. Emergió, y Europa volvió a estar en cuarto creciente, pero con los «cuernos» dirigidos hacia el lado opuesto.
Ganímedes se ocultó detrás de Júpiter antes de que el Sol llegara, y Calisto, que ya había salido de detrás de Júpiter, se escondió en el horizonte.
Ahora era cuestión del Sol y Júpiter, sólo de ellos dos.
Los hombres contemplaron ávidamente la ascensión del Sol en el cielo. A medida que se elevaba, la fase de Júpiter se reducía, con la porción iluminada siempre de cara al Sol. Júpiter se convirtió en una «media luna», después en un gran «cuarto creciente», y más tarde en uno más pequeño.
En la fina atmósfera de Io el cielo iluminado por el Sol tenía un color púrpura oscuro, y sólo las estrellas más mortecinas habían desaparecido. Sobre aquel telón de fondo ardía la gigantesca media luna, aguardando la llegada del Sol.
Fue como si la piedrecilla de David saliera disparada por alguna honda hacia la frente de Goliat.
La luz de Júpiter se redujo aún más y se convirtió en un curvado hilo amarillento. El Sol estaba a punto de rozarlo.
Lo rozó y los hombres estallaron en aplausos. Se habían cubierto las visiplacas para resguardarse la vista, pero ahora eso ya no era necesario, pues la luz se había debilitado hasta una intensidad soportable. Sin embargo, no se desvaneció completamente. El Sol se había deslizado por detrás de. Júpiter, pero seguía brillando tenuemente a través de la gruesa y profunda atmósfera de hidrógeno y helio del gigantesco planeta. Júpiter estaba completamente borrado, pero su atmósfera había cobrado vida, refractando y desviando la luz del Sol a través de sí misma y alrededor de la curva del planeta, como una película de luz láctea. La película de luz se extendió a medida que el Sol se ocultaba detrás de Júpiter. Se dobló hacia atrás hasta que débilmente, muy débilmente, los dos cuernos de luz aparecieron en el otro lado de Júpiter. El cuerpo oculto de Júpiter estaba rodeado de luz; parecía un anillo de brillantes en el cielo, bastante grande para contener dos mil globos del tamaño de la Luna vista desde la Tierra.
Y el Sol siguió ocultándose detrás de Júpiter de forma que la luz empezó a palidecer y apagarse gradualmente hasta que desapareció y, a excepción de la mortecina media luna de Europa, el cielo se convirtió en un espacio negro que pertenecía a las estrellas.
—Esto durará cinco horas —dijo Lucky a Bigman—. Después todo se repetirá a la inversa, a medida que el Sol aparezca.
—¿Y esto pasa cada cuarenta y dos horas? —preguntó Bigman, impresionado. —Así es —confirmó Lucky.
Panner se acercó al día siguiente a ellos y les preguntó:
—¿Cómo están? Nosotros ya casi hemos terminado. —Alargó un brazo y describió con él un ancho círculo para indicar el valle de Io, ahora plagado de aparatos—. No tardaremos en irnos, ¿saben?, y dejaremos la mayor parte del material aquí.
—¿Lo dice en serio? —preguntó Bigman, sorprendido.
—¿Por qué no? No hay ningún ser vivo en el planeta que suponga un peligro para el material, y tampoco hay que preocuparse del clima. Todo está revestido a fin de protegerlo contra el amoníaco de la atmósfera y se conservará estupendamente hasta la llegada de una segunda expedición. —Bajó súbitamente la voz—. ¿ Hay alguien más en su longitud de onda particular, consejero? —Mis receptores no detectan a nadie.
—¿Quieren dar un paseo conmigo? —Se encaminó hacia fuera del valle y empezó a subir la ligera elevación de las colinas circundantes. Los otros dos le siguieron.
—Debo pedirles disculpas por mi comportamiento a bordo de la nave —dijo Panner—. Me pareció conveniente actuar así.
—No le guardamos rencor —le aseguró —Lucky.
—Se me ocurrió llevar a cabo una investigación por mi cuenta, y pensé que era mejor no parecer carne y uña con ustedes. Estaba seguro de que si vigilaba estrechamente, sorprendería al culpable en un error, en un acto que no fuese humano, ya me comprenden. Me temo que he fracasado.
Habían llegado a la cima de la primera elevación y Panner miró hacia atrás. Dijo con tono divertido: —Miren a ese perro, ¿quieren? Está acostumbrándose a la baja gravedad.
Mutt había aprendido mucho durante los pasados días. Su cuerpo se arqueaba y enderezaba al dar bajos saltos de unos sesenta centímetros, y parecía entregarse a ellos con gran placer.
Panner conectó la radio a la longitud de onda que había sido reservada para el uso de Norrich al llamar a Mutt y gritó:
—Hola, Mutt, hola amigo, ven, Mutt. —Y silbó.
Naturalmente, el perro le oyó y dio un gran salto en el aire. Lucky cambió a la longitud de onda del perro y oyó sus ladridos de alegría.
Panner agitó un brazo y el perro se dirigió hacia ellos, después se detuvo y miró hacia atrás como si se preguntara si hacía bien en dejar a su amo. Se acercó más lentamente. Los hombres siguieron andando. Lucky dijo:
—Un robot siriano, hecho para engañar al hombre, sería algo muy complicado. Un examen superficial no detectaría el fraude.
—El mío no fue un examen superficial —protestó Panner.
La voz de Lucky encerraba una buena dosis de amargura cuando contestó:
—Estoy empezando a creer que el examen de cualquiera, excepto de un hombre especializado en robots, no puede ser más superficial.
Estaban pasando sobre una duna de material similar a la nieve, que lanzaba destellos con la luz de Júpiter, y Bigman se inclinó a mirarlo con asombro.
—Se funde cuando lo miras—dijo. Cogió un puñado en su mano enguantada, y se fundió y escurrió como mantequilla sobre una estufa. Miró hacia atrás y vio profundas hendiduras donde los tres se habían detenido.
—No es nieve —dijo Lucky—, es amoníaco congelado, Bigman. El amoníaco se funde a una temperatura de veintiséis grados bajo cero, y el calor que irradian nuestros trajes lo derrite rápidamente.
Bigman se abalanzó hacia donde las dunas eran más grandes, haciendo agujeros allí donde pisaba, y gritó:
—¡Qué divertido!
Lucky le advirtió:
—Asegúrate de que tienes el calefactor en marcha si vas a jugar con la nieve.
—Está en marcha —gritó Bigman, y bajando una loma en dos largos saltos, se tiró de cabeza en un bancal. Al igual que un buzo, se sumergió en el amoníaco y desapareció un momento. Se puso torpemente en pie. — Es como zambullirte en una nube, Lucky. ¿Me oyes? Vamos, inténtalo. Es más divertido que esquiar en la arena de la Luna.
—Más tarde, Bigman —repuso Lucky. Entonces se volvió hacia Panner—. Por cierto, ¿trató de poner a prueba a alguno de los hombres?
Por el rabillo del ojo, Lucky vio a Bigman zambullirse por segunda vez en un bancal y, al cabo de unos momentos, volvió los dos ojos en aquella dirección. Al cabo de un momento más llamó ansiosamente: —¡Bigman!
Después, con más fuerza y mucha más ansiedad: —¡Bigman! Empezó a correr.
Oyó la voz de Bigman, débil y jadeante:
—Respirar... fuera de combate... chocado con una roca... un río aquí abajo...
—Resiste, voy enseguida. —Lucky, y también Panner, devoraban el espacio que les separaba de él a grandes zancadas.
Naturalmente, Lucky sabía lo que había sucedido. La temperatura superficial de Io no era muy distinta a la del punto de fusión del amoníaco.
Debajo de las dunas, el amoníaco fundido podía estar alimentando ríos ocultos de aquella asfixiante sustancia de fétido olor que tan copiosamente existía en los planetas anteriores y sus satélites. Oyó el sonido de la tos de Bigman junto a su oído. —El conducto de aire roto... el amoníaco está entrando... me ahogo... Lucky llegó al agujero hecho por el cuerpo de Bigman y miró hacia el fondo.
El río de amoníaco era claramente visible, deslizándose colina abajo por encima de escarchados peñascos. El conducto de aire de Bigman debía haberse resquebrajado al chocar con uno de ellos. —¿Dónde estás, Bigman?
Y aunque éste contestó débilmente: «Aquí», no se le veía por ninguna parte.
Lucky saltó temerariamente al río, cayendo con suavidad bajo la influencia de la débil gravedad de Io. Se sentía furioso por la lentitud de la caída, por Bigman y los entusiasmos infantiles que le embargaban tan de repente, y por sí mismo, que no había detenido a Bigman cuando podía hacerlo.
Lucky llegó al río, y el amoníaco se esparció por los aires, cayendo poco después con sorprendente rapidez. La fina atmósfera de Io no podía mantener en suspensión las minúsculas gotitas ni siquiera a una gravedad tan baja.
El río de amoníaco no proporcionaba sensación alguna de flotabilidad. Lucky no había esperado nada por el estilo. El amoníaco líquido era menos denso que el agua y tenía menos poder de flotación. La fuerza de la corriente tampoco podía ser grande bajo la débil influencia de la gravedad de Io. Si el conducto de aire de Bigman no se hubiese roto, sólo habría sido cuestión de salir del río y atravesar cualquiera de las dunas que lo rodeaban.
En la presente situación...
Lucky chapoteó furiosamente río abajo. No lejos de él, el pequeño marciano debía de estar luchando débilmente contra el venenoso amoníaco. Si la grieta del conducto era bastante grande, o bien se había hecho bastante grande, para dejar entrar el amoníaco líquido, Lucky llegaría demasiado tarde. Era posible que ya fuera demasiado tarde y Lucky se estremeció sólo de pensarlo.
Una figura pasó velozmente junto a él, yendo a enterrarse en el amoníaco en polvo. Desapareció, dejando un túnel donde el amoníaco fue cayendo lentamente. —Panner —dijo Lucky con incertidumbre.
—Estoy aquí. —El brazo del ingeniero se posó sobre el hombro de Lucky—. Ése era Mutt. Ha venido corriendo cuando le ha oído gritar. Los dos estábamos en su longitud de onda.
Empezaron a cavar en el amoníaco para encontrar la pista del perro. Cuando lo lograron, éste ya regresaba. —¡Tiene a Bigman! Exclamó Lucky con ansiedad.
Los brazos de Bigman rodeaban débilmente los cuartos traseros, revestidos por el traje, del animal, y aunque eso entorpecía los movimientos de Mutt, la baja gravedad permitía al perro hacer respetables avances con la única ayuda de los músculos de sus hombros.
En el momento que Lucky se inclinaba hacia Bigman, el forzado abrazo del pequeño marciano se aflojó y éste se desplomó.
Lucky lo levantó. No perdió el tiempo en averiguaciones o charlas. Sólo podía hacer una cosa. Abrió la entrada de oxígeno de Bigman al máximo, se lo cargó encima de los hombros y corrió hacia la nave. Aun teniendo en cuenta la gravedad de Io, nunca en su vida había corrido tanto. De tal manera pisaba el suelo al bajar de cada zancada que el efecto producido era similar a un vuelo bajo. Panner se afanaba en seguirle, y Mutt no se apartaba de los talones de Lucky.