El encargado se acercó y le pedí una botella de cerveza.
—¿Cómo va esa vida? —me preguntó.
—Como siempre —dije
Se fue. Eché cerveza en el vaso y luego miré el vaso un rato y luego me bebí la mitad de un trago. Alguien echó una moneda en el tocadiscos y hubo un poco de música. La vida parecía algo más agradable, mejor. Terminé por fin aquel vaso, me serví otro y me pregunté si aún se me alzaría el rabo. Eché un vistazo al bar: ninguna mujer. Hice lo mejor que podía hacer: alcé el vaso y lo vacié de un trago.
la convidé a un trago y luego a otro y luego subimos la escalera de detrás de la barra. había allí varias habitaciones grandes. me había puesto muy caliente. estaba con la lengua fuera. y subimos la escalera jugueteando. eché el primero, de pie, nada más entrar en el cuarto, junto a la puerta. ella simplemente echó a un lado las bragas y se la metí.
luego entramos en el dormitorio y allí estaba aquel tipo en la otra cama, había dos camas, y el tipo dijo:
—hola.
—es mi hermano —dijo ella.
el tipo parecía realmente malévolo y peligroso, pero casi todo el mundo tiene ese aspecto si te pones a pensarlo. había varias botellas de vino junto a la cabecera. abrieron una y yo esperé hasta que los dos bebieron de ella, luego lo probé.
dejé diez dólares en el tocador. el tipo realmente soplaba vino.
—su hermano mayor es Jaime Bravo, el gran torero.
—he oído hablar de Jaime Bravo, torea casi siempre fuera de T. —dije—, pero no tienes por qué contarme cuentos.
—vale —dijo ella—, ningún cuento.
bebimos y hablamos un rato, sobre cosas sin importancia. luego ella apagó las luces y con el hermano allí, en la otra cama, volvimos a hacerlo. yo tenía la cartera debajo de la almohada.
cuando acabamos, ella encendió la luz y fue al cuarto de baño mientras su hermano y yo nos pasábamos la botella. en un momento en que el hermano no miraba, me limpié con la sábana.
ella salió del baño y aún me apetecía, quiero decir, después de los dos polvos, aún seguía atrayéndome. tenía pechos pequeños pero firmes. lo que había, sobresalía realmente. y tenía un culo grande, bastante grande.
—¿por qué viniste a este sitio? —me preguntó, avanzando hacia la cama. se deslizó a mi lado, levantó la sábana, agarró la botella.
—tenía que cargar la batería ahí enfrente.
—después de esto —dijo ella—, necesitarás cargarla bien.
todos nos reímos. hasta el hermano se rió. luego la miró:
—¿es de confianza?
—seguro que sí —dijo ella.
—¿de qué se trata? —pregunté.
—tenemos que andar con cuidado.
—no sé lo que quieres decir.
—el año pasado casi liquidan a una de las chicas. un tipo la amordazó para que no pudiese gritar y luego con una navaja le hizo cruces por todo el cuerpo. casi se muere desangrada.
el hermano se vistió muy despacio y luego se fue. le di un billete de cinco dólares. ella lo echó en el tocador con el de diez.
me pasó el vino. era un vino bueno, vino francés. no te hacía tartamudear.
apoyó una pierna sobre las mías. estábamos los dos sentados en la cama. era muy cómodo.
—¿qué edad tienes? —preguntó.
—casi medio siglo.
—debes tenerlo, pareces realmente cascado.
—lo siento. no soy muy guapo.
—oh no, creo que eres un hombre guapo. ¿no te lo han dicho nunca?
—apuesto a que se lo dices a todos los hombres con quienes jodes.
—no, de veras.
estuvimos allí sentados un rato, pasándonos la botella. Se estaba muy tranquilo, sólo se oía un poco de música del bar del piso de abajo. me hundí en una especie de trance.
—¡EH! —gritó ella. me metió una larga uña en el ombligo.
—¡oh! ¡maldita sea!
—¡mírame!
me volví y la miré.
—¿qué ves?
—una chica indiomejicana muy atractiva.
—¿cómo puedes verme?
—¿qué?
—¿cómo puedes verlo? no abres los ojos, los dejas como ranuras. ¿por qué?
era una buena pregunta. tomé un buen trago del vino francés.
—no sé. quizás tenga miedo. miedo de todo. quiero decir, de la gente, los edificios, las cosas, todo. sobre todo de la gente.
—yo también tengo miedo —dijo ella.
—pero tú abres los ojos. me gustan tus ojos.
ella le daba al vino. duro. conocía a aquellos chicanos. esperaba que de un momento a otro se pusiese desagradable.
entonces sonó una llamada en la puerta y estuve a punto de cagarme de miedo. la puerta se abrió de par en par, malévolamente, estilo norteamericano, y allí estaba el encargado del bar: grande, colorado, brutal, banal, cabrón.
—¿aún no has acabado con ese hijoputa?
—creo que quiere un poco más —dijo ella.
—¿de veras? —preguntó el señor Banal.
—creo que sí —dije.
sus ojos se posaron en el dinero del tocador y se fue dando un portazo. una sociedad dineraria. lo consideran mágico.
—ése era mi marido, más o menos —dijo ella.
—creo que no repetiré —dije.
—¿por qué no?
—primero, tengo cuarenta y ocho años. segundo, es algo así
como
joder en la sala de espera de una estación de autobuses. se echó a reír.
—yo soy lo que vosotros llamáis una «puta». tengo que joderme a ocho o diez tipos por semana, como mínimo.
—eso no me anima gran cosa.
—a mí me anima.
—Sí. seguimos pasándonos la botella.
—¿te gusta joder mujeres?
—por eso estoy aquí.
—¿y hombres?
—yo no jodo hombres.
cogió otra vez la botella. se había bebido por lo menos tres cuartos.
—¿no crees que podría gustarte por el culo? quizás te gustase que un hombre te diese por el culo...
—estás diciendo tonterías.
se quedó mirando al frente con los ojos fijos. había un pequeño Cristo de plata en la pared del fondo. y ella miraba fijamente el pequeño Cristo de plata que estaba allí en su cruz. era muy bonito.
—quizás te lo estés ocultando. quizás quieras que alguien te dé por el culo.
—está bien, como quieras. quizás eso sea lo que realmente quiero.
cogí un sacacorchos y abrí otra botella de vino francés, metiendo en la operación un montón de corcho y de porquería en el vino, como hago siempre. sólo los camareros de las películas son capaces de abrir una botella de vino francés sin ese problema.
bebí un buen trago primero. con corcho y todo. luego le pasé la botella. había apartado la pierna. tenía una expresión como de pez. bebió un buen trago también.
cogí otra vez la botella. los pequeños fragmentos de corcho parecían no saber adónde ir dentro de la botella. me libré de algunos.
—¿quieres que yo te dé por el culo? —preguntó.
—¿QUE?
—¡puedo HACERLO!
se levantó de la cama y abrió el cajón de arriba del tocador y se fijó a la cintura aquel cinturón y luego se dio la vuelta y se colocó frente a mí... y allí, mirándome, estaba aquella GRAN polla de celuloide.
—¡veinticinco centímetros! dijo riéndose, adelantando el vientre, agitando el chisme hacia mí—. ¡y nunca se ablanda ni se gasta!
—te prefiero de la otra manera.
—¿no crees que mi hermano mayor es Jaime Bravo, el gran torero?
allí estaba de pie con aquella polla de celuloide, preguntándome sobre Jaime Bravo.
—no creo que Bravo pueda triunfar en España —dije.
—¿podrías
triunfar
tú en España?
—demonios, ni siquiera puedo triunfar en Los Ángeles. Ahora, por favor, quítate esa ridícula polla artificial...
se quitó aquel chisme y volvió a meterlo en el cajón del tocador.
me levanté de la cama y me senté en una silla, bebiendo vino. ella buscó otra silla y allí nos quedamos sentados frente a frente, desnudos, pasándonos el vino.
—esto me recuerda algo de una vieja película de Leslie Howard, aunque no filmaron esta parte. ¿no fue Howard en aquella cosa de Somerset Maugham?
—no conozco a esa gente.
—claro, eres demasiado joven.
—¿te gustan ese Howard y ese Maugham?
—los dos tenían estilo, mucho estilo. pero, en cierto modo, con ambos, horas o días o años después, te sientes aburrido, al final.
—¿pero tenían eso que tú llamas «estilo»?
—sí, el estilo es importante. hay mucha gente que grita la verdad, pero sin estilo es inútil.
—Bravo tiene estilo, yo tengo estilo, tú tienes estilo.
—vaya, vas aprendiendo.
luego volví a la cama. ella me siguió. lo intenté otra vez. no podía.
—¿la chupas? —pregunté.
claro.
la cogió en la boca y me lo hizo.
le di otros cinco, me vestí, eché otro trago de vino, bajé la escalera y crucé la calle hasta la gasolinera. la batería ya estaba cargada. pagué al encargado y luego monté en el coche, subí por la Octava Avenida y me siguió un policía en moto durante cuatro o cinco kilómetros. había un paquete de CLOREXS en la guantera y lo saqué, y utilicé tres o cuatro. el policía de la moto renunció por fin y se puso a seguir a un japonés que dio un brusco giro a la izquierda sin hacer señal alguna en el Bulevar Wilshire. los dos se lo merecían.
cuando llegué a casa, la mujer estaba dormida y la niña quiso que le leyese un libro llamado LOS POLLITOS DE BABY SUSAN. terrible. Bobby buscó una caja de cartón para que durmieran los pollitos. la colocó en un rincón detrás de la cocina. y puso un poco de cereal Baby Susan en un platito y lo colocó cuidadosamente en la cajita, para que los pollitos pudiesen tener su cenita. y Baby Susan se reía y batía sus manitas regordetas.
resultó más tarde que los otros dos pollitos son gallos y Baby Susan es una gallina, una gallina que pone un asombroso huevo. ya ves.
dejé a la niña y entré en el baño y llené de agua caliente la bañera. luego me metí en el agua y pensé, la próxima vez que tenga que cargar la batería, me iré al cine. luego me estiré en el agua caliente y lo olvidé todo. casi.
Me arruiné, de nuevo, pero esta vez en el Barrio Francés de Nueva Orleans, y Joe Blanchard, director del periódico underground OVERTHROW me llevó a aquel sitio de la esquina, uno de esos edificios blancos y sucios de ventanas verdes y escaleras que suben casi en vertical. Era domingo y yo esperaba un envío de derechos, no, un adelanto por un libro pornográfico que había escrito para los alemanes, pero los alemanes no hacían más que escribirme contándome aquel cuento del propietario, el padre, que era un borracho, y ellos estaban endeudados porque el viejo les había retirado los fondos del banco, no, les había dejado sin pasta porque se la había gastado en beber y joder y correrse juergas y, en consecuencia, estaban arruinados, pero andaban dando los pasos necesarios para echar a patadas al viejo y tan pronto como...
Blanchard tocó el timbre.
Salió a la puerta la vieja gorda, que pesaría entre cien y ciento veinte kilos. Su vestido era como una inmensa sábana y tenía los ojos muy pequeños. Creo que era lo único pequeño que tenía. Era Marie Glaviano, propietaria de un café del Barrio Francés, un café muy pequeño. Esta otra cosa suya tampoco era grande: el café. Pero era un café majo, con manteles rojiblancos, platos caros y muy pocos clientes. Junto a la entrada había una de esas antiguas muñecas negras de pie. Esas viejas muñecas significan los buenos tiempos, los viejos tiempos. Pero los buenos y viejos tiempos ya se habían ido. Los turistas eran ya mirones. Sólo querían pasear por allí y mirar las cosas. No entraban en los cafés. Ni siquiera se emborrachaban. Nada era rentable ya. Los buenos tiempos se habían terminado. Nadie daba nada y nadie tenía dinero, y si lo tenían se lo guardaban. Era una nueva era y no precisamente muy interesante. Todos andaban buscando el modo de destrozar al otro, todos revolucionarios y cerdos. Era una buena diversión y además gratis, con lo que todos podían conservar su dinero en el bolsillo, si es que lo tenían.
—Hola, Marie —dijo Blanchard—. Este es Charley Perkin. Charley, esta es Marie.
—Hola —dije yo
—Hola —dijo Marie Glaviano
—Entremos un momento, Marie —dijo Blanchard.
(El dinero siempre tiene dos inconvenientes: demasiado o demasiado poco. Y allí estaba yo otra vez en la etapa «demasiado poco».)
Escalamos las empinadas escaleras y la seguí por uno de esos sitios largos largos, hechos sólo de un lado: quiero decir, todo longitud y sin anchura. Llegamos a la cocina y nos sentamos a una mesa. Había un jarro con flores. Marie abrió tres botellas de cerveza.
—Bien, Marie —dijo Blanchard—, Charley es un genio. Está en un apuro. Estoy convencido de que saldrá de él, pero entretanto... entretanto, no tiene dónde estar.
Maríe me miró:
—¿Eres un genio?
Bebí un buen trago de cerveza.
—Bueno, la verdad es que es difícil de explicar. Suelo sentirme como una especie de subnormal la mayoría de las veces. Me gustan todos esos bloques blancos de aire grandes y enormes que tengo en la cabeza.
—Puede quedarse —dijo Marie.
Era lunes, el único día libre de Marie, y Blanchard se levantó y nos dejó allí en la cocina. Sonó la puerta de entrada: se había ido.
—¿Y tú qué haces? —preguntó Marie.
—Vivo de la suerte —dije.
—Me recuerdas a Marty —dijo ella.
—¿Marty? —pregunté, pensando, Dios mío, aquí llega. Y llegó.
—Bueno, eres feo, sabes. En realidad, no quiero decir feo, sabes, pareces cascado. Realmente cascado, más incluso que Marty. Y e1 era un luchador. ¿Fuiste tú luchador?
Ese es uno de mis problemas: nunca fui capaz de luchar gran cosa.
—De todos modos, tienes el mismo aire que Marty. Estás cascado pero eres bueno. Conozco tu tipo. Conozco a un hombre cuando le veo. Me gusta tu cara. Es una cara buena.
Incapaz de decir nada sobre su cara, pregunté:
—¿Tienes cigarrillos, Marie?
—Claro, querido —hurgó en aquella gran sábana que era su vestido y sacó un paquete lleno de entre las tetas. Podría haber tenido allí la compra de una semana. Resultaba divertido. Me abrió otra cerveza.
Eché un buen trago, y luego dije:
—Creo que podría joderte hasta hacerte aullar.
—Un momento, Charley dijo ella—, no quiero oírte hablar así. Yo soy una buena chica. Mi madre me educó como es debido. Si sigues hablando así, no puedes quedarte.