Observó que la niñita y los dos muchachos seguían con su juego. Lió un cigarrillo. Luego pensó, bueno, debería comer por lo menos un par de huevos cocidos. Pero le interesaba poco la comida. Raras veces le interesaba.
Martin Blanchard seguía mirando por aquella ventana. Aún seguían jugando. La niñita se arrastraba por el suelo.
¡Pam! ¡Pam!
Qué juego aburrido.
Entonces, empezó a empalmarse de nuevo.
Martin se dio cuenta de que había bebido una botella entera de vino y había empezado otra. La polla se alzaba irresistible.
Desvergonzada. Sacando la lengua. Niñita desvergonzada, arrastrándose por el césped.
Martin cuando terminaba una botella de vino, se sentía siempre inquieto. Necesitaba puros. Le gustaba liar sus cigarrillos. Pero no había nada como un buen puro. Un buen puro de los de veintisiete centavos el par.
Empezó a vestirse. Observó su cara en el espejo: barba de cuatro días. No importaba. Sólo se afeitaba cuando bajaba a cobrar el dinero del paro. En fin, se puso unas prendas sucias, abrió la puerta y cogió el ascensor. Una vez en la acera, empezó a caminar hacia la tienda de licores. Mientras lo hacía, se dio cuenta de que los niños habían conseguido abrir las puertas del garaje y estaban dentro, ella y los dos chicos.
¡Pam! ¡Pam!
Martin se vio de pronto bajando por la rampa camino del garaje. Allí dentro estaban. Entró en el garaje y cerró las puertas.
Estaba oscuro dentro. Estaba allí con ellos. La niñita se puso a chillar.
—¡Vamos, cierra el pico y no te pasará nada! dijo Martin. ¡Como grites te aseguro que lo pasarás mal!
—¿Qué va a hacer, señor? dijo uno de los chicos.
—
¡Calláos! ¡Os dije que os callárais, maldita sea!
Encendió una cerilla. Allí estaba: una solitaria bombilla eléctrica con un cordón largo. Martin tiró del cordón. La luz justa. Y, como en un sueño, vio aquel ganchito que tenían por dentro las puertas del garaje. Cerró por dentro.
Miró a su alrededor.
—¡Está bien! ¡Los chicos os pondréis en ese rincón y no os pasará nada.
¡Venga! ¡Deprisa!
Martin Blanchard señaló un rincón.
Allá se fueron los chicos.
—¿Qué va a hacer, señor?
—¡Dije que os callárais!
La niñita desvergonzada estaba en otro rincón, con su blusa marinera y su faldita roja y sus bragas de volantes.
Martin avanzó hacia ella. Ella corrió a la izquierda, luego a la derecha. Pero Martin fue arrinconándola lentamente.
—¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Viejo asqueroso, déjeme!
—¡Calla! ¡Si chillas te mato!
—¡Déjeme! ¡Déjeme! ¡Déjeme!
Martin por fin la agarró. Tenía el pelo liso, feo, revuelto y una cara casi pícara de muchachita. Le sujetó las piernas entre las suyas, como una prensa. Luego se agachó y puso su cara grande contra la pequeña de ella, besándola y chupándole la boca una y otra vez mientras ella le daba puñetazos en la cara. Sentía la polla tan grande como todo el cuerpo. Y seguía besando, besando, y vio que se apartaba la falda y vio aquellas bragas de volantes.
—¡Está besándola! ¡Mira, la besa! oyó Martin que decía uno de los chicos desde el rincón.
—Sí dijo el otro.
Martín la miró a los ojos y hubo una comunicación entre dos infiernos: el de ella y el de él. Martin besaba, completamente desquiciado, con un hambre infinita, la araña besando a la mosca cazada. Empezó a tantear las bragas de volantes.
Oh sálvame Dios, pensó. No hay nada tan bello, ese rojo rosa, y más que eso
—la
fealdad—
un capullo de rosa apretado contra su propia raíz total. No podía controlarse.
Martin Blanchard le quitó las bragas a la niña, pero al mismo tiempo parecía no poder dejar de besar aquella boquita. Ella estaba desmayada, había dejado de pegarle en la cara, pero el, tamaño distinto de los cuerpos lo hacía todo muy difícil, embarazoso, mucho, y, con la ceguera de la pasión, él no podía pensar. Pero tenía la polla fuera: grande, roja, fea, como si hubiese salido por sí sola como una apestosa locura y no tuviese ningún sitio adónde ir.
Y todo el rato (bajo aquella bombillita) Martin oía las voces de los niños diciendo:
—¡Mira! ¡Mira! ¡Ha sacado ese chisme tan grande e intenta meter eso tan grande por la raja de ella!
—He oído que así es como se tienen niños.
—¿Tendrán un niño aquí?
—Creo que sí.
Los chicos se acercaron, observándole. Martin seguía besando aquella cara mientras intentaba meter el capullo. Era imposible. No podía pensar. Sólo estaba caliente caliente caliente. Luego vio una silla vieja a la que le faltaba uno de los barrotes del respaldo. Llevó a la niña hasta la silla, sin dejar de besarla y besarla, pensando continuamente en los feos mechones de pelo que tenía, aquella boca contra la suya.
Era la solución.
Martin se sentó en la silla, sin dejar de besar aquella boquita y aquella cabecita una y otra vez y luego le separó las piernas. ¿Qué edad tendría? ¿Podría hacerlo?
Los niños estaban ahora muy cerca, mirando.
—Ha metido la punta.
—Sí. Mira. ¿Tendrán un niño?
—No sé.
—¡Mira mira! ¡Ya le ha metido casi la mitad!
—¡Una
culebra!
—¡Sí! ¡Una culebra!
—¡Mira! ¡Mira! ¡Se mueve hacia adelante y hacia atrás!
—¡Sí! ¡Ha entrado más!
—¡La ha metido toda!
Estoy dentro de ella ahora, pensó Martin. ¡Dios, mi polla debe ser tan larga como todo su cuerpo!
Inclinado sobre ella en la silla, sin dejar de besarla, rasgándole la ropa, sin darse cuenta, le habría arrancado igual la cabeza.
Luego se corrió.
Y allí se quedaron juntos en la silla, bajo la luz eléctrica. Allí.
Luego, Martin colocó el cuerpo en el suelo del garaje. Abrió las puertas. Salió. Volvió a su casa. Apretó el botón del ascensor. Salió en su piso, abrió la nevera, sacó una botella, se sirvió un vaso de oporto, se sentó y esperó, mirando.
Pronto había gente por todas partes. Veinte, veinticinco, treinta personas. Fuera del garaje. Dentro.
Luego llegó a toda prisa una ambulancia.
Martin vio cómo se la llevaban en una camilla. Luego la ambulancia desapareció. Más gente. Más. Bebió el vino. Se sirvió más.
Quizás no sepan quién soy, pensó. Apenas si salía.
Pero no era así. No había cerrado la puerta. Entraron dos policías. Dos tipos grandes, bastante guapos. Casi le gustaron.
¡Venga, basura!
Uno de ellos le atizó un buen golpe en la cara. Cuando Martin se levantó a extender las manos para las esposas, el otro le atizó con la porra en el vientre. Martin cayó al suelo. No podía respirar ni moverse. Le levantaron. El otro le pegó de nuevo en la cara.
Había gente por todas partes. No le bajaron en el ascensor, le bajaron andando, empujándole escaleras abajo.
Caras, caras, caras, atisbando en las puertas, caras en la calle. Aquel coche patrulla era muy extraño. Había dos policías delante y dos detrás con él. Le estaban dando tratamiento especial.
Yo podría matar tranquilamente a un hijoputa como tú le dijo uno de los policías que iban detrás. Podría matar a un hijoputa como tú casi sin darme cuenta...
Martin empezó a llorar en silencio, las lágrimas caían incontroladas.
Tengo una hija de cinco años dijo uno de los policías de atrás. ¡Te mataría y me quedaría tan tranquilo!
¡No pude evitarlo! dijo Martin. Se lo aseguro, de veras, no pude evitarlo...
El policía empezó a pegarle a Martin en la cabeza con la porra. Nadie le paraba. Martin cayó hacia adelante, vomitó vino y sangre, el poli le levantó y le pegó porrazos en la cara, en la boca, le rompió casi todos los dientes.
Luego le dejaron en paz un rato, mientras seguían camino de la comisaría.
Me bajé del autobús en Rampart, luego retrocedí caminando una manzana hasta Coronado, subí la cuestecita, subí las escaleras hasta el camino, y recorrí el camino hasta la entrada del patio de arriba. Me quedé un rato frente a aquella puerta, sintiendo el sol en los brazos. Luego saqué la llave, abrí la puerta y empecé a subir las escaleras.
—¿Quién es? —oí decir a Madge.
No contesté. Seguí subiendo lentamente. Estaba muy pálido y un poco débil.
—¿Quién es? ¿Quién anda ahí?
—No te asustes, Madge, soy yo.
Llegué al final de la escalera. Ella estaba sentada en el sofá con un vestido viejo de seda verde. Tenía en la mano un vaso de oporto, oporto con cubitos de hielo, como a ella le gustaba.
—¡Chico! —se levantó de un salto. Parecía alegre, cuando me besó.
—¡Oh, Harry! ¿Has vuelto de verdad?
—Puede. Veremos si duro. ¿Hay alguien en el dormitorio?
—¡No seas tonto! ¿Quieres un trago?
—Ellos dicen que no puedo. Tengo que comer pollo hervido, huevos hervidos. Me dieron una lista.
—Ah, los muy cabrones. Siéntate. ¿Quieres darte un baño? ¿Quieres comer algo?
—No, déjame sentarme —me acerqué a la mecedora y me senté.
—¿Cuánto dinero queda? —le pregunté.
—Quince dólares.
—Lo gastaste deprisa.
—Bueno...
—¿Cuánto debemos de alquiler?
—Dos semanas. No pude encontrar trabajo.
—Lo sé. Oye, ¿dónde está el coche? No lo vi fuera.
—Oh Dios mío, malas noticias. Se lo presté a una gente. Chocaron. Tenía la esperanza de que lo arreglasen antes de que volvieras. Está abajo, en el taller de la esquina.
—¿Aún camina?
—Sí, pero yo quería que le arreglasen el golpe que tiene delante para cuando tú volvieras.
—Un coche como ése puede llevarse con un golpe delante. Mientras el radiador esté bien, no hay problema. Y mientras tengas faros.
—¡Ay Dios mío! ¡Yo sólo quería hacer bien las cosas!
—Volveré en seguida —le dije.
—Harry, ¿adónde vas?
—A ver el coche.
—¿Por qué no esperas hasta mañana, Harry? No tienes buen aspecto. Quédate conmigo. Hablemos.
—Volveré. Ya me conoces. Me gusta dejar las cosas listas.
—Oh, vamos, Harry.
Empecé a bajar la escalera. Luego subí otra vez.
—Dame los quince dólares.
—¡Oh, vamos, Harry!
—Mira, alguien tiene que impedir que este barco se hunda. Tú no vas a hacerlo, los dos lo sabemos.
—De veras, Harry, hice todo lo posible. Estuve por ahí todas las mañanas buscando, pero no pude encontrar nada.
—Dame los quince dólares.
Madge cogió el bolso, miró dentro.
—Oye, Harry, déjame dinero para comprar una botella de vino para esta noche, ésta está casi acabada. Quiero celebrar tu regreso.
—Sé que lo celebras, Madge.
Buscó en el bolso y me dio un billete de diez y cuatro de dólar. Agarré el bolso y lo vacié en el sofá. Salió toda su mierda. Más monedas, una botellita de oporto, un billete de dólar y un billete de cinco dólares. Intentó coger el de cinco, pero yo fui más rápido, me levanté y la abofetée.
—¡Eres un cabrón! Sigues siendo el mismo hijoputa de siempre.
—Sí, eso es porque aún sigo vivo.
—¡Si me pegas otra vez, me largo!
—Ya sabes que no me gusta pegarte, nena.
—Sí, me pegas a mí, pero no le pegarías a un hombre, ¿verdad que no?
—¿Qué tendrá que ver una cosa con otra?
Cogí los cinco dólares y volví a bajar las escaleras.
El taller estaba a la vuelta de la esquina. Cuando entré, el japonés estaba poniendo pintura plateada en una rejilla recién instalada. Me quedé mirando.
—Demonios, parece que vas a hacer un Rembrandt —le dije. —¿Es éste su coche, señor?
—Sí. ¿Cuánto te debo?
—Setenta y cinco dólares.
—¿Qué?
—Setenta y cinco dólares. Lo trajo una señora.
—Lo trajo una puta. Mira, este coche no valía entero setenta y cinco dólares. Y sigue sin valerlos. Esa rejilla se la compraste por cinco pavos a un chatarrero.
—Oiga, señor, la señora dijo...
—¿Quién?
—Bueno, aquella mujer dijo...
—Yo no soy responsable de ella, amigo. Acabo de salir del hospital. Te pagaré lo que pueda cuando pueda, pero no tengo trabajo y necesito el coche para conseguir un trabajo. Lo necesito ahora mismo. Si consigo el trabajo, podré pagarte. Si no, no podré. Si no confías en mí, tendrás que quedarte con el coche. Te daré la tarjeta. Ya sabes dónde vivo. Si quieres subo a por ella y te la traigo.
—¿Cuánto dinero puede darme ahora?
—Cinco billetes.
—No es mucho.
—Ya te lo dije, acabo de salir del hospital. En cuanto consiga un trabajo, podré pagarte. Eso o te quedas con el coche.
—De acuerdo —dijo—. Confío en usted. Deme los cinco.
—No sabes el trabajo que me costaron estos cinco dólares.
—¿Cómo dice?
—Olvídalo.
Cogió los cinco y yo cogí el coche. Arrancaba. El depósito de gasolina estaba mediado. No me preocupé del aceite ni del agua. Di un par de vueltas a la manzana sólo para ver cómo era lo de conducir otra vez un coche. Agradable. Luego me acerqué a la bodega y aparqué enfrente.
—¡Harry! —dijo el viejo del sucio delantal blanco.
—¡Oh, Harry! ——dijo su mujer.
—¿Dónde estuviste? —preguntó el viejo del sucio delantal blanco.
—En Arizona. Trabajando en una venta de terrenos.
—Ves, Sol —dijo el viejo—, siempre te dije que era un tipo listo. Se le nota que tiene cerebro.
—Bueno —dije—, quiero dos cajas de seis botellas de Miller's, a cuenta.
—Un momento —dijo el viejo.
—¿Qué pasa? ¿No he pagado siempre mi cuenta? ¿Qué mierda pasa?
—Oh, Harry, tú siempre has cumplido. Es ella. Ha hecho subir la cuenta hasta... déjame ver... trece setenta y cinco.
—Trece setenta y cinco, eso no es nada. Mi cuenta ha llegado a los veintiocho billetes y la he liquidado, ¿no es así?
—Sí, Harry, pero...
—¿Pero qué? ¿Quieres que vaya a comprar a otro sitio? ¿Quieres que deje de tener cuenta aquí? ¿No vas a fiarme dos cochinas cajas después de tantos años?
—De acuerdo, Harry —dijo el viejo.
—Bueno, mételo todo en una bolsa. Y añade un paquete de Pall Mall y dos Dutch Masters.
—De acuerdo, Harry, de acuerdo...
Subí otra vez las escaleras. Llegué arriba.
—¡Oh, Harry, trajiste cerveza! ¡No la bebas, Harry, no quiero que te mueras, nene!
—Ya lo sé, Madge. Pero los médicos no saben un pijo. Venga, ábreme una cerveza. Estoy cansado. Ha sido mucho trabajo. Sólo he estado dos horas fuera de casa.