—Tengo prisa, Charley, voy con retraso —dijo.
No te preocupes, querida.
En cuanto se fue, entré en la cocina y me bebí un vaso de agua.
Había dejado allí un monedero. Diez dólares. No los cogí.
Volví hasta el baño y eché una buena cagada, sin araña. Luego me bañé. Intenté lavarme los dientes, vomité un poco. Me vestí y volví a la cocina. Cogí un trozo de papel y un lápiz:
Marie:
Te amo. Eres muy buena conmigo. Pero debo irme. Y no sé exactamente por qué. Estoy loco, supongo. Adiós.
Charley.
Puse la nota sobre la tele. Me sentía muy mal. Era como si llorase. Se estaba tranquilo allí, era la tranquilidad que me gustaba. Hasta la cocina y la nevera parecían humanas, lo digo en el buen sentido... parecían tener brazos y voces y decir, quédate, chaval, aquí se está bien, aquí se puede estar muy bien. Encontré lo que quedaba de la botella en el dormitorio. Lo bebí. Luego saqué una lata de cerveza de la nevera. Me la bebí también. Luego me levanté e hice el largo recorrido que había que hacer para salir de aquella estrecha vivienda, tuve la sensación de recorrer por lo menos cien metros. Llegué a la puerta y luego recordé que tenía llave. Volví y dejé la llave con la nota. Entonces volví a mirar los diez dólares del monedero. Los dejé allí. Volví otra vez a la puerta. Cuando llegué, me di cuenta de que cuando la cerrase no habría posibilidad de volver. La cerré. Era el final. Bajé aquellas escaleras. Otra vez estaba solo y a nadie le importaba. Enfilé hacia el sur. Luego torcí a la derecha. Continué, seguí caminando y salí del Barrio Francés. Crucé la calle del canal. Caminé unas cuantas manzanas y luego me desvié y crucé otra calle y volví a desviarme. No sabía adónde ir. Pasé ante un local que quedaba a mi izquierda y había un hombre a la puerta y dijo:
—Eh, amigo, ¿quiere trabajo?
Miré hacia el interior, y había hileras de hombres ante mesas de madera con martillitos que clavaban cosas en conchas, como conchas de almejas, y rompían las conchas y hacían algo con la carne, y estaba oscuro allí; era como si estuviesen pegándose a sí mismos martillazos y sacasen lo que quedaba de ellos, y le dije a aquel tío:
—No, no quiero trabajo.
Miré al sol y seguí mi camino.
Con setenta y cuatro centavos.
Hacía un buen sol.
Bien, dejé el lecho de muerte y salí del hospital del condado y conseguí un trabajo como encargado de almacén. Tenía los sábados y los domingos libres y un sábado hablé con Madge:
—Mira, nena, no tengo prisa por volver a ese hospital. Tendría que buscar algo que me apartara de la bebida. Hoy, por ejemplo, ¿qué se puede hacer sino emborracharse? El cine no me gusta. Los zoos son estúpidos. No podemos pasarnos todo el día jodiendo. Es un problema.
—¿Has ido alguna vez a un hipódromo?
—¿Qué es eso?
—Donde corren los caballos. Y tú apuestas.
—¿Hay algún hipódromo abierto hoy?
—Hollywood Park.
—Vamos. Madge me enseñó el camino. Faltaba una hora para la primera carrera y el aparcamiento estaba casi lleno. Tuvimos que aparcar a casi un kilómetro de la entrada.
—Parece que hay mucha gente —dije.
—Sí, la hay.
—¿Y qué haremos ahí dentro?
—Apostar a un caballo.
—¿A cuál?
—Al que quieras.
—¿Y se puede ganar dinero?
—A veces.
Pagamos la entrada y allí estaban los vendedores de periódicos diciéndonos:
—¡Lea aquí cuáles son sus ganadores! ¿Le gusta el dinero? ¡Nosotros le ayudaremos a que lo gane!
Había una cabina con cuatro personas. Tres de ellas te vendían sus selecciones por cincuenta centavos, la otra por un dólar. Madge me dijo que comprase dos programas y un folleto informativo. El folleto, me dijo, trae el historial de los caballos. Luego me explicó cómo tenía que hacer para apostar.
—¿Sirven aquí cerveza? —pregunté.
—Sí claro. Hay un bar.
Cuando entramos, resultó que los asientos estaban ocupados. Encontramos un banco atrás, donde había como una zona tipo parque, cogimos dos cervezas y abrimos el folleto. Era sólo un montón de números.
Yo sólo apuesto a los nombres de los caballos —dijo ella.
—Bájate la falda. Están todos viéndote el culo.
—¡Oh! Perdona.
—Toma seis dólares. Será lo que apuestes hoy.
—Oh Harry, eres todo corazón —dijo ella.
En fin, estudiamos todo detenidamente, quiero decir estudié, y tomamos otra cerveza y luego fuimos por debajo de la tribuna a primera fila de pista. Los caballos salían para la primera carrera. Con aquellos hombrecitos encima vestidos con aquellas camisas de seda tan brillantes. Algunos espectadores chillaban cosas a los jinetes, pero los jinetes les ignoraban. Ignoraban a los aficionados y parecían incluso un poco aburridos.
—Ese el Willie Shoemaker —dijo Madge, señalándome a uno. Willie Shoemaker parecía a punto de bostezar. Yo también estaba aburrido. Había demasiada gente y había algo en la gente que resultaba depresivo.
—Ahora vamos a apostar —dijo ella.
Le dije dónde nos veríamos después y me puse en una de las colas de dos dólares ganador. Todas las colas eran muy largas. Yo tenía la sensación de que la gente no quería apostar. Parecían inertes. Cogí mi boleto justo cuando el anunciador decía: «¡Están en la puerta!».
Encontré a Madge. Era una carrera de kilómetro y medio y nosotros estábamos en la línea de meta.
—Elegí a Colmillo Verde —le dije.
—Yo también —dijo ella.
Tenía la sensación de que ganaríamos. Con un nombre como aquél y la última carrera que había hecho, parecía seguro. Y con siete a uno.
Salieron por la puerta y el anunciador empezó a llamarlos. Cuando llamó a Colmillo Verde, muy tarde, Madge gritó:
—¡COLMILLO VERDE!
Yo no podía ver nada. Había gente por todas partes. Dijeron más nombres y luego Madge empezó a saltar y a gritar:
—¡COLMILLO VERDE! ¡COLMILLO VERDE!
Todos gritaban y saltaban. Yo no decía nada. Luego, llegaron los caballos.
—¿Quién ganó? —pregunté.
—No sé —dijo Madge—. Es emocionante, ¿eh?
—Sí.
Luego, pusieron los números. El favorito 7/5 había ganado, un 9/2 quedaba segundo y un 3 tercero.
Rompimos los boletos y volvimos a nuestro banco.
Miramos el folleto para la siguiente carrera.
—Apartémonos de la línea de meta para poder ver algo la próxima vez.
—De acuerdo —dijo Madge.
Tomamos un par de cervezas.
—Todo esto es estúpido —dije—. Esos locos saltando y gritando, cada uno a un caballo distinto. ¿Qué pasó con Colmillo Verde?
—No sé. Tenía un nombre tan bonito.
—Pero los caballos no saben cómo se llaman... El nombre no les hace correr.
—Estás enfadado porque perdiste la carrera. Hay muchas más carreras.
Tenía razón. Las había.
Seguimos perdiendo. A medida que pasaban las carreras, la gente empezaba a parecer muy desgraciada, desesperada incluso. Parecían abrumados, hoscos. Tropezaban contigo, te empujaban, te pisaban y ni siquiera decían «perdón». O «lo siento».
Yo apostaba automáticamente, sólo porque estaba allí. Los seis dólares de Madge se acabaron al cabo de tres carreras y no le di más. Me di cuenta de que era muy difícil ganar. Escogieras el caballo que escogieras, ganaba otro. Yo ya no pensaba en las probabilidades.
En la carrera principal aposté por un caballo que se llamaba Claremount III. Había ganado su última carrera fácilmente y tenía un buen tanteo. Esta vez llevé a Madge cerca de la curva final. No tenía grandes esperanzas de ganar. Miré el tablero y Claremount III estaba 25 a uno. Terminé la cerveza y tiré el vaso de papel. Doblaron la curva y el anunciador dijo:
—¡Ahí viene Claremount III!
Y yo dije:
—¡Oh, no!
—¿Apostaste por él? —dijo Madge.
—Sí —dije yo.
Claremount pasó a los tres caballos que iban delante de él, y se distanció en lo que parecían unos seis largos. Completamente solo.
—Dios mío —dije—, lo conseguí.
—¡Oh, Harry! ¡Harry!
—Vamos a tomar un trago —dije.
Encontramos un bar y pedí. Pero esta vez no pedí cerveza. Pedí whisky.
—Apostamos por Claremount III —dijo Madge al del bar.
—¿Sí? —dijo él.
—Sí —dije yo, intentando parecer veterano. Aunque no sabía cómo eran los veteranos del hipódromo.
Me volví y miré el marcador. CLAREMOUNT se pagaba a
52,40.
—Creo que se puede ganar a este juego —le dije a Madge—. Sabes, si ganas una vez, no es necesario que ganes todas las carreras. Una buena apuesta, o dos, pueden dejarte cubierto.
—Así es, así es —dijo Madge.
Le di dos dólares y luego abrimos el folleto. Me sentía confiado. Recorrí los caballos. Miré el tablero.
—Aquí está —dije—. LUCKY MAX. Está nueve a uno ahora. El que no apueste por Lucky Max es que está loco. Es sin duda el mejor y está nueve a uno. Esta gente es tonta.
Fuimos a recoger mis 52,40.
Luego fui a apostar por Lucky Max. Sólo por divertirme, hice dos boletos de dos dólares con él ganador.
Fue una carrera de kilómetro y medio, con un final de carga de caballería. Debía haber cinco caballos en el alambre. Esperamos la foto. Lucky Max era el número seis. Indicaron cuál era el primero:
6.
Oh Dios mío todopoderoso. LUCKY MAX.
Madge se puso loca y empezó a abrazarme y besarme y dar saltos.
También ella había apostado por él. Había alcanzado un diez a uno. Se pagaba a 22,80 dólares. Le enseñé a Madge el boleto ganador extra. Lanzó un grito. Volvimos al bar. Aún servían. Conseguimos beber dos tragos antes de que cerraran.
—Dejemos que se despejen las colas —dije—. Ya cobraremos luego.
—¿Te gustan los caballos, Harry?
—Se puede —dije—, se puede ganar, no hay duda.
Y allí estábamos, bebidas frescas en la mano, viendo bajar a la multitud por el túnel camino del aparcamiento.
—Por amor de Dios —le dije a Madge—, súbete las medias. Pareces una lavandera.
—¡Uy! ¡Perdona papaíto!
Mientras se inclinaba, la miré y pensé, pronto podré permitirme algo un poquillo mejor que esto.
jajá.
Martin Blanchard había estado casado dos veces, divorciado otras dos y liado muchísimas. Ahora tenía cuarenta y cinco años, vivía solo en la planta cuarta de una casa de apartamentos y acababa de perder su veintisieteavo puesto de trabajo por absentismo y desinterés.
Vivía del seguro de paro. Sus deseos eran sencillos: le gustaba emborracharse lo más posible, solo, y dormir mucho y estar en su apartamento, solo. Otra cosa extraña de Martin Blanchard era que nunca sentía
soledad.
Cuanto más tiempo pudiese mantenerse separado de la especie humana, mejor se encontraba. Los matrimonios, los ligues de una noche, le habían convencido de que el acto sexual no valía lo que la mujer exigía a cambio. Ahora vivía sin mujer y se masturbaba con frecuencia. Sus estudios habían terminado en el primer año de bachiller y, sin embargo, cuando oía la radio (su contacto más directo con el mundo) sólo escuchaba sinfonías, a ser posible de Mahler.
Una mañana se despertó un poco pronto para él, hacia las diez y media. Después de una noche de beber bastante. Había dormido en camiseta, calzoncillos, calcetines; se levantó de una cama más bien sucia, entró en la cocina y miró en la nevera. Estaba de suerte. Había dos botellas de vino de Oporto, y no era vino barato.
Martin entró en el baño, cagó, meó y luego volvió a la cocina y abrió la primera botella de Oporto y se sirvió un buen vaso.
Luego se sentó junto a la mesa de la cocina, desde donde tenía una buena vista de la calle. Era verano, y el tiempo cálido y perezoso. Allí abajo, había una casa pequeña en la que vivían dos viejos. Estaban de vacaciones. Aunque la casa era pequeña, la precedía un verde pradillo grande y muy largo, bien conservado todo aquel césped. A Martin Blanchard le daba una extraña sensación de paz.
Como era verano los niños no iban al colegio y mientras Martin contemplaba aquel pradillo verde y bebía el buen oporto fresco, observaba a aquella niñita y a aquellos dos muchachos que jugaban a quién sabe qué juego. Parecían dispararse unos a otros.
¡Pam! ¡Pam!
Martin reconoció a la niñita. Vivía en el patio de enfrente con su madre y una hermana mayor. El varón de la familia las había abandonado o había muerto. La niñita, había advertido Martin, era muy desvergonzada... andaba siempre sacando la lengua a la gente y diciendo cosas sucias. No tenía ni idea de su edad. Entre seis y nueve. Vagamente, había estado observándola durante el principio del verano. Cuando Martin se cruzaba con ella en la acera, ella siempre parecía
asustarse
de él. El no entendía porqué.
Observándola, advirtió que vestía una especie de blusa marinera blanca y luego una falda roja muy
corta.
Al arrastrarse por la hierba, se le subía la cortísima falda y se le veían unas interesantísimas
bragas:
de un rojo un poquito más pálido que la falda. Y las bragas tenían aquellos volantes fruncidos rojos.
Martin se levantó y se sirvió un trago, sin dejar de mirar fijamente aquellas braguitas mientras la niña se arrastraba. Se empalmó muy deprisa. No sabía qué hacer. Salió de la cocina, volvió a la habitación delantera y luego se encontró otra vez en la cocina, mirando. Aquellas bragas. Aquellos
volantes.
¡Dios, no podía soportarlo!
Martin se sirvió otro vaso de vino, lo bebió de un trago, volvió a mirar. ¡Las bragas se veían más que nunca!
¡Dios mío!
Sacó el pijo, escupió en la palma de la mano derecha y empezó a meneársela. ¡Hostias, era cojonudo! ¡Ninguna mujer adulta le había puesto así! Nunca había tenido tan dura la polla, tan roja, y tan fea. Martin tenía la sensación de estar en el secreto mismo de la vida. Se apoyó en la ventana, meneándosela, gimiendo, mirando aquel culito de los volantes.
Luego se corrió.
Por el suelo de la cocina.
Se acercó al baño, cogió un poco de papel higiénico, limpió el suelo, se limpió la polla y lo echó al water. Luego se sentó. Se sirvió más vino.
Gracias a Dios, pensó, todo ha terminado. Me lo he sacado de la cabeza. Soy libre otra vez.
Mirando aún por la ventana, pudo ver el observatorio del parque Griffith allá entre las colinas azul púrpura de Hollywood. Era bonito. vivía en un sitio bonito. Nadie llegaba nunca a su puerta. Su primera esposa había dicho de él que estaba simplemente neurótico pero no loco. En fin, al diablo su primera esposa. Todas las mujeres. Ahora él pagaba el alquiler y la gente le dejaba en paz. Bebió lentamente un trago de vino.