Madge salió con la cerveza y un vaso de vino para ella. Se había puesto los zapatos de tacón y cruzó las piernas muy alto. Aún lo tenía. En lo que se refería al cuerpo.
—¿Conseguiste el coche?
—Sí.
—Ese japonesito es un tipo agradable, ¿verdad?
—Tenía que serlo.
—¿Qué quieres decir? ¿No arregló el coche?
—Sí, es un tipo agradable. ¿Ha estado aquí?
—Harry, ¡no empieces otra vez con esa mierda! ¡Yo no jodo con japoneses!
Se levantó. Aún no tenía barriga. Tenía las ancas, las caderas, el culo, todo en su sitio. Qué mala puta. Bebí media botella de cerveza y me acerqué a ella.
—Sabes que estoy loco por ti, Madge, nena, sería capaz de matar por ti. ¿Lo sabes?
Estaba muy cerca de ella. Me lanzó una sonrisilla. Dejé la botella, le quité el vaso de vino de la mano y lo vacié. Era la primera vez en varias semanas que me sentía un ser humano decente. Estábamos muy juntos. Frunció aquellos terribles labios rojos. Entonces me lancé sobre ella con las dos manos. Cayó de espaldas en el sofá.
—¡So puta! Hiciste subir la cuenta en la bodega a trece setenta y cinco, ¿eh?
—No sé.
Tenía el vestido por encima de las rodillas.
—¡So puta!
—¡No me llames puta!
—¡Trece setenta y cinco!
—¡No sé de qué me hablas!
Subí encima de ella, le eché la cabeza hacia atrás y empecé a besarla, sintiendo sus pechos, sus piernas, sus caderas. Ella lloraba.
—No... me llames... puta... no, no... ¡sabes que te amo, Harry!
Me aparté de un salto y me planté en el centro de la alfombra.
—¡Vas a saber lo que es bueno, nena!
Madge se rió sin más.
Me acerqué, la cogí, la llevé al dormitorio y la tiré en la cama.
—¡Harry, pero si acabas de salir del hospital!
—¡Lo cual significa que tengo dos semanas de esperma en la reserva!
—¡No digas cochinadas!
—¡Vete a la mierda!
Salté a la cama, desnudo ya.
Le alcé el vestido, besándola y acariciándola. Era un montón de mujer-carne.
Le bajé las bragas. Luego, como en los viejos tiempos, me encontré dentro.
Le di ocho o diez buenos meneos, tranquilamente. Luego, ella dijo:
—No creerás que me he acostado con un sucio japonés, ¿verdad?
—Creo que joderías con un sucio cualquier cosa.
Se echó hacia atrás y me echó a mí.
—¿Qué mierda pasa? —grité.
—Te amo, Harry. Tú sabes que te amo. ¡Me duele mucho que me hables así!
—Bueno, nena, ya sé que no te joderías a un sucio japonés. Era sólo una broma.
Madge abrió las piernas de nuevo y volví a entrar.
—¡Oh, querido, ha sido tanto tiempo! —¿De veras?
—¿Qué quieres decir? ¿Ya empiezas otra vez con eso? —No, de veras, nena. ¡Te amo, nena!
Le alcé la cabeza y la besé, cabalgando. —Harry —dijo. —Madge —dije. Ella tenía razón. Había sido mucho tiempo. Debía en la bodega trece setenta y cinco, más dos cajas de seis botellas, más los puros y los cigarrillos y debía al Hospital General del condado de los Angeles doscientos veinticinco dólares, y debía al sucio japonés setenta dólares, y había algunas facturas más, y nos abrazábamos con fuerza y las paredes se cerraban.
Lo hicimos.
Caminaba al sol, sin saber qué hacer. Andaba y andaba. Tenía la sensación de estar al borde de algo. Alcé los ojos 7 había allí vías de ferrocarril y al borde de las vías una cabañita, sin pintar. Tenía un cartel: SE NECESITA PERSONAL. Entré. Había un viejo bajito allí sentado con tirantes de un azul verdoso, mascando tabaco. —¿Sí? —preguntó. —Yo, ejem, yo, ejem, yo... —¡Sí, venga, hombre, suéltalo! ¿Qué quieres? —Vi... el letrero... que necesitan personal. —¿Quieres firmar? —¿Firmar? ¿El qué? —¡Vamos, amigo, no va a ser para corista! Se inclinó y escupió en su asquerosa escupidera, luego siguió mascando tabaco, encogiendo las mejillas en su boca desdentada. —¿Que tengo que hacer? —pregunté. —¡Ya te dirán lo que tienes que hacer! —Quiero decir, ¿para qué es? —Para trabajar en el ferrocarril, al oeste de Sacramento. —¿Sacramento? —Ya me has oído, maldita sea. Tengo trabajo. ¿Firmas o no? —Firmaré, firmaré... Firmé en la lista que tenía sobre el tablero. Yo era el veintisiete. Firmé incluso con mi propio nombre.
Me entregó un boleto.
—Preséntate en la puerta veintiuno con el equipaje. Tenemos un tren especial para vosotros.
Metí el boleto en mi vacía cartera.
El escupió otra vez.
—Ahora mira, muchacho, sé que eres algo tonto. Esta empresa se cuida de muchos tipos como tú. Ayudamos a la humanidad, somos buena gente. Recuerda siempre esta empresa, y di una palabra amable sobre nosotros aquí y allá. Y cuando salgas a las vías, haz caso de tu capataz. El está de tu parte. Allí en el desierto puedes ahorrar dinero. Bien sabe Dios que no hay ningún sitio donde gastarlo. Pero el sábado por la noche, muchacho, ay el sábado por la noche...
Se inclinó de nuevo hacia la escupidera. Luego siguió:
—El sábado por la noche, sabes, vas al pueblo, te emborrachas, te agarras una buena señorita mejicana que te la chupe muy barato y vuelves otra vez al tajo tranquilo y satisfecho. Esas chupadas les sacan a los hombres la miseria de la cabeza. Yo empecé así, y ya me ves ahora. Buena suerte, muchacho.
—Gracias, señor.
—¡Y ahora lárgate de aquí! ¡Tengo trabajo!
Llegué a la puerta veintiuno a la hora prevista. Junto a mi tren estaban esperando todos aquellos tipos, en andrajos, apestosos, reían, fumaban cigarrillos liados. Me acerqué y me quedé detrás. Todos necesitaban un corte de pelo y un afeitado y se hacían los matasietes aunque estaban muy nerviosos.
Luego, un mejicano, con un chirlo en la mejilla de una cuchillada, nos dijo que entráramos. Entramos. Era imposible ver por las ventanas. Cogí el último asiento, al fondo del vagón. Los otros se sentaron todos delante, riendo y hablando. Un tipo sacó media botella de whisky y siete u ocho de ellos echaron un trago.
Luego, empezaron a mirar hacia atrás, hacia mí. Empecé a oír voces y no estaban todas en mi cabeza:
—¿Qué le pasa a ese hijoputa?
—¿Se cree mejor que nosotros?
—Va a tener que trabajar con nosotros, amigo.
Miré por la ventanilla, lo intenté, debían llevar veinticinco años sin limpiarla. El tren empezó a andar y allí estaba yo con aquéllos, eran unos treinta. No esperaron mucho. Me tumbé en mi asiento e intenté dormir.
—¡ SUUUSCH!
El polvo se me metió en la cara y en los ojos. Oí a alguien debajo de mi asiento. Sentí otra vez el soplido y una masa de polvo de veinticinco años se me metió en las narices, en la boca, en los ojos, en las cejas. Esperé. Luego pasó otra vez. Una buena soplada. Fuese quien fuese el que estaba allí abajo, lo hacía muy bien.
Me levanté de un salto. Oí mucho ruido debajo del asiento y luego el tipo no estaba ya allí y corría hacia los otros. Se metió en su asiento, intentando perderse en el grupo, pero oí su voz.
—¡Si viene, quiero que me ayudéis, muchachos! ¡Prometedme que me ayudaréis si viene aquí!
No oí ninguna promesa, pero él estaba seguro. No podía distinguir a uno de otro.
Antes de salir de Louisiana, tuve que ir delante a por un vaso de agua. Me miraban.
—Mírale. Mírale.
—Cerdo cabrón.
—¿Quién se creerá que es?
—Hijoputa, ya le arreglaremos las cuentas cuando andemos solos por esas vías, ya le haremos llorar, ya le haremos chupar pollas...
—¡Mira! ¡Está bebiendo al revés! ¡Bebe por el lado que no es! ¡Mírale! ¡Bebe por el lado pequeño! ¡Ese tío está loco!
—¡Ya verás cuando te agarremos en las vías, ya chuparás polla!
Vacié el vaso, volví a llenarlo y lo vacié otra vez, luego lo tiré en el recipiente y volví a mi sitio. Oí:
—Sí, se hace el loco. Puede que haya tenido un disgusto con su novia.
—¿Cómo va a tener novia un tío así?
—No sé. He visto cosas más raras...
Estábamos ya en Tejas cuando llegó el capataz mejicano con la comida enlatada. Nos entregó las latas. Algunas no tenían etiqueta y estaban abolladas.
Se acercó a mí.
—¿Eres Bukowski?
—Sí.
Me entregó una lata y escribió «setenta y cinco» debajo de la columna «C». Vi también que me anotaba « 45,90 dólares», debajo de la columna «T». Luego me entregó otra lata más pequeña, de alubias. Escribió « 45» debajo de la columna «C».
Y se fue de nuevo hacia la puerta.
—¡Eh! ¿Dónde demonios está el abrelatas? ¿Cómo vamos a poder comer esto sin abrelatas? —le preguntó alguien. El capataz cruzó el vestíbulo y desapareció.
Hubo paradas para beber agua en Tejas, muchos prados. En cada parada se quedaban dos, tres o cuatro tipos. Cuando llegamos a El Paso quedaban veintitrés de los treinta y uno.
En El Paso, sacaron nuestro vagón del tren y el tren siguió viaje. Apareció el capataz mejicano y dijo:
—Tenemos que parar en El Paso. Os hospedaréis en este hotel.
Sacó unos boletos.
—Estos boletos son para el hotel. Dormiréis allí. Por la mañana, cogeréis el vagón 24 para Los Angeles y luego seguiréis a Sacramento. Ahí van los boletos.
Volvió a acercarse a mí.
—¿Bukowski?
—Sí.
—Este es tu hotel.
Me entregó el boleto y escribió «12,50» debajo de mi columna «L».
Nadie había sido capaz de abrir las latas. Las recogerían luego y se las darían al grupo siguiente.
Tiré mi boleto y dormí en el parque a unas dos manzanas del hotel. Me despertó el alboroto de los caimanes, de uno en particular. Vi entonces cuatro o cinco caimanes en el estanque, quizás hubiese más. Y dos marineros allí, con su uniforme blanco. Uno estaba en el estanque, borracho, tirándole de la cola a un caimán. El caimán estaba furioso, pero era lento y no podía volverse lo bastante para agarrar al marinero. El otro marinero estaba al borde del estanque, riéndose, con una chica. Luego, mientras el del estanque seguía aún luchando con el caimán, el otro y la chica se alejaron. Me di la vuelta y me volví a dormir.
En el viaje a Los Angeles se largaron muchos más en las paradas para beber agua. Cuando llegamos a Los Angeles, quedaban dieciséis de los treinta y uno. Apareció el capataz mejicano.
—Pararemos dos días en Los Angeles. Tendréis que coger el tren de las nueve y media, puerta 21, miércoles por la mañana, vagón 42. Está escrito en los boletos del hotel. Recibiréis también cupones de comida que os servirán en el Café Francés, en la Calle Mayor.
Y fue entregando los boletos, unos decían HABITACION, los otros COMIDA.
—¿Bukowski? —preguntó.
—Sí —dije.
Me entregó los boletos. Y añadió debajo de mi columna «L» 12,80 y debajo de mi columna «C»: 6,00.
Salí de la Union Station y al cruzar la plaza vi a dos tipos bajitos de los que habían ido en el tren conmigo. Andaban más deprisa que yo y cruzaron a mi derecha. Les miré.
Los dos sonrieron de oreja a oreja y dijeron:
—¡Qué hay! ¿Qué tal?
—Muy bien.
Aceleraron el paso y cruzaron la calle Los Angeles hacia la Calle Mayor...
En el café, la gente usaba los boletos de comida para beber cerveza. Yo hice igual. La cerveza valía sólo diez centavos el vaso. La mayoría se emborrachó en seguida. Yo me puse al final de la barra. Ya no hablabán de mí.
Consumí todos mis cupones y luego vendí mis boletos de alojamiento a otro vagabundo por cincuenta centavos. Tomé otras cinco cervezas y salí de allí.
Me puse a andar. Hacia el norte. Luego hacia el este. Luego otra vez al norte. Luego seguí por los cementerios de chatarra donde se alineaban los coches inservibles. Un tipo me había dicho una vez: «Yo duermo en un coche distinto cada noche. Anoche dormí en un Ford. Anteanoche en un Chevrolet, esta noche dormiré en un Cadillac». En uno de los sitios la verja estaba cerrada con cadena pero estaba doblada y como yo estaba muy flaco pude colarme entre las cadenas, la puerta y la cerradura. Miré hasta ver un Cadillac. No me fijé en el año. Me metí en el asiento de atrás y me tumbé a dormir.
Debían ser como las seis de la mañana cuando oí gritar al chico. Tendría unos quince años y llevaba en la mano aquel bate de béisbol.
—¡Sal de ahí! ¡Sal de nuestro coche, sucio vagabundo!
El chico parecía asustado. Llevaba camiseta blanca y zapatos de tenis y le faltaba un diente delantero.
Salí.
—¡Atrás! —gritó—. ¡Atrás, atrás! —movía el bate hacia
Me fui despacio hacia la verja, que por entonces ya estaba abierta y no muy lejos.
Luego salió de una cabaña de cartón embreado un tipo mayor, de unos cincuenta, gordo y soñoliento.
—¡Papá! —gritó el chico—. ¡Este hombre estaba en uno de nuestros coches! ¡Le encontré durmiendo en el asiento de atrás!
—¿Es verdad eso?
—¡Sí que es verdad, papá! ¡Le encontré dormido en el asiento de atrás de uno de nuestros coches!
—¿Qué hacía usted en nuestro coche, señor?
El viejo estaba más cerca de la verja que yo, pero yo seguía avanzando hacia allí.
—Le he preguntado qué hacía usted en nuestro coche.
Seguí hacia la verja.
El viejo le quitó el bate al chico, corrió hacia mí y me hundió una punta en la barriga, con fuerza.
—¡Ufff! —grité—. ¡Dios mío!
El dolor me hizo encoger. Retrocedí. El chico se envalentonó al ver esto.
—¡Déjamelo a mí, papá! ¡Déjamelo a mí!
El chico le quitó el bate al viejo y empezó a pegarme. Me pegó por casi todo el cuerpo. La espalda, las costillas, las piernas, rodillas, tobillos. Lo único que podía hacer era proteger la cabeza y él me pegaba en los brazos y en los codos. Retrocedí hasta apoyarme en la valla de alambre.
—¡Yo le daré su merecido, papá! ¡Déjamelo a mí!
El chico no paraba. De vez en cuando conseguía atizarme en la cabeza.
—Vale, ya basta, hijo —dijo por fin el viejo.
Y el chico seguía dándole al bate.
—Hijo, te he dicho que basta.
Me volví y me apoyé en la alambrada. Durante unos momentos no pude moverme. Ellos. me observaban. Por fin, conseguí recuperarme. Me arrastré renqueando hasta la verja.
—¡Déjame pegarle más, papá.
—¡No, hijo!
Crucé la verja y seguí hacia el norte. Cuando empecé a andar, todo empezó a agarrotárseme. A hincharse. Daba pasos cada vez más cortos. Sabía que no iba a ser capaz de andar mucho. Delante sólo había cementerios de coches. Luego vi un solar vacío entre dos de ellos. Entré en el solar y me torcí el tobillo en un agujero, nada más entrar. Me eché a reír. El solar hacía un declive. Luego tropecé con la rama de un matorral duro que no cedió. Cuando me levanté de nuevo, tenía la palma derecha cortada por un trozo de cristal verde. Una botella de vino. Saqué el cristal. Brotó la sangre entre la suciedad. Limpié la suciedad y chupé la herida. Cuando caí la vez siguiente, di una voltereta sobre la espalda, y grité una vez de dolor, luego alcé los ojos hacia el cielo de la mañana. Estaba de vuelta en mi ciudad natal, Las Angeles. Sobre mi cara revoloteaban pequeños mosquitos. Cerré los ojos.